Carmen María Montiel - Identidad robada

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"Como la mayoría de las mujeres, yo ignoraba que era víctima de violencia de género. Mi marido había logrado disminuirme durante años de maltrato psico­lógico y físico e incluso mediante el uso de drogas. Sin embargo, a pesar de estar casi destruida, logré reconstruir mi dignidad y demostrar mi inocencia. Amaba a mi esposo. Nunca imaginé que pudiera dañarme o que terminaría tratando de destruirme. Tampoco pensé, cuando comenzó a lastimarme, que aquello pudiera ser intencional, ya que todos los agresores culpabilizan a sus víctimas. En mi caso, la victimización fue tan efectiva que, después de cada agresión, yo analizaba el incidente una y otra vez, tratando de detectar qué había hecho mal para que mi marido reaccionara de esa manera.Esta es mi historia, la de una mujer inmigrante y maltratada que no encontraba forma de escapar o de esconderse; una católica que cree en la familia y que luchó por mantenerla por el bien de sus hijos. Sin embargo al final, y precisamente por ellos, se vio obligada a salir de ese matrimonio vicioso para salvarse y salvarlos".
Carmen María Montiel

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La llamaba “mi hija de setenta años de edad”. Tenía la sabiduría de una persona mayor, además de ser muy entretenida al hablar y de poseer una manera de ver las cosas que solo es propia de la gente madura. Sin embargo, había heredado la personalidad compulsiva, adictiva e impulsiva de su padre. Para ese entonces, yo ni siquiera sabía que mi esposo tuviera una personalidad adictiva. Solo pensaba que era impulsivo para algunas cosas.

Nuestro divorcio había sido algo muy difícil de asimilar por Alexandra. Adoraba a su padre, tanto así que, cuando cumplió seis años, me pidió que el tema de su fiesta de cumpleaños fuera una boda con su papá.

Soy de Venezuela y, para nosotros, las fiestas de los niños son acontecimientos grandes y muy bien orquestados. Tenemos temas para cada fiesta y todo está organizado tomando en cuenta hasta el mínimo detalle: decoración, manteles, piñatas, recuerdos, pastel, entretenimiento. Y esa fiesta de cumpleaños fue como haber organizado una miniboda. Mis amigas hasta lloraron, como si en realidad se hubiera tratado de un matrimonio.

Para mi hija mayor, una niña de tan solo diecisiete años, era muy difícil entender de forma cabal quién era su padre o en lo que se había convertido. No lograba aceptarlo. Esperaba que volviera a ser el que había sido. Incluso para mí era difícil calibrar en quién se había convertido. En definitiva, no era el hombre de quien me había enamorado.

Cuando estaba enfadada con él, mi hija pasaba por períodos en los que no quería dirigirle la palabra. Le decía en su cara lo que no le gustaba acerca de la situación o de él mismo. Pero lo amaba como padre. Y su cambio la hacía sentir como que la había dejado de querer. Ella solo era una adolescente que estaba tratando de entender y que estaba enfrentando demasiado. Para ella, las cosas eran tan simples como un: “Mi papá no me quiere. ¿Por qué?”. “¡No me quiere, mami!”, me dijo un día, llorando de una manera que le partía el alma a cualquiera. Lloraba desconsoladamente. Siempre pensó que el amor de su padre sería incondicional. Nunca esperó que sucediera lo que ocurrió. ¿O sería que su padre nunca la amó?

Después de dos meses de no hablar con su papá, al lograr yo que el tribunal lo sacara de la casa y tanto ella como su hermana estar felices y en paz por la decisión que yo había tomado, Alexandra fue a verlo porque necesitaba dinero, o quizá porque simplemente lo extrañaba. Decidió llevar a su hermano y hermana a cenar con él. Para ese entonces, Alejandro no tenía los fines de semana asignados para ver a los niños, solo los llevaba a cenar los domingos por la tarde. Por lo general, desde que comenzó el proceso de divorcio, Alexandra llevaba a sus hermanos, pero no se quedaba a ver a su papá. Esa vez quiso ir y quedarse a comer con ellos, pero regresó cambiada de esa reunión. Cada vez que mi marido veía a los niños, regresaban enojados, en especial conmigo. Él les llenaba la cabeza de odio hacia mí. Les decía que todo aquello era mi culpa, que yo estaba acabando con la familia, como si ellos no hubiesen visto lo que sucedía, pero eran niños, manipulables con facilidad...

Aquella cena con su padre había sido un domingo, y ya para el lunes mi hija estaba totalmente rebelde. Alejandro sabía que en pocos días tendríamos la primera audiencia en el tribunal y estaba desesperado buscando algo que lo hiciera salir mejor parado.

Era un día feriado en septiembre de 2013, Día del Trabajador. Mis hijos y yo habíamos ido a cenar, luego de lo cual Alexandra me comentó que saldría con sus amigos al llegar a casa. Eran cerca de las diez de la noche. Le respondí:

—¡No! Es una noche de escuela y es tarde.

