Pablo R. Fernández Giudici - El Alcázar de San Jorge

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Siglo XVII. Un veterano de un tercio español destinado en Flandes, esquiva la muerte una y otra vez como si los cielos le tuvieran reservada una misión secreta.La frustración, el hartazgo y una revelación serán el inicio de un accidentado periplo que lo llevará hasta las lejanas costas del Río de la Plata. Una vez desembarcado en la Buenos Aires colonial, con la ayuda de un viejo amigo y confesor, dará forma a su aventura, plagada de misterios, señales y oscuras referencias ligadas a un pasado doloroso del que no logra huir.

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–No eres más que escoria –concluyó al fin su bravata aquel esbirro vestido de oficial y escupió sobre él antes de marcharse frustrado. El pequeño corro que se había formado a su alrededor, dentro de las lógicas limitaciones de la trinchera, se dispersaba lentamente y una vez más quedó sólo en compañía de sus cavilaciones. Hacía tiempo que la fortuna le era esquiva y las noches se hacían demasiado largas para un alma cansada como la de él. Nadie desafía a la muerte con tanto fervor, como aquel que ya nada tiene para perder. Alonso interpretó que sus días, estarían definitivamente signados por aquella derrota sangrienta e innecesaria. Una imprudencia que, a los ojos de sus hombres, era un error de principiantes que había costado demasiadas vidas. Casi todas, excepto la única que deseaba apagarse.

–De modo que así es como lo quieres, Señor –pensó para sí al borde del llanto por la rabia y la impotencia–. Pues que así sea.

Durante el resto del día, procuró hacer movimientos tranquilos, que no provocasen más alboroto que el que naturalmente ya tenían. Temía alguna acción de Diego y lo que al principio fue intuición rápido se convirtió en certeza tras ser increpado por aquel oficial. Debía largarse de ahí lo antes posible, aunque hubiese sido más fácil escapar del mismo infierno antes que desertar de las filas. Sus años batallando habían dejado en él mucho más que cicatrices; conocía los movimientos y podía convertirse en sombra antes de que nadie pudiese advertirlo. Pronto ideó la estrategia que lo sacaría de aquel lodazal. Pero antes tenía que resolver una pequeña cuestión pendiente. Un asunto, digamos, personal.

Sin que nadie lo notara demasiado, se procuró algunas raciones y un odre con agua. Un hombre sin demasiados pertrechos llamaba menos la atención, por lo que escogió un momento de tranquilidad para dejar su arcabuz a la vista de todos. El sol caía y la noche era un buen momento para arreglar cuentas con el pasado. Emprendió una rápida huida, con una noción de rumbo, pero sin la certeza de recorrer el camino correcto. Con el mismo espíritu valiente, y con idéntica cuota de irresponsabilidad, se adentró en el fango, sin saber a ciencia cierta si sus pasos lo llevarían al enemigo. Sin duda lo hicieron.

La noche era oscura pero el cielo, piadoso, entregaba de a ratos algunos destellos de luna para que el fugitivo fuese haciendo camino. Tras una fatigosa caminata que duró un buen espacio de tiempo, en medio de la penumbra y más silencioso que la misma muerte, llegó al emplazamiento donde Diego tenía su barraca. No os sorprenderá saber que Alonso fue en busca de su venganza, aunque quizás no como la están imaginando. Para hacerles más sencillas las molestias y conjeturas, tan solo diré que halló el modo de acercarse a la barraca, tomando a su paso todo lo que pudiera serle útil para la empresa. Escamoteó el morrión de un piquero, que pronto se puso sobre los cabellos desprolijos para disimular su aspecto; se cubrió con una manta oscura que robó de una tienda que por allí se erigía y algunas cosas más a las que buen uso iba a darle. En todo momento se preocupó por andar con la mirada baja y lejos del fulgor de los braseros, pues siempre había por allí alguien que pudiera reconocerle. La humedad se respiraba en el aire frío de la noche. De su boca, escapaba un hálito vaporoso, acelerado por la cercanía de su presa. Aguardó con impaciencia a que los movimientos de aquel campamento menguaran y se acercó con sigilo a la barraca de Diego. Había, cerca de la entrada, un par de centinelas que en verdad eran milicianos rasos, pero que tenían ordenes de dar la voz de alarma si eran atacados por sorpresa. La noche se volvía cerrada y las fatigas ya habían puesto a los oficiales en sus literas, de modo que debía obrar rápido si quería salir de allí a tiempo y con vida. Para su fortuna, los centinelas estaban más pendientes del fuego enemigo y de su propia conversación que de un posible ataque interno, por lo que no daban demasiada importancia a los soldados que de tanto en tanto por allí andaban.

