Daniel Bernabé - La distancia del presente

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""Este libro es mucho más que un viaje en el tiempo, una mera colección de hechos y cifras, de acontecimientos y personajes. Pretende ser un manual de supervivencia, un códice para entender cómo hemos llegado hasta aquí y por qué somos como somos. Y para eso tenemos que indagar en nuestro pasado más reciente, en ese momento donde todo pudo cambiar –y cambió, de hecho– pero poderosas fuerzas se conjuraron para que, si algo tenía que variar, lo hiciera dentro de un orden. Su orden."
Pocos periodos han sido tan convulsos en nuestra historia reciente como esta última década. Si volvemos la vista atrás, a aquel año 2009, en los inicios de una crisis económica que ya entonces se temía ruinosa, nos encontramos con un país en el que todo parecía estar atado y bien atado, con un bipartidismo incuestionable, una monarquía respetable y unas fuerzas sociales que apenas emergían de su sopor neoliberal. Diez años después, el panorama está irreconocible, el bipartidismo ha muerto –y ha resucitado–, la monarquía está en crisis continua y los movimientos sociales son una fuerza temible que irrumpe con asiduidad, la corrupción sigue siendo el pan nuestro de cada día y la economía es un dolor de cabeza que no desaparece. El Régimen del 78 aguanta a duras penas.
Entre medias, una década en la que las fuerzas políticas, en colisión permanente –entre sí, con la nueva política o con el desafío independentista–, han mutado y en la que la sociedad civil se ha consolidado como un interlocutor más. Un tiempo, en el que el país se ha asomado al borde del abismo en más de una ocasión, que necesitaba de un análisis crítico, pero también de un visionado costumbrista, de una revisión de ese sainete trágico que ha sido nuestro devenir colectivo en los últimos diez años.
Agárrense fuerte, que vienen muchas curvas."

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Los lectores más atentos notarán que los acontecimientos que transitan por estas páginas se producen siempre a pares. La razón de esta extraña dualidad no tiene que ver con la cábala ni lo esotérico, sino más bien con el propio periodo que se describe. Esta es una historia sobre un gran conflicto provocado por el capitalismo de principios de siglo XXI, un sistema económico rendido a la demencia neoliberal que empezó a mostrar los síntomas más aterradores tras llevar tres décadas devorándose a sí mismo y, por ende, a todas sus expresiones asociadas, desde el sistema político hasta los valores compartidos, la construcción de identidades y su aparato cultural. En este conflicto, los eventos se agolpan en un periodo muy breve de tiempo. Los eventos, es decir, la expresión concreta de las tensiones que se acumulan. Primero llega el aviso, a modo de novedad, de irrupción de lo sucedido por primera vez. Una primera vez donde los actores son incapaces de llegar a una síntesis entre contrarios, a una solución perdurable, donde la causa queda flotante, ya presente, pero irresuelta. A continuación, la onda sísmica provoca nuevos eventos que no son más que la copia del original bajo nuevos síntomas. El volcán del inicio, erupcionando por etapas; los analistas de aquel presente, atribuyendo a cada una de esas explosiones una personalidad propia. A tiempo pasado, con la distancia del presente, es cuando todo toma apariencia de relato, de continuidad, y no simplemente de hechos dispersos tan solo unidos en el tiempo.

Uno de estos acontecimientos a pares fue la reforma del artículo 135 de la Constitución. Si los recortes realizados por el Gobierno de Zapatero fueron el antagonista narrativo de la retirada de las tropas de Irak, el 135 fue la legalización constitucional del austericidio, la rendición de nuestra soberanía a eso llamado mercados, la expresión del dominio de la esfera de lo público por una economía basada en lo especulativo como principal divisa.

A finales de agosto de 2011, el viernes 26, los portavoces del PSOE, José Antonio Alonso, y del PP, Soraya Sáenz de Santamaría, registraron en el Congreso la proposición de reforma constitucional para consagrar legalmente el principio de estabilidad presupuestaria y la prioridad absoluta en el pago de los intereses de la deuda pública. Al siguiente viernes, 2 de septiembre, se votó en el hemiciclo la reforma del artículo 135, dando su aprobación el primer partido de la oposición, el PP, y el Gobierno, el PSOE, a excepción de su diputado Antonio Gutiérrez, el antiguo secretario general de Comisiones Obreras. «Lo que había resultado imposible durante siete años –poner de acuerdo a PSOE y PP en una reforma constitucional– se ventiló ayer en el Congreso, por sorpresa, y en diez minutos, los que tardó el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, en ofrecerla, y Mariano Rajoy, líder del PP, en aceptarla» [13].

