A las pocas semanas, mi hija empezó a responder a mis textos. Estaba enferma. Y una niña enferma necesita a su mamá. El padre se había ido a trabajar y no le había dado ni medicinas ni comida. Allí estaba ella, sola en aquel sitio donde vivía con su papá.
Le ofrecí llevarle una sopa de pollo, pero ella se negó. Por supuesto, su padre le había prohibido que me dejara entrar al apartamento donde vivía, ubicado dentro del hotel. De cualquier forma, lo importante era que ella había vuelto a hablar conmigo.
A partir de ahí, comenzó a enviarme fotos de sus trabajos de arte… ¡qué piezas tan increíbles! Empezó a bajarse del auto y a entrar a la casa cuando venía a dejar o a recoger a sus hermanos. Yo disfrutaba con solo verla. Pero notaba cómo se estaba deteriorando. Alexandra no se estaba cuidando y hasta su higiene era deplorable. Lucía sucia, su cabello se veía grasoso y parecía que estuviera perdiendo su hermosa cabellera. Ella tenía una melena preciosa. Su temperamento era volátil: podía estar de buen humor y, de repente, enojarse. ¡Era tan difícil tratar con ella, hablarle! A veces podía parecerse mucho a su padre y ser dos personas distintas en una sola. Había cambiado. Entraba feliz, saludando a todos, siendo muy dulce con mi mamá, que estaba pasando tiempo con nosotros y, de pronto, en una fracción de segundo, se enojaba y salía corriendo. No sentía respeto por nada ni por nadie, tal como su padre. Mi hija se estaba volviendo como él…
Me puse a revisar su Twitter y su Facebook para ver en qué andaba y qué hacía. No estaba haciendo mucho uso de Facebook, pero tenía una gran actividad en Twitter. Y ahí fue donde empecé a notar que algo andaba mal.
Hacía muchas alusiones a la marihuana y empleaba palabras cuyo significado yo ignoraba. Con la ayuda de mi hermana, nos conectamos a internet y buscamos en Google los significados de esas palabras. Todas tenían que ver con drogas. Tomé fotos de todos aquellos tuits y se los envié a mis abogados de familia. Más tarde tuve una cita con ellos y les dije que necesitaba recuperar a mi hija, que algo estaba muy muy mal. Lo que nunca pude imaginarme era lo mal que estaba…
El viernes 18 de octubre de 2013, Alexandra me llamó y me dijo que estaba enferma, que tenía náuseas y vómitos. Me preocupé. Pensé que estaba embarazada. Ella sabía por dónde iba yo y de inmediato me contestó: “¡Mamá! ¡No estoy embarazada!”. Por supuesto, ella sabía exactamente lo que tenía.
El domingo, 20 de octubre, llegó a casa para dejar a Kamee y a Juan Diego de regreso de pasar el fin de semana con su papá. Estaba tan sucia que me dolió verla así. Se quedó por poco tiempo y se fue.
Luego llegó el lunes. Me llamaron de la escuela alrededor de las dos de la tarde preguntando por su paradero. Les dije que debía estar allí, pero me informaron que Alexandra no había ido a clases. Les informé:
—No sé si lo saben, pero mi hija está viviendo con su padre.
—Sí, lo sabemos, pero su padre no contesta —respondieron, y luego añadieron—: El problema es que ha faltado muchos días a clase y está entrando en la zona peligrosa. Podría perder el año.
Terminé la conversación y, luego de colgar, la llamé y le envié un mensaje de texto. No respondió. Tardó un tiempo hasta que por fin me llamó.
—Mamá, ¿qué pasa? —contestó con voz soñolienta.
—¿Dónde estás? —le pregunté.
—En el apartamento al que se mudó papá.
—¿En el apartamento al que se mudó tu papá? ¿No se supone que deberías estar en la escuela?
—Estoy enferma.
—¿Nuevamente enferma? Estabas enferma el viernes pasado. —Bueno, estoy enferma otra vez.
—¿Por qué tu padre no llamó al colegio y les hizo saber que estabas enferma?
—Supongo que no se dio cuenta de que yo todavía estaba aquí.