—Pero no tengo clase mañana.

—No me importa. Es una noche de escuela y es tarde. Solo las prostitutas salen a las diez de la noche.

—Bueno, entonces me mudo con mi papá. Él me dijo que me dejaría hacer lo que quisiera.

Yo la ignoré. Terminamos de cenar y nos fuimos a casa. Pensé que el tema estaba olvidado pero, al llegar, cogió su cartera y se dirigió a la puerta, lista para salir.

—Alexandra, te dije que no vas a ningún lado.

—Sí voy. Y si no me dejas, te advertí que me iría con mi papá.

—Por favor, ¡no hagas eso!

—Puedo hacer lo que quiera. Papá me lo dijo.

Y al decir aquello, se convirtió en otra persona. Tenía la misma mirada de su padre, esa mirada diabólica. Sus ojos eran diferentes.

Por mi parte, yo todavía me hallaba muy débil. Estaba recuperándome de lo que había vivido bajo la influencia de Alejandro y de todos los frentes abiertos que tenía. Carecía de dignidad y le supliqué de rodillas que no me dejara, pero ella se fue, sintiéndose poderosa.

Yo sabía que su padre no la iba a cuidar ni a prestarle la atención que ella, en esa edad tan delicada, necesitaba. Después de todo, nunca se había encargado de ninguno de ellos. Siempre se había puesto en primer lugar. Tanto así que, en una oportunidad, nos bajamos del auto para ver una casa que estaban exhibiendo. Solo estábamos él, Juan Diego y yo. Estacionamos en un área donde el piso era empedrado y teníamos que cruzar la calle. Yo llevaba tacones y tenía que caminar con cuidado. Como era su costumbre, ni siquiera se ocupó de ver si yo estaba bien, de prestar atención a que no me cayera. Arrancó a caminar y a cruzar la calle. Juan Diego lo siguió, corriendo detrás de su padre, y él ni cuenta se dio. Yo empecé a gritarle que le pusiera atención a Juan Diego, pues con los tacones no podía correr. Alejandro cruzó la calle, Juan Diego iba tras él y por poco pasa lo peor. Un auto venía corriendo y casi atropelló a mi hijo. Si no hubiera sido por el guardia que estaba cuidando el estacionamiento, Juan Diego no se habría salvado.

Cuidar a mis hijos siempre fue mi tarea, cosa que no me importaba en lo más mínimo. Los amo tanto que nunca han sido demasiada responsabilidad para mí.

Su padre vivía en un apartamento dentro de un hotel de lujo. No había espacio para mi hija allí. En cambio, en nuestra casa, Alexandra tenía su dormitorio y todo lo que necesitaba. Estaba cursando el último año de bachillerato y tenía mucho que hacer: las postulaciones para la universidad, las pruebas de acceso, la graduación, la tesis y mucho más… Siempre tuve que estar encima de ella para asegurarme de que estudiara e hiciera su tarea. ¿Qué pasaría ahora?

Le enviaba mensajes de texto y la llamaba a diario. Le daba los buenos días y las buenas noches. Lo hice durante semanas, pero ella no respondía.

En septiembre de 2013, dos días después del incidente que provocó que Alexandra se fuera de la casa, estábamos en el Tribunal de Familia negociando las que terminaron siendo las peores medidas provisionales que una mujer pudiera obtener, a pesar de haber contratado a los abogados más costosos de la ciudad. ¿Los habrían comprado? ¿Mi marido los habría comprado?

Alejandro entró al tribunal diciendo: “Alexandra no quiere tener nada que ver con su madre. No quiere volver a saber de ella. Por lo tanto, mi hija mayor queda bajo mi tutela”.

Los documentos estaban redactados y Alexandra era prácticamente suya. Yo no tenía siquiera derecho a verla.

Ella no respondía a mis llamadas ni a mis mensajes de texto, pero seguí enviándoselos todos los días por la mañana y justo antes de ir a la cama.

¡Mi casa estaba tan triste! Su hermana y su hermano la echaban mucho de menos. Yo no podía extrañarla más. ¡Sentía que había perdido a mi primer bebé!

Kamee casi nunca la veía en la escuela. Estudiaban en pisos diferentes y Juan Diego en otro edificio.

Un día, en un vuelo de regreso desde Colorado, le escribí. Volqué mi corazón de madre hacia mi hija. Ella no respondió. Después de dos días, recibí la peor respuesta de todas. Fue muy dolorosa. Nada de lo que allí se decía tenía sentido. No parecía un correo escrito por ella. Mi hija escribe muy bien y aquello, además de no tener sentido, estaba muy mal escrito y plagado de errores ortográficos. Su padre escribe terrible, como un niño de cinco años. Pero Alexandra no: ella escribe bellísimo.

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