Leonardo Glikin - Pensar la herencia

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¿Se puede planificar una herencia?
¿Qué libertad nos otorga la ley para disponer de nuestros bienes?
¿Cómo hacer un testamento?
Por otra parte, ¿qué ocurre cuando se es un posible heredero? ¿Cómo dialogar con un ser querido sobre el destino de su herencia? ¿cómo protegerse de un fraude durante una sucesión?
"Desde el padre que se aferra a sus bienes para dominar a sus hijos peleados entre sí, al rico empresario que, ya enfermo, deposita su fortuna en una cuenta secreta que ninguno de sus hijos logra ubicar jamás – dice el Dr. Leonardo J. Glikin – he conocido muchas historias desgraciadas, a menudo debido a la mera imprevisión de sus protagonistas".
Escrito en un lenguaje claro y fácil, despojado en lo posible de términos legales, Pensar la Herencia aborda los aspectos patrimoniales y humanos de la denominada «planificación sucesoria». A través de fascinantes casos concretos, ofrece un gran panorama de ideas para que cada uno pueda planificar la seguridad de los suyos y la tranquilidad de su propio futuro.

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Por eso, en este capítulo va a enterarse de algunas nociones y principios básicos que le ayudarán a desmalezar el camino.

En primer lugar, porque en este tema —como en cualquier otra disciplina— hay un léxico fundamental sobre el cual conviene que nos pongamos de acuerdo para entender las páginas que siguen.

En segundo lugar, porque usted podrá aprovechar mejor cualquier consulta si cuenta con información correcta y fácil de entender; así, podrá seguir de cerca y con mejores fundamentos los razonamientos de quienes lo asesoren.

La vida y la muerte; la familia y el patrimonio

El hombre primitivo solo tomaba lo que necesitaba para subsistir. A medida que fue evolucionando, creó un sistema social y económico más complejo, basado en la acumulación de bienes. En efecto, los historiadores señalan el “excedente de producción” como el factor clave que condujo al surgimiento de las civilizaciones.

Pero la acumulación de patrimonio no se agota en las propias necesidades, sino que se extiende a las generaciones posteriores, a través de la “sucesión”.

La sucesión por causa de muerte se asoció con frecuencia a dos fenómenos: el carácter perdurable de la familia y la necesidad impuesta por el culto. El acto de suceder trae aparejada la idea del “recambio generacional”, a la cual, invariablemente, se asocian la conservación de la estirpe y las creencias religiosas.

La vida se transmite de padres a hijos. Y, en esta cultura, lo mismo ocurre con el patrimonio. Así como son los hijos los encargados de perpetuar la familia, las tradiciones y el apellido, también ellos serán quienes reciban los bienes materiales en herencia

La transmisión patrimonial y el orden de cada cultura

A lo largo de la historia, las sociedades fueron organizando de modo particular la forma en que debía producirse la transmisión patrimonial dentro de la familia. Por eso vemos que, en ciertas culturas, el hijo mayor es quien hereda la totalidad de los bienes de sus padres; en otras, son sólo los hijos varones. Y, en algunas, la herencia se reparte entre todos los hijos por igual.

Basta con examinar los sistemas sucesorios que se desarrollaron en el mundo para comprobar hasta qué punto reflejan el orden social de su época y condicionan la distribución de la propiedad.

Así, por ejemplo, en la Antigüedad existía, en la región indostánica, una forma de “propiedad familiar” según la cual, fallecidos los padres, el hijo mayor de buena conducta podía tomar para sí la herencia entera, y los demás podían vivir junto a él, que asumía la función paterna. Esto, claro, siempre y cuando todos los hermanos fuesen hijos de una misma mujer. Pues, de lo contrario, la mayor porción le era entregada al primogénito y, luego, en proporción decreciente, a los hijos restantes. Pero si los hijos eran descendientes de mujeres de distintas castas, el reparto se complicaba, ya que los mismos criterios que se aplicaban para el orden de primogenitura se empleaban para la jerarquía de castas: heredaba, entonces, la mayor parte el hijo de una brahmana; luego, seguía el de ksatriya; a continuación, el de vaishya y, por último, el de sudra.

Entre los hebreos, los varones excluían a las mujeres. No obstante, esto era menos rígido aún que lo que se vivía en Atenas, donde no solo los hermanos, sino incluso otros parientes varones, en su ausencia, desplazaban a las mujeres de toda posibilidad de heredar.

Una curiosidad: en Esparta, rigió la costumbre de hacer testamentos. Pero fue en Roma donde dicha institución se desarrolló vigorosamente.