—¿Qué? ¿Él no sabe si estás en casa o no?
—¡Vamos, mamá!
Finalizamos la conversación. Yo estaba frustrada y desesperada. Llamé a mi abogado y le expliqué lo que la escuela acababa de informarme. El abogado me dijo que iba a pedir el registro de asistencia de Alexandra. A partir de allí comencé a hacer uso de todos los recursos a mi alcance para recuperar a mi hija.
Sabía que Alexandra no estaba bien pero, al mismo tiempo, no quería obligarla a regresar. Quería que volviera voluntariamente.
El martes fue un día tranquilo. No supe nada de ella ni de la escuela. No sabía qué pensar. Hay quien dice que con los niños el silencio no es bueno, mientras que para otros no tener noticias son buenas noticias…
El miércoles, Alexandra me llamó alrededor de las tres de la tarde:
—Mommm...
Esa ha sido siempre su forma de decirme “mamá” cuando me necesita, algo que me derrite.
—¡Hola, mi amor!
—Ma, ¿sabes que llevaron perros a la escuela?
—¿Perros? ¿Tú sabes lo que eso significa, Alexandra? Estás en problemas.
La escuela suele llevar, al azar y sin anunciar cuando lo hacen, perros antidrogas a la instalación y los pasean por toda la escuela y los automóviles de los estudiantes.
—No, mami.
La interrumpí:
—Perros antidroga… ¿Estás expulsada, Alexandra?
—No, mamá, no. No me están expulsando. Lo que me encontraron fue una bolsita, que no era mía, con un tallo de marihuana.
La vieja historia del “no es mía, es de un amigo”.
—Alexandra... ¿quién te va a creer eso?
—¡Mamá, es verdad! De cualquier forma, le dije al Sr. Waugh que te llamara pues, aunque vivo con mi papá, hay que mantenerte informada a ti también. Por favor, espera su llamada.
“¡Oh, Dios mío! A mi hija la van a expulsar del colegio”, pensé.
La escuela siempre ha mantenido una política de tolerancia cero en cuanto a las drogas. Yo sabía que en años anteriores habían expulsado a algunos niños a pesar de haber ofrecido todas las excusas habidas y por haber, tal como estaba haciendo Alexandra. “¿Por qué iba a ser diferente esta vez?”, me dije para mis adentros.
El Sr. Waugh por fin llamó. Yo sabía del sincero cariño que sentía por Alexandra. Se trataba de un hombre que conocía la psicología de los adolescentes de una manera increíble; había tratado con ellos a diario durante años. No se podía pedir un mejor jefe de bachillerato.
Finalmente me explicó lo sucedido. Me informó que el incidente había ocurrido el martes y que esa mañana habían tenido una reunión con los padres de los dos niños involucrados, solo que a mí Alejandro nunca me informó.
Me dijo que Alexandra había colaborado y que lo dicho por ella había sido creíble. Que la escuela no iba a expulsarla, pero que habría consecuencias y que el lunes sería informada de cuáles serían. Ella y el otro chico habían sido suspendidos hasta ese día.
Estaba agradecida con la escuela por la forma como habían manejado todo. Yo sabía que expulsar a mi hija en la situación que estábamos viviendo sería catastrófico pero, por otra parte, no entendía por qué la escuela la estaba protegiendo. Expulsarla la habría destruido y habría perdido a mi hija por completo.
Me dije: “¡Esta es la gota que derramó el vaso!”. Llamé de nuevo a mis abogados y les hice saber que tenían que acelerar el recurso en el tribunal para recuperar a mi hija, que era obvio que no estaba siendo supervisada por su padre y que aquello había llegado muy lejos. Mi hija estaba a punto de perder el año, bien fuera por los días que había faltado o por el riesgo de expulsión.
El jueves transcurrió en calma hasta alrededor de las siete de la noche, cuando Alexandra me llamó de nuevo.
—¡Mommmm! Me remolcaron el coche. Necesito que vengas conmigo a buscarlo, porque está a tu nombre.
—Alexandra, ¿te has dado cuenta de que ha pasado algo malo contigo cada uno de los días de esta semana?
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