Lo primero que se impone decir es que el modernismo encontró en Venezuela mayor cauce en la prosa que en la poesía y, además, que si contrastamos las fechas de aparición del modernismo en otros países con las del nuestro, pues, podemos afirmar que comenzó rezagado, tanto para la prosa como para la poesía, pero mucho más para esta que para aquella. El dato no deja de ser curioso si tomamos en cuenta que Martí vivió en Caracas durante el año de 1881, e incluso escribió Ismaelillo al pie del Ávila. Sin embargo, la influencia de Martí en los jóvenes escritores caraqueños no se manifestó de inmediato; cundió en la década siguiente, cuando el modernismo comenzó a manifestarse en dos publicaciones periódicas de enorme importancia para nuestras letras. Me refiero a El Cojo Ilustrado (1892-1915) y Cosmópolis (1894-1895). En la primera, la expresión modernista se limitó a disponer de espacio suficiente en la publicación; no así en el caso de la segunda, donde desde el primer editorial hay una manifestación de fe en el modernismo. Los tres redactores, Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, Pedro César Dominici y Pedro Emilio Coll, apenas pasaban de los veinte años cuando afirmaban, en su «charloteo»:
En la América toda un soplo de revolución sacude el abatido espíritu, y la juventud se levanta llena de entusiasmo. Rubén Darío, Gutiérrez Nájera, Gómez Carrillo, Julián del Casal y tantos otros dan vida a nuestra habla castellana, y hacen correr calor y luz por las venas de nuestro idioma que se moría de anemia y parecía condenado a sucumbir como un viejo decrépito y gastado. (Polanco Alcántara, 1988: 34)
Pero, como afirmé antes, el modernismo encuentra en Manuel Díaz Rodríguez, José Gil Fortoul, Eloy G. González y los tres del charloteo, entre otros, sus cultores en prosa, llegando a alcanzar la cumbre con los libros de Díaz Rodríguez. Junto a los prosistas estuvo, a pesar de su ardiente juventud, el polígrafo del modernismo: Rufino Blanco Fombona, quien fue de los primeros en cultivar el verso modernista, aunque el balance final de su obra se incline más hacia la práctica de la narrativa y el ensayo. Examinemos su tránsito.
Rufino Blanco Fombona (1874-1944) es, sin la menor duda, uno de los personajes más apasionantes de la vida literaria y política de Venezuela. Asombra que a estas alturas el cine no lo haya tenido como uno de sus caracteres ideales. Pocas vidas más novelescas que la de Blanco Fombona. La sola enumeración de sus oficios es ya sorprendente: escritor, historiador, periodista, editor, político, diplomático, gobernador en Venezuela y en España, masón, duelista, dandy , polígrafo y un largo etcétera que lo hacen un personaje de leyenda. Vivió entre la diatriba política y el llamado literario y supo no diferenciar entre una y otro. De allí que toda su obra sea una estocada pasional, un desafuero argumental, un alegato feroz por la vida vehemente.
Desde muy joven comienza a viajar, bien por encargos de orden diplomático o bien por el destierro forzoso. Apenas con dieciocho años es nombrado cónsul en Filadelfia y, con apenas veintiuno, de regreso en Caracas, es colaborador de El Cojo Ilustrado, para luego irse a Holanda de agregado en la Legación, y luego a Boston. De vuelta en Venezuela, es nombrado secretario de gobierno del estado Zulia. En 1901 está de nuevo en Holanda, pero en 1905 es gobernador del territorio Amazonas, donde se enfrenta al manejo inescrupuloso del negocio del caucho, y es hecho preso en Ciudad Bolívar (después de un enfrentamiento armado donde les dio muerte a sus contendores) para irse a Europa de nuevo hasta 1908, cuando regresa y es diputado. Comienza su oposición acérrima a Gómez y es confinado a la cárcel de La Rotunda hasta 1910, cuando sale a un largo destierro hasta 1936.
