Leonardo Valencia - El síndrome de Falcón

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Lo que en un principio fue una imagen ecuatoriana fijada en mi retina –la de Falcón cargando a Gallegos Lara- no se debilitó con el tiempo. Todo lo contrario. De hecho, es una imagen viajera que pasó de la realidad histórica a la novela de Jorge Enrique Adoum, Entre Marx y una mujer desnuda, luego a la película homónima de Camilo Luzuriaga y de allí saltó a mi ensayo.El pensamiento que planteaba no era una discusión de historiografía literaria, ni tampoco una categoría académica o teórica obsesivamente reincidente en la construcción o afianzamiento nacional, sino un ensayo libre a partir de una imagen plástica –o un imago, como decía José Lezama Lima- que respondía a mi inquietud de escritor en defensa de la imaginación por encima de cualquier uso instrumental, sea explícito o velado. Sobre todo, la autocensura, especie de vigilia autoimpuesta que se calla, pero grita en el resultado de la obra.Me refiero a ese temor secreto de que, como escritor, no se está cumpliendo con una «responsabilidad» social y nacional, o con la prole a escala de los cien mil activismos políticamente correctos sobre todo cuando son alérgicos a la libertad estética, en vez de preocuparse por escribir de una forma rebelde frente a la mano feroz del control nacional y de la pretensión de dominio del yo sobre la materia del arte. Este síndrome me permite entender que lo encuentre replicado en otras geografías y culturas a su manera, con otros pesos y autocensura representacionales…

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El tratamiento estético que el ensayo le da a su objeto como alternativa al enfoque totalizante de la filosofía como ciencia motiva el desplazamiento implícito en la noción de ‘ensayismo filosófico’ de la filosofía a la filosofía del arte (una filosofía que se ocupa de la representación, una ‘estética’), de la filosofía del arte al arte o crítica literaria, y finalmente al arte o crítica literaria como arte y literatura (p. 55).

Es decir, las interpretaciones inamovibles exponen el poder del ensayo para agobiar las emociones e influenciar varias perspectivas. Por similares razones, en su Panorama del ensayo en el Ecuador (2017) Rodrigo Pesántez Rodas afirma que Valencia es uno de los escritores contemporáneos que “más ha logrado esencializar la palabra, dentro de sus diversas connotaciones anímicas y creativas en escenarios de multiplicidades genéricas” (p. 170), matizando diplomáticamente que “Su visión por sistematizar tiempos y espacios consistentes, lo ha llevado a la necesidad de entablar un diálogo frontal con la tradición literaria nacional, partiendo de alguna o algunas obras que pueden o pudieran considerarse como referentes” (p.170). Necesariamente somero, el crítico ecuatoriano concluye que “Su ensayo El síndrome de Falcón, 2008, es un encuentro con la palabra enriquecida de aleros percepcionales en temas y autores, tiempos y espacios, estilos y desaciertos” (p.170), y como insiste Varas, son llamadas al diálogo. Tampoco se puede negar el significado histórico de su libro, porque ahora Valencia no es una vox clamantis in deserto, y no se puede desestimar su obra sin echar por la borda una lógica fundamental del ensayo: una secuencia de desgloses que sacuden, autorizados a un rango especial debido a su originalidad, y ahora a su influencia.

Si se tira del hilo que intuye Pesántez Rodas se llega a otro factor determinante para entender El síndrome de Falcón: el ensayismo en sí y como práctica activista. Se debe notar además que desde su tercera vía el tomo que nos reúne se alinea con un espíritu occidental, porque después de De Obaldia (a cuyas nociones me refiero a través de este prólogo), y con base en autores de una tradición anglófona mundialmente conocida, Dillon se refiere al ensayismo (pp. 20-22). A diferencia de De Obaldia, Langlet (a quien se le debe el mejor recorrido histórico y teórico de estos años sobre el género) y Valencia, Dillons también se concentra más en los sentimientos personales que en la forma, según él una mejor manera de entender la mejor no ficción anglófona del siglo pasado. Para ese aspecto, en “El arrepentirse”, recordando que habla de los retratos que pinta (tema no desconocido para el ecuatoriano, como se verá), Montaigne describe la existencia como sigue:

El mundo no es más que un perpetuo vaivén. Todo se mueve sin descanso—la tierra, las peñas del Cáucaso, las pirámides de Egipto—por el movimiento general y por el propio. La constancia misma no es otra cosa que un movimiento más lánguido. No puedo fijar mi objeto. Anda confuso y vacilante debido a una embriaguez natural. Lo atrapo en este momento, tal y como es en el instante en el que me ocupo de él. No pinto el ser; pinto el tránsito, no el tránsito de una edad a otra […] Esto es un registro de acontecimientos diversos y mudables, y de imaginaciones indecisas y, en algún caso, contrarias (pp. 1201-1202).

