El miedo a la locura nos hace sentir tan desubicados, tan fuera de la norma, que consideramos riesgoso comunicar lo que nos pasa. Al no hacerlo, nos invade el miedo siguiente: si no puedo comunicarme, me voy a aislar . Al sentirnos separados de los demás, sobreviene el horror a la muerte. Estos temores se van naturalizando, entretejidos en lo cotidiano y vamos siendo teledirigidos por ellos. Un frío intenso se filtra por los poros y la parálisis aumenta. Los simbolistas franceses lo llamaban spleen : un estado de melancolía sin causa definida.
En ocasiones, se manifiestan imágenes persecutorias, amenazas frente a cualquier intento de escape de esta negra hondonada, nos sentimos condenados a permanecer sin salida. El dolor aprieta la garganta. Y por más insoportable que resulta, no es posible sacudirse la experiencia, todavía hay que llevarla puesta.
Lamentablemente, nos despreciamos, nos odiamos a nosotros mismos. Somos despiadados para juzgarnos. Creemos que nacimos con el equipo fallado y nos exigimos cambios que lastiman todavía más. Nos hubiera gustado ser otra persona. Esta actitud sustentada en una falsa creencia, se desprende del modelo cultural que impera en la sociedad. Se nos enseñó que el error es vergonzoso y debe ser ocultado. Una ilusión perfeccionista nos fue poniendo cada día más lejos de quienes somos realmente y vemos nuestros defectos resaltados. No nos enseñaron que los errores son señales de aquello a modificar, que podemos utilizarlos a favor, que nos indican desvíos necesarios para el aprendizaje. Según Antonio Blay, maestro espiritual español, los defectos son virtudes aún no desarrolladas . Tampoco nos dijeron que si no nos equivocáramos seríamos rígidos y aburridos. Nuestros mayores creían que resaltar los errores ayudaba a mejorar. No sabían el dolor que nos causaban. No comprendieron que si nos reprendían frente a terceros provocaban una fuerte herida emocional. Este modelo de enseñanza fue transmitido de generación en generación. A lo largo de la vida, hacemos con nosotros lo que los otros hicieron previamente, y como lo que se resaltó fue lo que nos salió mal, seguimos juzgándonos con la misma vara, atentos a la próxima equivocación, desestimando los aciertos o dándolos por sentado. En muchos casos, el sistema se polarizó al extremo de desconocer la importancia de los límites. El resultado tampoco fue bueno. Esos niños, tan sobreprotegidos, no están preparados para recibir una sanción y el mundo los golpeará tomándolos desprevenidos.
A lo largo de la vida, nos encontramos muchas veces con tiempos difíciles de habitar, que se debaten entre la espera, la postergación y el aburrimiento. Son momentos que deberían prepararnos para sostenernos luego en situaciones críticas, que nos llaman a explorar nuestro mundo interior. Con frecuencia hemos desperdiciado su verdadero potencial, llenándolos con banalidades. Invitados por una multiplicidad de estímulos que nos ofrece la sociedad de consumo, somos seducidos, ignorantes de la riqueza que perdemos. La comodidad, emparentada con la inercia, nos envuelve con un halo hipnótico que adormece y pospone el encuentro con nuestro propósito sublime.
Nuestra sociedad todavía no encontró esa forma más integral, amorosa, con pautas claras, que ha de tener la verdadera educación.
Nuestro camino
hasta aquí
Hemos atravesado las etapas evolutivas y recibimos el amor que fueron capaces de entregarnos. Con seguridad fue mayor, en muchos casos, del que pudimos apreciar. Sin amor, no hubiéramos sobrevivido. No obstante, dada la extrema indefensión con la que comienza la existencia, pedimos siempre más de lo que recibimos… Abrimos la boca para tragar sin medida y sentimos las ausencias a nuestra expectativa como heridas concretas.
En el trayecto, también hicimos acopio de actitudes saludables que nos facilitaron la resolución de conflictos y nos posicionaron mejor ante la dificultad. Cada uno de nosotros fortaleció su auto-imagen para mostrarse más atractivo y más solvente frente a los demás.
