Si se admite la posibilidad de una diversidad de interpretaciones judiciales de las disposiciones constitucionales, en mayor medida cabe admitir la pluralidad de interpretaciones de estas por la actividad legislativa. Esta concepción de la interpretación que el legislador -igual que el juez- hace de la Constitución, que admite un grado elevado de discrecionalidad, vuelve menos nítida la línea que separa la reforma formal de los cambios informales producto de prácticas interpretativas que modifican el sentido de las disposiciones constitucionales. La tarea de concreción del contenido de los derechos no es para Luis Prieto una tarea exclusivamente política, a pesar de asumir ese carácter indeterminado de las normas constitucionales y la discrecionalidad que conlleva la decisión acerca de su significado. Legislador y juez han de entablar un diálogo o comunicación en torno al alcance y relaciones de prioridad de principios y derechos, contribuyendo a la mutua racionalización de sus decisiones (Prieto, 2003, p. 172). Pero ni uno ni otro debería tener la capacidad de adoptar decisiones generales y abstractas que cerrasen de modo definitivo lo que los preceptos constitucionales regulan de modo abierto ni eliminar el conflicto entre principios de modo general postergando en abstracto un principio en beneficio de otro. Arrogarse esa función sería asumir una tarea constituyente, que no corresponde ni al juez ni al legislador (Prieto, 2003, p. 195). En cierto modo, la supremacía que uno y otro recaban para sí, en nombre de los derechos el primero y de la democracia el segundo, es la traducción de sus respectivas pretensiones a la autoridad sobre la interpretación constitucional (no es exactamente esto lo que afirma Luis Prieto en 2013, p. 166). Pero, de nuevo nos encontramos, entonces, con la relevancia que habría de tener para hablar de creación y reforma de la Constitución la cuestión de la autoridad o legitimidad para decidir.
La tarea de adecuación de las normas constitucionales a las circunstancias cambiantes de cada caso aparece como un esfuerzo colectivo de instituciones políticas y jurisdiccionales, que implica una concepción de la Constitución como un texto abierto y en proceso de adaptación continuo a las circunstancias cambiantes en que debe ser aplicado. Pero considera que este proceso de adecuación evolutiva del texto constitucional encuentra su límite en aquella barrera última que marca lo que resulta discutible dentro de la Constitución. Más allá, lo único legítimo es la reforma expresa de la Constitución. Ni uno ni otro suponen la expresión de un poder constituyente que se prolonga en el marco institucional, pues, lo contario, supondría entregar ese poder constituyente (en su dimensión legitimadora) a los órganos constituidos. Salvo que se abrace el ideal rousseauniano de una soberanía popular abierta e indefinida, los instrumentos que refuerzan la participación ciudadana se entienden como elementos de la legalidad constituida.
El constitucionalismo democrático considera, por el contrario, que en el proceso de adaptación de la Constitución a la diversidad social intervienen consideraciones extrajurídicas, tales como las opciones que la sociedad positivizó en la Constitución (el pacto político que da legitimidad al orden constitucional vigente), y la actualización del contenido material de dichas opciones, por vía de interpretación o de reforma. Y se estima que esa labor de adaptación de la Constitución manteniendo su estabilidad es obra del poder constituyente del pueblo que actualiza el consenso en torno a ella. “El pueblo es también la fuente última del consenso político que dota de contenido material a aquellos conceptos fundamentales esencialmente evolutivos” (Bassa, 2008).
El rechazo a esta prolongación del elemento constituyente en el seno del orden constitucional es el que está en la base del rechazo de Luis Prieto a considerar como cambio de la Constitución aquellas interpretaciones de las disposiciones vigentes que responden a un trasfondo de prácticas sociales o políticas amplias y alteran las fronteras de lo que hasta entonces se consideraba la racionalidad aceptable. Pero no creo necesario sostener la prolongación del poder constituyente en el orden constitucional para aseverar que la Constitución no es un proyecto estático y homogéneo, sino un texto abierto y heterogéneo que cobra sentido en un proceso continuo de resignificación. Algo similar llega a afirmar el autor que sostiene que el pluralismo de valores de la Constitución “invita a construir cooperativamente (democrática y también judicialmente) un Derecho más líquido y fluido” (Prieto, 2016, p. 272).
Y esta tesis no la considero incompatible con un concepto más amplio de cambio constitucional que combine elementos formales e informales como vía de expresión y actuación de quienes no acceden efectivamente a condicionar por las vías formales de reforma el sentido de los derechos10. Los movimientos sociales, asociaciones civiles, opinión pública y, en general, espacios y redes de socialización desempeñan un papel fundamental en la articulación de una interpretación alternativa de preceptos constitucionales. Pero la dimensión institucional no desaparece en este planteamiento, puesto que el fin último de la movilización social es alguna transformación dentro de las propias instituciones (Anderson, 2013, p. 891). Ciertamente, por mucho que se refuerce el carácter democrático de las decisiones acerca del contenido y alcance de las normas de la constitución, no deja de ser una ficción injustificada sostener que suponen el ejercicio del poder constituyente. Pero ello no obsta para considerar que cierto respaldo y apertura social a la labor de dotar de significado a los principios constitucionales desde las instancias formales aumenta la legitimidad del cambio. Como afirma Seyla Benhabib, los derechos y libertades básicos son “reglas del juego que pueden ser cuestionadas dentro del mismo, pero sólo en la medida en que uno primero acepte respetarlas y formar parte de él” (Benhabib, 2006, p. 125).
Luis Prieto asimila la violación de la Constitución a estos cambios informales (que van más allá de lo que racionalmente cabe dentro del texto constitucional) porque aceptar los segundos como vía legítima de reforma supone asumir, como hace el constitucionalismo democrático, que en el marco del orden constitucional el pueblo retiene la facultad constituyente y sigue actuando mediante las vías de participación formales e informales, politizando el proceso de determinación del sentido de los preceptos constitucionales. Las vías del asociacionismo y los institutos de democracia directa constituyen formas para la generación y manifestación de opiniones y voluntades que eviten la inmunidad del Derecho a cualquier lógica política. Prieto, por el contrario, sostiene la vinculatoriedad jurídica de la Constitución como límite a cualquier forma de poder, incluido el poder de reforma constitucional, y expresión de la idea del Estado de Derecho. Considera que el principio democrático es un principio fundamental que entra en juego en la interpretación de la Constitución y de la ley y que supone el respeto a la libertad del legislador. Pero, como el resto de los principios, ha de poder conjugarse con los demás en el marco jurídico (2003, pp. 212-213). Interpreto que para Prieto las propias condiciones que aseguran la participación democrática y la distribución adecuada del poder son principios protegidos por la Constitución que, sin embargo, no resultan fácilmente deslindables de otros valores sustantivos. Sostendría, así, una tesis similar a la de Luigi Ferrajoli, para quien existe un nexo indisoluble entre la soberanía popular y las diversas categorías de derechos fundamentales (Ferrajoli, 2011, vol. 2, pp. 11-12).
En este planteamiento, el poder constituyente decae ante las vías constituidas para la creación de normas constitucionales. El cambio y adaptación de la Constitución se canaliza mediante lo establecido en ella. Quienes consideran que sigue siendo necesario apelar a la idea de poder constituyente quieren con ello subrayar la incapacidad de que las constituciones históricas reconozcan y acomoden toda pretensión de cambio en la ordenación de la sociedad. Rechazan el pretendido consenso constitucional como estadio evolutivo último capaz de servir indefinidamente, sin modificaciones rupturistas, de marco ético-jurídico para nuestras democracias (De Cabo, 2014; Pisarello, 2014).
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