Justo Gonzalez - Culto, cultura y cultivo

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Los capítulos que forman parte de este libro son el resultado de una serie de conferencias dictadas en la Cátedra John Ritchie por el doctor Justo L. González, a invitación del Instituto Bíblico de Lima. Se ocupa por tanto de ofrecer al lector reflexiones teológicas sobre la relación entre la fe y la cultura que ha sido siempre una de las cuestiones fundamentales de toda teoría y práctica misiológicas. Como dice el autor, cada vez que el mensaje del evangelio atraviesa una frontera, cada vez que echa raíces en una nueva población, cada vez que se predica en un nuevo idioma, la cuestión de la fe y la cultura vuelve a plantearse.
El desafío de la misión cristiana consiste, según el doctor González, en entender correcta y teológicamente que es eso de la cultura, qué lugar tiene en el plan de Dios, cómo funciona y cuál es la relación de la iglesia con la cultura, porque sólo de ese modo podremos entendernos a nosotros mismos y también nuestra misión. Los siete capítulos del libro abordan magistralmente temas fundamentales: la relación entre fe y cultura, cultura y creación, cultura y pecado, cultura y diversidad, cultura y evangelio, cultura y misión, y cultura y culto. Se trata, pues, de un libro muy útil y necesario para la vida y misión de la iglesia en América Latina.

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El caso de Calvino es interesantísimo. El gran teólogo de la tradición reformada era francés, francés de convicciones patrióticas, hasta escribió su famosa Institución de la religión cristiana tanto en latín como en francés, y se la dedicó al Rey de Francia. Su última versión, la de 1560, está en francés. El impacto de Calvino en Francia fue grande, al punto que hubo en el país guerras civiles en las que el tema de la religión fue central. Pero, con todo eso, a la postre Francia rechazó el calvinismo, al tiempo que Escocia, Holanda y algunas regiones de Suiza y Alemania lo adoptaron. A partir de entonces, rara vez se escucharía a aquel hijo de Francia, rechazado por los suyos y por su cultura, hablar en francés, mientras que serían millones quienes le leerían en holandés, inglés o alemán. ¿Sería que Calvino, como yo —y también como yo, sin quererlo, y en el caso de él, sin siquiera saberlo— se vio obligado a escoger entre ser francés y ser protestante? La pregunta no resultaba sólo inquietante, sino también desconcertante.

En resumen, hacia el final de mis estudios de seminario me encontraba en una serie de dilemas teológicos y culturales. Por un lado, no podía aceptar la tesis según la cual el protestantismo no tiene lugar en la cultura latinoamericana. Por el otro, los hechos mismos parecían probar lo contrario. Por un lado, quería ser genuina y cabalmente latinoamericano. Pero también era y quería ser evangélico, lo cual parecía estar irremisiblemente atado a una cultura foránea. Por un lado, Hoffet; por otro, Balmes. Por un lado la fe, indiscutiblemente evangélica; por otro la cultura, indiscutiblemente latina.

La tarea resultaba clara, pero el camino era escabroso y desconocido. Si Calvino no logró que su fe evangélica llegara a plasmarse en la cultura francesa, ¿habría esperanza de que nuestra fe, igualmente evangélica, se plasmara en nuestra cultura latinoamericana? ¿Cómo podríamos lograrlo? En cierto modo, esa ha sido una de mis principales preocupaciones teológicas por casi medio siglo, y por ello creo que es hora de que reflexionemos un poco más acerca del aparentemente trillado tema de las relaciones entre la fe y la cultura, aunque debo señalar por adelantado que la prueba de la compatibilidad entre nuestra cultura y nuestra fe no está tanto en cualquier teoría que podamos proponer aquí, como en el hecho mismo de que ya son decenas de millones los latinoamericanos que han abrazado la fe evangélica, y que le han dado a esa fe un sabor genuinamente latinoamericano.

En todo caso, cuando se me invitó a dictar la Cátedra Ritchie en el Instituto Bíblico de Lima —prestigiosa institución surgida de una de las primeras iglesias evangélicas en el Perú— me pareció que era una oportunidad ideal para discutir un poco más sistemáticamente el tema de fe y cultura; no con la presunción de decir algo nuevo, sino más bien como un intento de resumir algunas de mis reflexiones sobre este tema, e invitarnos a todos a pensar sobre él. Lo que es más, la ocasión me parece singularmente adecuada por cuanto con esta cátedra honramos a uno de aquellos pioneros que nos trajeron la fe evangélica, y que nos la trajeron arropada en culturas nórdicas. Cuando Ritchie llegó a tierras peruanas en 1906, para dedicar los 46 años que le quedaban de vida a la evangelización del continente, traía consigo no sólo la Biblia y el mensaje del Evangelio, sino también toda una herencia cultural que a través de los siglos había ido cuajando en Escocia. Puesto que durante buena parte de esos siglos Escocia se vio repetidamente supeditada a Inglaterra y su cultura, por largo tiempo ha habido en Escocia una profunda conciencia de los conflictos culturales, y de cómo una cultura dominante tiende a imponerse sobre las que le están supeditadas. Por ello Ritchie, al igual que otros de aquellos primeros misioneros escoceses, vino a nuestras tierras entendiendo claramente que era necesario que el Evangelio echase en esta parte del continente sus propias raíces y tomara su propia forma. Pero, con todo ello, el Evangelio que predicaron, las iglesias que fundaron, las tradiciones que nos legaron aquellos primeros misioneros, siempre dieron señales de sus orígenes escoceses.