Sin embargo, el inventario de los errores cometidos nos sometió a frecuentes cuestionamientos sobre el tamaño de nuestras carencias. Ese lado no tan presentable se agrandó cada vez que nos quedamos solos y provocó ansiedades amargas que nos hicieron desconfiar de nosotros mismos. Las dudas reiteradas alimentaron una inseguridad que intentamos negar de muchas maneras, pero siguió bullendo por lo bajo.
Nos sobrepusimos a los vaivenes internos y sacamos fuerzas de las flaquezas para continuar cumpliendo con lo impuesto. El mandato de las figuras de autoridad nos empujaba hacia afuera, minimizando los temores. Una valentía ingenua tomó la delantera y salimos al ruedo con todo lo demás cargado en la espalda.
Aprendimos a respetar el deseo de los otros, a seguir los recorridos que nos indicaron, e incluso a agradarles: de no ser así, podrían habernos abandonado y ¡los necesitábamos tanto! Debían dirigir nuestro crecimiento… Y, si bien fue diferente para cada uno, todos fuimos conducidos de una o de otra manera. Compramos ilusiones ajenas y proyectamos sueños aprendidos, algunos nos pusieron frente a logros y desafíos que aceptamos como propios, y hasta los disfrutamos. Así debió de ser. La vida no podría estructurarse de otro modo dentro de los parámetros conocidos en nuestra sociedad.
Nacemos por deseo del otro , nuestros padres, y el crecimiento nos llevará a elegir, entre los modelos conocidos, nuestro propio deseo. Descubrimos cuál es nuestro deseo cuando lo vemos afuera. Es como nuestros ojos: no podemos verlos directamente, necesitamos de un espejo que los refleje.
En la adolescencia, la mayoría de nosotros experimentó la primera crisis de identidad. El desafío con los padres es indispensable. Tremendo, incómodo, sí, pero necesario. Solo podemos reconocernos adultos al diferenciarnos del modo de ser mujer u hombre que ellos tuvieron. Habitar un espacio propio se consigue luchando por él a capa y espada… Por lo general, lo hicimos y, en mayor o menor medida, lo superamos. Venciendo a los padres internalizados es como nos afirmamos en nuestro potencial y, más tarde, justamente al sentirnos seguros, volvemos a acercarnos a ellos, con ternura y agradecimiento, ya sin necesidad de competir.
Adultos hechos
y derechos
En ocasiones, alcanzamos cumbres exitosas y nos engolosinamos con ello. Durante varios años, sobrevolamos esa nube rosada de reconocimiento y satisfacciones que parecerían ser suficientes. No son pocos los que se instalan allí, convencidos de que es justo, y estiran sus resultados por mucho tiempo, haciendo sentir en el entorno que ya hicieron los méritos necesarios y en la madurez solo recrean sus glorias pasadas cargando a sus hijos con la responsabilidad de ocuparse de ellos.
Pero en otros casos, después de los tropiezos, las carencias y los éxitos que fuimos obteniendo, una profunda insatisfacción sobreviene. Un estado de apatía y desánimo se manifiesta y sentimos que cuando se están por concretar los sueños, de pronto todo se derrumba. En ocasiones se siente como un desmembramiento, como si hubiéramos perdido algún órgano vital. Hay acontecimientos que coinciden con el nuevo planteo existencial. Por ejemplo: la partida de un hijo o de una hija en busca de su independencia, deja un espacio que ocupaba su frescura y alegría, que no puede ser llenado con otra cosa. La energía femenina es a lo ancho, reúne a todo su entorno. La mujer que se quedó en casa atendiendo a la familia siente gran satisfacción cuando ve crecer a los hijos, muchas veces vive a través de ellos y sus logros. Pero cuando se van, no hay nada que los reemplace. A esa vivencia se la llama el nido vacío . Si bien estos podrían ser algunos de los desencadenantes, todos están al servicio de algo mayor; provocan que nos abramos al mensaje oculto que convocamos al preguntar: ¿Y todo esto para qué? ¿Qué sentido tiene la vida?
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