Pablo R. Fernández Giudici - El Alcázar de San Jorge

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Siglo XVII. Un veterano de un tercio español destinado en Flandes, esquiva la muerte una y otra vez como si los cielos le tuvieran reservada una misión secreta.La frustración, el hartazgo y una revelación serán el inicio de un accidentado periplo que lo llevará hasta las lejanas costas del Río de la Plata. Una vez desembarcado en la Buenos Aires colonial, con la ayuda de un viejo amigo y confesor, dará forma a su aventura, plagada de misterios, señales y oscuras referencias ligadas a un pasado doloroso del que no logra huir.

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Miró con una renovada y aterradora intensidad al incauto y dando dos pasos cortos, avanzó hacia él desenfundando su acero. Colocó el filo de su espada en el pecho del pobre hombre y permaneció inmóvil durante unos segundos. Los que allí estaban observaban perplejos la escena, sabiendo que Alonso era un hombre incapaz de lastimar a uno de los suyos, pero cuyo temperamento le había jugado malas pasadas en otros tiempos.

Deslizó el metal pecho arriba del insolente que, petrificado, lo miraba suplicante con ambas manos separadas del cuerpo. Hurgó con la punta del acero entre los harapos y desanudó algunos jirones de tela hasta hallar lo que buscaba. Alzó al fin, a punta de espada, una cadena de la que pendía una cruz y lanzando una mirada pícara al resto soltó con gracia:

–Parece que el buen Señor no sólo a mí me acompaña y protege en mis locuras.

Apartó su arma del pobre diablo y no terminó de hacer una graciosa reverencia que ya todos los allí reunidos estallaron en una risotada grosera y distendida. La propia víctima, sin tener claro si reír o echarse a correr, soltó una risotada nerviosa que puso al descubierto su sonrisa maltrecha. Una vez más lo había conseguido. Era Alonso un caballero enigmático con una particular gracia para ganarse a los hombres, a tal punto que ante una tibia vacilación, era cuestión de minutos para convencerlos de que las viejas dudas eran una afrenta a su persona.

Pero no todos caían en las redes de su natural simpatía y desparpajo. Había quienes pensaban que era un simple bufón, valiente eso sí, pero no más que un individuo triste a quien no se debía tomar con demasiada seriedad. Otros en cambio, escépticos, hastiados de la guerra y sus decesos, lo consideraban un futuro cadáver, con la enorme fortuna de contar con otro día más a su favor. Sin embargo habían, los menos, quienes lo consideraban un individuo indisciplinado y peligroso. Entre ellos, Diego, oficial a cargo del tercio quien en el pasado supo tener un fuerte entredicho con Alonso. Se trataba de un hombre recio y de modos confusos, algo exagerado en sus afectaciones palaciegas cuando de superiores se trataba, pero de pésimo trato con subordinados y gentes a las que consideraba inferiores. Era el tipo de persona, si es que el término le cabe, para quien la guerra le representaba lo que al alquimista su laboratorio, en el cual desgrana paciente y sistemáticamente su oscura ciencia con el sólo fin de llegar a su propósito. Como muchos, estaba convencido de que el terror era el mejor pergamino y no dudaba en desplegar una inmisericorde crueldad cuando lo consideraba propicio. Era, en resumen, un individuo ruin y de pocos escrúpulos, cuya ambición lo había llevado a cometer infinidad de injusticias, con una profunda contradicción en su espíritu: el mismo hombre que trataba a sus tropas como bestias, pretendía que le vieran como su redentor y admiraran su valía en combate. Claro está, era un personaje bastante odiado y sus hombres, además del debido temor y respeto que le proferían por rango y linaje, no dudaban en despreciarlo en silencio por su condición de rufián vestido de honores.

La creciente fama de Alonso no tardó en llegar a los oídos de Diego, que inflamado por viejos rencores, veía cómo su enemigo interno crecía en nombre y aprecio entre los hombres. Una profunda y penosa envidia se apoderó de este personaje triste y fueron muchas las ocasiones en las que por rango y situación, tuvo la oportunidad de encomendar, siempre por terceros, misiones de altísimo riesgo para los hombres que capitaneaba Alonso.