Así como el individualismo marcó el auge del fenómeno testamentario en la Antigüedad, en los primeros siglos de la Edad Media se gestó un proceso inverso: nuevamente, la propiedad familiar reemplazó —por ejemplo, entre los germanos— al patrimonio individual, y fueron las consideraciones familiares las que determinaron la posibilidad de enajenación y transmisión de los bienes. Por entonces, la familia era la verdadera destinataria del Derecho, y la sola idea de testar —acto de disposición individual— contrariaba aquel principio.

Pero, por otro lado, también fue en la Edad Media cuando asomó en el horizonte otra idea singular: la de salvar el alma a través de aportes materiales, cuyo ejemplo más recordado ha sido el de las célebres indulgencias. El testamento pasó a ser reivindicado como una herramienta más con la que el hombre podía “efectivizar” su salvación a cambio de bienes materiales… y la gran beneficiaria fue la Iglesia.

En la Edad Moderna el panorama es distinto. Los pensadores de la época suman lo suyo para tratar de hallar fundamento a las instituciones hereditarias. Leibniz justifica el derecho de testar en la inmortalidad del alma. Hugo Grotio Jurista de los Países Bajos del siglo XVI lo incorpora como parte de su Derecho de Propiedad. Puffendorf otro jurista sajón, del siglo XVII destaca que la facultad de testar queda garantizada por el mismísimo “orden jurídico”, como manifestación de la paz social lograda por los hombres al abandonar la comunidad primitiva.

La Revolución Francesa, como en tantos otros órdenes de la vida, transformó las cosas de raíz. Por empezar, abolió el mayorazgo, figura muy conveniente para los hijos mayores, ya que en ellos recaía, en forma excluyente, el derecho a heredar. Y, no conforme con ello, suprimió el derecho de masculinidad, que limitaba a los hombres la posibilidad de recibir la herencia.

En fin, instauró un derecho hereditario basado en la igualdad formal: si había múltiples herederos, debía asegurarse a todos iguales porciones, sin que importase la edad, el sexo o cualquier otra consideración a la hora de distribuir el patrimonio de la herencia.

El socialismo marcó la tendencia contraria, como es de imaginar, ya que subrayó la noción de propiedad colectiva sobre la idea de la posesión familiar o sobre el derecho individualista a disponer de los bienes después de la muerte. De tal forma, en los países donde se instauraron sistemas de propiedad social o estatal se recortó en gran medida no solo la facultad de testar, sino también el derecho de transmitir por causa de muerte.

El léxico de las sucesiones

Amando de Miguel, un sociólogo del idioma, sostiene que una de las funciones del lenguaje es la de no entendernos.

Como uno ve cuando se repone de la sorpresa, es cierto que cuesta comunicarnos en medio de un mar enorme de palabras, cuyo significado, muchas veces, no coincide ni siquiera entre las dos personas que mantienen un diálogo.

Para que eso no ocurra —al menos en este libro—, le propongo que repasemos el léxico elemental de las sucesiones.

Pues bien, a la transmisión de patrimonio por causa de muerte se le llama sucesión. Y aquello que se transmite es la herencia. Desde el punto de vista técnico y jurídico, el que transmite su patrimonio se denomina causante, porque, en la óptica de los juristas, la sucesión comienza con la muerte.

El que recibe es, en principio, el heredero, pero, en algunos casos, es el legatario. En tanto el heredero es un sucesor universal (de créditos y deudas), el legatario es un sucesor particular, que solo recibe lo que está en el legado. Esto puede ser un bien determinado o una porción del total del acervo (patrimonio) sucesorio.

Hay una sola situación en que la ley se refiere al causante antes de su muerte, y es cuando alude al testador. Es decir, a aquella persona que redacta un testamento para reglar la transmisión de sus bienes.

A los testamentos también se los conoce como actos de última voluntad.

Quienes sobreviven al causante se denominan supérstites (por ejemplo, se habla del “cónyuge supérstite”).

Los herederos se diferencian entre legítimos (los que son llamados a suceder al causante, pero pueden ser desplazados a través de un testamento, de una donación o de un fideicomiso) y los herederos forzosos, que son los que forzosamente deben recibir una parte de la herencia, a la que se llama legítima hereditaria, La legítima hereditaria, es la porción mínima de patrimonio asegurada a los herederos forzosos, de la que no pueden ser privados ni aun cuando así lo deseara el causante, salvo en situaciones especiales, cuando hay debidas causas de exclusión.

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