Alonso aguardó el momento oportuno y, sin ser visto, se introdujo en silencio en la barraca. Allí dentro reinaba la oscuridad, aunque no era absoluta. Esperó sin hacer ruido a que sus ojos se acostumbraran a las sombras. Lentamente, delineo en su mente los difusos contornos de aquella modesta estancia. Permaneció durante minutos, como una fiera al acecho, en el más absoluto silencio, deseoso de abalanzase sobre su víctima. Cuando el momento fue el indicado, de un solo movimiento desenvainó y saltó sobre el incauto que, entre sueños no logró deducir lo que sucedía.

–Quédate quieto o eres hombre muerto –ordenó Alonso, mientras ponía su daga sobre el cuello de Diego–. Grita y será el último sonido que escuches.

–¿Quién es… qué quiere? No permitiré esta insolencia.

–No finjas que no me conoces, bellaco. Estoy seguro que entre sueños me estabas esperando. Las manos atrás y sin decir una palabra.

–Alonso… debí imaginarlo. Eres hombre muerto, maldito. ¡Eres hombre muerto!

Diego no pudo disimular la ira, pero para cuando pudo reaccionar, ya había sido maniatado con rudeza. Alonso no se fiaba, sabía que Diego, además de hombre de armas, era fuerte y no debía correr riesgos. Había tomado algunas cuerdas de aquí y allá, en su vagabundeo y no dudó en usar todas las que traía para completar su tarea. Pese a que casi no se veía nada, se las arregló para inmovilizar al prisionero de modo que no le resultara fácil escapar.

–¿Piensas que puedes matarme y salir de aquí sin que te den muerte? ¿Acaso tan confiado estás de tu poder celestial para suponer que escaparás del castigo de los hombres?

–Nadie dijo que voy a matarte. No vine a eso, no soy como tú.

–Pues no esperaba menos de un cobarde. No creo que sepas cómo hacerlo. Y si yo hubiese querido matarte ya lo hubiera hecho, no lo dudes.

–¿Pero en lugar de eso preferiste ensuciarme, verdad? ¿Decidiste sacarme lo único que le daba sentido a toda esta tontería? Rápido, tu espada y tu ropa, ¿dónde están?

–Búscalas tu mismo. No pienso hacerte sencillas las cosas.

–Tienes razón, no es tu estilo… déjame ver, aquí… No, aquí no están. Quizás más… Aquí. ¡Sí! Aquí está lo que estaba buscando.

Alonso estaba extraño, casi podría decirse que de buen humor. El roce con la muerte lo devolvía a su estado salvaje, ese que era movido por una irresponsabilidad que escapaba a toda noción conocida de prudencia. De pronto el tintineo de metales puso sobre alerta a Diego.

–¿Sabes que si te llevas la medalla te iré a buscar al mismo infierno para recuperarla, verdad? –increpó con violencia, pues Alonso se estaba metiendo con uno de los objetos más preciados del oficial.

–Cuanto lo siento. Pues ya es mío. Ven a por él al infierno, si es que te atreves.

–Me las pagarás, maldito. Piensas que saldrás de aquí vivo, pero tarde o temprano te prenderán. Una sola palabra mía y cien soldados estarán buscándote.

–Sabes que tengo eso resuelto.

–Ah.. ¿sí, listo? ¿Y cómo lo harás?

Diego obtuvo por respuesta un feroz puñetazo, que le dejó atontado. Al que le siguieron otros tres o cuatro, que le dejaron inconsciente y bastante malherido.

–Eso fue por los hombres que mataste inútilmente.

La matanza había sido tan inútil como la aclaración, pues Diego ya estaba inconsciente, y lo estaría por varias horas antes de despertarse dolorido, amordazado y maniatado con extrema firmeza.

Alonso no era un ladrón, pero sabía que tomando algunas cosas de Diego lo provocaría en forma mortal. En especial aquel tonto medallón con el que se pavoneaba entre sus hombres, mostrándose afectado y distinguido, como si de una condecoración se tratara. De sólo pensar la tirria que tendría el asaltado a la mañana siguiente, una sonrisa se dibujó en su rostro y por poco olvida las penas por las que todavía tendría que pasar para salir con vida de aquel infierno. Sin tiempo que perder, ajó algunas ropas e improvisó una mordaza. Puso algunos trapos en la boca de Diego y los sujetó con fuerza. Temía ahogarlo, pero la situación era realmente de vida o muerte. Ciertamente no era como Diego; deseaba golpearlo hasta verle sangrar, pues su ira se lo demandaba, pero sabía que aquello sería tan inútil como peligroso. Algo en su interior le impedía copiar la ruindad. Aunque, de inmediato, recordó los cuerpos inertes en el campo de batalla, tontamente sacrificados, y de ese modo intentó conformar a su malherida conciencia.

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