En sus años españoles adelanta el trabajo de editor más asombroso que venezolano alguno haya hecho fuera de su país: la Editorial América, un prodigio de trescientos títulos, aproximadamente. En España, también, es nombrado gobernador de las provincias de Almería y Navarra. Pero, muerto el tirano, regresa a su país, quema las naves españolas y es distinguido con el nombramiento de presidente del estado Miranda; después, entre 1939 y 1941, es embajador en Uruguay, hasta que finalmente, de visita en Buenos Aires, cae fulminado por un infarto. Este resumen, que pasa por alto sus refriegas en duelo, en las que dio muerte a sus adversarios, que olvida sus pleitos personales y sus galanteos incesantes con mujeres de diversísima condición, desde una monja hasta una princesa, también pasa por alto lo más importante: sus libros.
Toda esta vida azarosa está acompañada por una voluntad de escritura que deja sin aliento a cualquiera. Su obra de polígrafo se acerca a los cuarenta títulos en setenta años de vida. Los testimonios sobre su creación son múltiples; desde el juicio de Picón Salas, que lo considera uno de los pocos venezolanos universales del siglo XX, hasta el de Ángel Rama, para quien el polígrafo es: «Vivo, veraz, arbitrario, caprichoso, expuesto a las críticas, agresivo y atormentado, esta imagen que él no fraguó para ofrecerla al mundo, pero que nosotros recuperamos recomponiendo los textos de su Diario , hace de él un estricto contemporáneo» (Rama, 1975: XXXIX). Lo cierto es que Blanco Fombona cultivó el poema, el cuento, la crónica y el artículo periodístico, la novela, el panfleto, el ensayo histórico y el literario y, además, el diario íntimo. En todos los géneros brilla su nervio y probablemente en ninguno la serenidad, gran ausente de la obra del caraqueño. Tampoco fue la búsqueda de la belleza el motor de sus trabajos; más bien lo fue una suerte de ajuste de cuentas con el mundo, una suerte de búsqueda efervescente de la justicia. Así como no estaba en su talante el detenimiento necesario para la construcción de la novela, aunque escribió varias, sí estaba en él la fibra del polemista, que es favorable a determinado sesgo ensayístico. De allí que no sea un exabrupto afirmar que lo más significativo de su obra sea el ensayo, junto con el diario íntimo. En ellos vibra un pathos muy particular y muy extraño a la pacatería venezolana de sus tiempos y de los de ahora.
Dice Max Henríquez Ureña en su Breve historia del modernismo : «Propulsor del modernismo en Venezuela fue Rufino Blanco Fombona. Aunque la mayor parte de su obra está en prosa, fue él quien llevó el acento modernista a la poesía venezolana» (Henríquez Ureña, 1954: 289). Y ese acento que señala el ensayista comienza con Trovadores y trovas en 1899, que lleva un prólogo de Díaz Rodríguez y que fue publicado por la editorial de El Cojo Ilustrado . Blanco Fombona cuenta entonces veinticinco años y asume la impronta modernista con fervor hasta su último poemario, Mazorcas de oro (1943), cuando ya el modernismo ha sido sustituido por la vanguardia. Si descontamos su poema de juventud «Patria», la obra poética de Blanco Fombona está compuesta por seis títulos. Como vemos, no constituye la faceta más prolífica del autor, pero no cabe la menor duda de que su poesía modernista fue la primera que se leyó de autor venezolano.
Su poesía, aunque rendía tributos en el altar modernista, no se caracteriza por el oropel. Por el contrario, su palabra discurre como al margen de cierto exagerado preciosismo que fue propio del movimiento modernista. La crítica ha visto en la reciedumbre de su poesía, lejana de los afeites minuciosos, la patentización de su carácter criollo. En verdad, creo que sería más exacto decir que se trata de la evidencia de su carácter; no creo que en la vehemencia de Blanco Fombona se exprese todo un carácter nacional. De modo que la poesía modernista de este caraqueño ofrece el signo de su personalidad, y ya ello es suficiente para singularizarla. Ofrece, también, el principio de una certidumbre: para Blanco Fombona el nutriente fundamental de su obra literaria era su vida, de modo que su poesía es enfáticamente autobiográfica, y allí estriba otro de sus rasgos. Añadamos el juicio que Fernando Paz Castillo pudo emitir sobre su obra poética:
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