CiU y PNV se abstuvieron. Coalición Canaria y UPyD votaron en contra. La pléyade del resto de partidos, encabezada por IU y ERC, se ausentaron de la votación. Aquel viernes de septiembre fue el día en el que lo que sucedió en 2010, la capacidad de los mercados de imponer su agenda económica a un Gobierno democráticamente elegido, se hizo ley a propuesta de ese propio Gobierno para intentar evitar la intervención de la Unión Europea sobre las cuentas de nuestro país.

La propia votación en sí misma ya fue un acontecimiento prácticamente inédito en nuestra democracia. Tan solo existía el precedente de 1992, cuando se modificó la carta magna para adaptarla a la capacidad de voto de los extranjeros comunitarios. Lo cierto es que durante décadas se habían puesto diferentes reformas encima de la mesa, como la de la sucesión real para permitir que el heredero sea el primer nacido, independientemente de que sea o no varón, en una especie de progresismo simbólico y de conjuración de los episodios carlistas del siglo XIX. La dificultad es que cualquier reforma que afecte a lo que se consideran los principios básicos o la estructura del Estado no requiere tan solo del procedimiento ordinario, la aprobación por una mayoría de tres quintos, sino del agravado que implica varios trámites parlamentarios, unas nuevas elecciones generales y una ratificación final en referéndum. Desconocemos si la ruptura del techo de cristal para las princesas primogénitas podría tener un impacto notable en la vida de los ciudadanos, sí que la reforma del artículo 135 liquidó el espíritu social de nuestra Constitución.

Las leyes, sobre todo las de mayor importancia, no son el producto tan solo de las intenciones de los hombres de Estado, como así narró la historia oficial nuestra Transición, sino el resultado de un complicado equilibrio de fuerzas entre actores con intereses discordantes. Así, artículos como el 128, «Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general», fueron la constatación sobre el papel de que a finales de los setenta la izquierda como expresión política del movimiento obrero tenía un peso del que en 2011 carecía. La reformulación del 135, de hecho, dejaba este y otros artículos como simple arqueología legal.

Además, en aquella votación se rompió también la mitología del consenso constitucional al dejar fuera a los nacionalistas, que aprovecharon para pedir la inclusión de una salida para la autodeterminación, y de la exigua izquierda. La explicación no entra dentro de la categoría moral, lo que se debe hacer, sino de la práctica, lo que se puede hacer, demostrando que quien ostenta el poder solo llega a acuerdos, comparte ese poder, cuando su capacidad de imponerlo está limitada por las circunstancias, a menudo sociales. En España, en 2011, asistimos a una inédita y numerosa movilización social, que sin embargo carecía de capacidad para ser un actor político. Las leyes regulan el poder, pero a la vez son la expresión del dominio del mismo.

Si esta votación se produjo el 26 de agosto, tres viernes antes, el día 5, Jean-Claude Trichet, el presidente del Banco Central Europeo, envía una carta estrictamente confidencial a Zapatero, también firmada por Miguel Ángel Fernández Ordoñez, gobernador del Banco de España. Tras salir la correspondencia a la luz a finales de 2014 pudimos enterarnos de que el BCE exigía al Gobierno sustituir la negociación colectiva por los acuerdos de empresa, abolir las cláusulas de ajuste de los sueldos a la inflación y rebajar las indemnizaciones por despido. Asimismo, también se asumía que el Gobierno debía tomar medidas respecto a las finanzas públicas, entre las que se encontraba lo que contenía la reforma del 135.

¿Qué implicó reformar el artículo 135? En primer lugar, que todas las administraciones públicas se tenían que adecuar al principio de estabilidad presupuestaria, y, en segundo lugar, que el pago de los intereses de la deuda tenía prioridad absoluta. Dicho así quizá suena hasta razonable, sobre todo si compramos el argumento de que la crisis fue debida a que «gastamos más de lo que teníamos».

Como vimos en el anterior capítulo, la crisis no fue de un recorrido único desde 2008, sino que tuvo su onda sísmica en 2010 en algo que ya no eran las consecuencias de un crecimiento económico basado en el crédito, como una forma del sector bancario de multiplicar sus ganancias, incluso a costa de poner en riesgo su propia supervivencia, sino que tuvo más que ver con los movimientos de los fondos especulativos y las agencias de calificación, cabezas de la misma hidra, para aprovechar la debilidad de los Estados periféricos europeos y así hacer un negocio de magnitud incalculable con la especulación contra la solvencia de su deuda pública.

La ortodoxia neoliberal, asumida por las autoridades europeas, explicaba este latrocinio a gran escala con la asunción de que cuanto mayor gasto tenían los Estados, mayor necesidad de financiación externa requerirían, obviando la fiscalidad y las propias políticas económicas expansivas, pero sobre todo la certeza de un Estado para devolver esa propia deuda. Así se justificaba que los análisis de las agencias de calificación no eran parte de la espiral del pánico que hundía el valor de esa deuda y disparaba el de sus intereses, sino una forma de medir lo confiable que era un país para pagar los intereses de su deuda soberana.

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