Esto no ha de extrañarnos. La cuestión de la relación entre la fe y la cultura ha sido siempre uno de los temas fundamentales de toda teoría y práctica misiológicas. Cada vez que el mensaje del Evangelio atraviesa una frontera, cada vez que echa raíces en una nueva población, cada vez que se predica en un nuevo idioma, se plantea una vez más la cuestión de la fe y la cultura.

Por ello, es posible recontar toda la historia de la iglesia desde el punto de vista de esa cuestión: cómo se fue planteando y resolviendo a cada paso. En el Nuevo Testamento vemos cómo el cristianismo, nacido y formado dentro de una cultura judía, fue descubriendo —a veces en medio de enormes debates— cuánto de esa cultura se debía aceptar, y cuánto rechazar. Basta con leer las epístolas de Pablo para ver que uno de los principales temas de discusión en aquellos primeros tiempos fue precisamente qué hacer con los gentiles que se convertían al cristianismo. Es decir, ¿debía exigírseles que se hicieran judíos y que adoptasen todas las costumbres y prácticas judías? O ¿había un modo de ser cristiano y de declararse por tanto descendiente de Abraham sin hacerse judío?

Pronto el cristianismo comenzó a abrirse paso por el mundo grecorromano, y entonces la pregunta fue cómo debían ver los cristianos la cultura de ese mundo: ¿Debían rechazar todo lo que viniese de ella como producto del demonio y del error?, o sería posible ver en ella la mano y la acción de Dios? Sobre este caso particular volveremos más adelante.

Luego vinieron las invasiones germánicas, y buena parte del cristianismo se germanizó. Al llegar la Edad Moderna, volvieron a plantearse preguntas, dudas y debates acerca de la relación entre la cultura de esa edad y la fe de la iglesia, como hemos visto al comparar la reacción católica romana con la de los teólogos protestantes.

Con el advenimiento de los grandes tiempos misioneros —el siglo xvi para el catolicismo romano y el xix para el protestantismo— la cuestión volvió a plantearse. Cada vez que el cristianismo penetraba —o intentaba penetrar— una nueva cultura, había que preguntarse cuál debería ser su actitud ante ella. Es decir, ¿sería cuestión de destruir la vieja cultura para construir la nueva fe sobre sus escombros?, ¿sería cuestión de adaptar la predicación y la enseñanza a los modelos de la cultura receptora?, ¿sería cuestión de analizar esa cultura, dividiéndola en diversos elementos, para luego aceptar unos y rechazar otros? En resumen, la cuestión de fe y cultura es tema obligado para cualquier discusión misiológica.

Por otra parte, en tiempos más recientes, nuevas circunstancias le han añadido otra dimensión a esta cuestión. Se trata de la presencia de una gran variedad de religiones dentro de culturas que hasta hace poco podrían considerarse cristianas, o al menos contextos en los que la fe cristiana dominaba. En regiones tales como Europa occidental, los Estados Unidos, Australia y Nueva Zelandia, hay fuertes minorías musulmanas, budistas, hindúes, etc. Esto es más notable en los viejos centros coloniales, donde se ha producido un reflujo demográfico, de modo que existen fuertes contingentes de inmigrantes procedentes de las viejas colonias. Así, por ejemplo, en Inglaterra hay una numerosa comunidad procedente de la India, la mayoría de religión hindú, pero muchos musulmanes o seguidores de otras de las religiones tradicionales del subcontinente índico. De igual modo, aunque en menor grado, comienza a haber en todas las ciudades de la América Latina mezquitas, pagodas y templos de las más variadas religiones. Por todo ello, la cuestión de la relación entre la fe cristiana y la cultura cobra una nueva dimensión, pues no se trata ya tan sólo de cómo hemos de entender la relación entre la fe cristiana y las nuevas culturas donde se predica, sino también de cómo hemos de entender la relación entre esa fe y las viejas culturas que poco a poco se han amoldado a ella, pero donde se presentan ahora nuevas religiones que compiten con el cristianismo.

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