Decía antes que algún episodio de indisciplina había perjudicado en el pasado a Alonso y justamente esa era una de las cuestiones de las que más se valía Diego para denostarlo. Si fuese por servicio y méritos, Alonso habría pasado holgadamente el rango y los honores de Diego, pero el destino y su personalidad indómita quisieron que cometiera errores y esos errores lo fueron relegando a una posición desventajosa a pesar de su valor y coraje. Poco se sabía de él en verdad, pues en lo que a asuntos personales se refiere era un hombre más afecto a hablar del presente que del pasado y, como en la guerra no existe más momento que el instante en el que se vive, rehuía a toda pregunta que lo obligara a mirar hacia atrás. Lo poco que de él se conocía es que había servido muchos años a la corona con lealtad, que de tanto en tanto volvía a España y que sus convicciones eran firmes aunque algo confusas para quien intentara descifrarlo. Para decirlo de un modo simple, poco le importaban las gestas imperiales o las órdenes que provenían de la península. Su pasión en batalla era movida por secretos intereses que nada tenían que ver con las causas patrióticas, pero que se encargaba de disimular con habilidad. Es decir, quitando todo tinte amable, sencillamente hacía lo que tenía que hacer. Pero para quienes pudimos conocerle de cerca, era evidente que ese brillo en la mirada escondía razones más profundas y complejas que la absurda sed de sangre enemiga.

Ocurrió entonces que, distendida la tropa por el pequeño espectáculo montado, se valió Alonso del ánimo nuevo y repasó el plan. Las trincheras no eran un lugar cómodo ni acogedor, pero por estas incomprensibles miserias de la guerra, los hombres ya se sentían en su segundo hogar, a resguardo de las mortales garras enemigas. Agrupadas unas doce o quince almas a su alrededor, y con renovado compromiso, le vieron trazar de nuevo con torpes garabatos el plan que había urdido en silencio.

Los hombres le miraban con una mezcla de admiración, respeto e incipiente desconfianza, su osadía no les caía en gracia y, aunque no podían dejar de valorar la audacia, sabían que les iba el pellejo en cada nueva misión.

Acordadas las ubicaciones, con objetivos y órdenes claras, fijaron su meta en las trincheras enemigas, que no distaban mucho de ellos. Una tenue bruma envolvía aquella posición, de zonas bajas y cuantiosos riachos y cauces de agua. No era un territorio fácil, algo que ya tenía bien prevenidos a los españoles.

No muy lejos de allí, alguien que se hacía llamar patriota, ansiaba un funesto desenlace para los de su misma sangre y bandera, sólo propicio a los mezquinos intereses de un odio personal y antiguo.

–¡Cabo! –bramó Diego desde una posición más amparada.

–Ordene mi capitán.

–¿Novedades?

–Los hombres se aprestan para la misión, tal como usted lo ordenó.

–Bien. Retírese –fingió desinterés pero pronto, ante la ausencia del subordinado pensó en voz alta– A ver si al fin me libro de este necio de una buena vez.

Rumiando su inquina, permaneció con los ojos puestos en los mapas, pero sin siquiera advertir sus líneas; tan sólo estaba perdido en sus cavilaciones a la espera de la buena nueva que le hablara de muerte. Más precisamente de la muerte de Alonso.

La bruma proveniente del mar cercano tardaba en disiparse, aunque no tardó demasiado en ofrecer muestras de debilidad, por lo que Alonso, atento a la efímera ventaja, dio la orden de que los hombres comenzaran a ocupar sus posiciones. Las bajas temperaturas y la humedad eran habituales en aquellos parajes. Pronto habían aprendido a convivir con ellas al punto de casi hacerlas costumbre, aunque no tardaban en volver a la memoria y al cuerpo a la hora de movilizar pertrechos y toscas escaleras. El aroma nauseabundo de las aguas estancadas y los resabios de humo se entremezclaban y lo ocupaban todo. La densa niebla aguaba los colores y los hacía tenues, difusos; como si ya el mundo no fuese lo suficientemente gris, aquel fantasmagórico humor lo envolvía todo con su hálito de muerte. Susurros, el canto lejano de un ave, algunas voces tenues aquí y otras remotas allá, todo era un mismo sonido, crisol de todos los otros y verdugo de un silencio que comenzaba a percibirse como perturbador. Los gestos nerviosos, los roces de la madera con el metal, las miradas atentas con gesto de enajenación y odio estudiado, todo era parte del harto conocido ritual que antecedía al espanto. El latir de los corazones ajenos era casi perceptible, en ese juego de sentidos que provoca la angustia. Las ropas holgadas, preparadas para movimientos rápidos, las hojas desenvainadas sedientas de sangre, las palabras para el apóstol infaltables antes de la batalla, la soga ardiendo, los pendones, las suelas embarradas, las banderas y la boca reseca por la espera y el miedo. Todo era empujado a un abismo cuya sima no era más que la del ansiado estruendo de la batalla. Nadie la deseaba, pero era el único modo de que la angustiosa vigilia tocara su fin. De pronto, el sonido seco y potente de un arcabuz, dio inicio a la barbarie.

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