Dillon sigue esas pautas del siglo dieciséis, porque para él el ensayismo “No es meramente la práctica de la forma, sino una actitud hacia la forma—hacia su espíritu de aventura y su naturaleza inacabada—y hacia mucho más” (p. 20). De acuerdo. También propone que hoy el ensayismo es tentativo e hipotético, un hábito de pensar, escribir y vivir, “pero con límites” (pp. 21-22); combinación que le atrae porque provee la sensación de un género “suspendido entre sus impulsos hacia el azar o la aventura y una forma lograda, de integridad estética” (p. 21). No importa cuál prosa no ficticia de Valencia se consulte, se confirmará que esas nociones de Dillon serían descubrir la pólvora para él, un practicante de mayor experiencia vital que la que muestra Dillon, por no decir nada de la política que rodea al ecuatoriano. En ese sentido este sabe que los ensayistas deben ser reconocibles, mientras Dillon cree que deben ser personales y confesionales. Valencia siempre es fiel a un dictado de un intérprete hispanoamericano clásico del género, Martín Cerda, quien al hablar del pensar/despensar y la constante discusión de ideas en la práctica (en el sentido que comporta utilidad o produce provecho), asevera:

Desde Montaigne hasta hoy, en efecto, el ensayista descubre en cada orden de cosas (vida propia, organización familiar, sistema laboral, estructura social) no una ‘armonía’, un cuerpo orgánico, sino más bien, una pluralidad de conflictos, desequilibrios y contradicciones. Este descubrimiento, usualmente doloroso, lo obliga a preguntarse irremediablemente por la ‘razón’ de cada uno de ellos y, por ende, a enfrentarse con ese otro ‘orden’ de ideas, valores y opiniones—ordo idearum—que los instituye, justifica o enmascara (pp. 40-41).

En su lectura de Montaigne —que creía que sus ensayos eran inútiles “en un siglo muy depravado”— Ordine sostiene que “la conciencia de su inutilidad […] puede convivir muy bien con su convicción de que ‘en la naturaleza nada es inútil’, ‘ni siquiera la inutilidad misma’” (p. 54). Visto así, y él mismo sería el primero en fijar su modestia y ambición, Valencia es un anatomista de nuestros desórdenes literarios, condición en la cual las distracciones, hoy más diseñadas y manipuladas que nunca, exprimen nuestra atención por motivos de lucro (Montaigne decía “nunca por la ganancia”), permitiendo, como señalaba Walter Benjamin, que se pierdan las esquirlas del pasado, las historias contestatarias que no pierden su utilidad. Naturalmente, preguntar para qué sirven las cosas es una ansiedad que sigue hasta este siglo.7

¿Redefinición de la no ficción?

La redefinición proviene primero de la idea que los autores tienen hoy de la prosa. Los teóricos y críticos del siglo veinte trataron de definir la “no ficción”, pero no hay evidencia de que sus postulados hayan pasado al manual de los usuarios, o superado las luchas seculares sobre la prosa en el siglo actual, y Valencia y sus coetáneos lo saben. Un recorrido somero muestra algunas conexiones que se ha ido armando. Formalistas rusos como Víktor Shklovski y Boris Tomashevski, con base en distinciones que veían en la prosa un empleo no artístico, se explayaron respectivamente sobre la correlación entre composición y estilo, y el ritmo que proviene de la estructura formal. Para estructuralistas y semióticos tardíos como Lotman y Bajtín, la prosa tiende a combinar, pero sólo la novela puede presentar cabalmente la complejidad de imágenes dialógicas. Más próximo a este siglo, en un panfleto idílico (porque las breves y numerosas ideas que provee tienen el mismo tono), en Idea della prosa (1985), Giorgio Agamben postula que una “prosa” nueva es un pensamiento que busca una forma nueva, y para establecer sus bases recurre a “formas simples” como el aforismo y la fábula, con el fin de comprobar que el problema del pensamiento es un problema poético que quiere hacer viva una experiencia. Pero ésta, a la larga, se ha circunscrito a críticos varones, así que se vuelve a la personalización que he discutido, y valdría indagar en qué piensan De Obaldia y Langlet.

La prosa no ficticia de los pares mencionados de Valencia (y valdría cotejar qué ensayos similares a El síndrome de Falcón se publicó en 2008) es generalmente superior en su alcance, no una profesión “patriarcal” que se convirtió en profesión enteramente por lo que decía de sí misma. No se necesita un título, licencia, credencial o género sexual para escribir este tipo de prosa, sólo talento y cierta experiencia. Si la necesidad de definir y mantener una identidad profesional es fuerte entre los profesores universitarios, no es un eje o compás en el caso de esos narradores-ensayistas, aun cuando revelen la naturaleza del ser humano o propongan una tabla de salvación. Tampoco cabe duda de que las opiniones que se tiene de ellos revelan la persistencia de ciertos paradigmas coyunturales asociados a su época, junto a una falta casi natural de auto-especulación modesta, no exenta de reciclaje de parte de algunos de ellos o ellas. Ese auto-concepto está coadyuvado por un oximorónico “entusiasmo cauteloso” de sus escasos críticos especializados. Esa aclamación puede ser secundada por espaldarazos de los mismos autores, en entrevistas, libros, revistas y sondeos respecto a qué pasará con ellos, condición exacerbada por notables prejuicios y una considerable falta de información o perspectiva al evaluarlos. La misma inexactitud se da cuando escriben acerca de sus “maestros” o los de otros, como testimonia el número “La novela de los novelistas” de Anales de literatura hispanoamericana 37 (2008), armado con aportaciones vergonzosamente elementales y reiterativas.

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