Abelardo Oquendo - la crítica literaria como creación

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Inmersa y dispersa a lo largo de más cincuenta años en columnas periodísticas, suplementos de cultura y revistas académicas, concebida en forma de prólogos, conferencias, homenajes, respuestas a debates y encuestas, una parte significativa de la producción crítica de Abelardo Oquendo (1930-2018), aquella vinculada exclusivamente a la literatura, aparece por primera vez reunida en Abelardo Oquendo: la crítica literaria como creación. Quien lea estos textos constatará rápidamente la voz de un crítico exigente y agudo, sensible y dispuesto a reconocer méritos y aciertos, así como deslices y omisiones, pues si hay algo que distinga mejor el oficio de Oquendo es el sentido de equilibrio que arrojan sus juicios, siempre resultado de una argumentación clara y efectiva, exhaustiva y profunda. Sin embargo, a pesar de ello —y diríase más bien «con» ello—, la crítica de Oquendo está siempre a disposición del lector promedio, de aquel o aquella que se acerca a la literatura con un auténtico y vivo interés. En ese sentido, la suya estimula y reanima el interés por la lectura, tarea a la que, finalmente, se debe todo crítico.
Alejandro Susti (editor) es doctor en Literaturas Hispánicas por la Universidad Johns Hopkins. Actualmente, es docente en la Universidad de Lima y en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Ha publicado los poemarios Corte de amarras (2001), Casa de citas (2004), Cadáveres (2009), Escombros de los días (2011), El río imaginado (2012, Copé de Plata), Bajo la mancha azul del cielo (2018, Copé de Bronce) y obtenido el Premio Internacional de Poesía «Rubén Darío» 2020 con Un reloj derramado en el desierto. Asimismo, es autor de los libros de narraciones Staccatos (2014), Aspavientos (2016) y La otra orilla (2019, Premio José Watanabe). Como investigador, ha publicado recientemente Todo esto es mi país. La obra de Sebastián Salazar Bondy (2018), y, en calidad de coautor, Del otro lado del espejo. La narrativa fantástica peruana (2016) y Extrañas criaturas. Antología del microrrelato peruano moderno (2018). Es editor de la obra de Sebastián Salazar Bondy, de la cual ha publicado La luz tras la memoria (2014), Lima la horrible (2014) y La ciudad como utopía (2016). En su carrera como músico y compositor ha editado siete discos.

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No era en absoluto peleón, pero sí valiente y decidido, y participó en varias polémicas importantes, con una actitud educada y una prosa respetuosa que son insólitas y ejemplares en ese género local. Asumía esos cambios de palabras como obligaciones de un hombre de bien que no puede pasar por alto un agravio, directo o implícito. También participaba en comunicados cívicos, y obviamente era él a quien se le pedía redactar. Fue jefe de las páginas de opinión en varios periódicos (recuerdo Expreso, La Crónica, El Sol) donde era necesario aportar textos sin firma con la opinión del diario. Quizás todo ese trabajo periodístico le quitó las ganas de escribir a partir de un momento. Como acaso le sucedió a Loayza por su trabajo de traductor. Parafraseando un título de Cesare Pavese, escribir cansa.

La compañía de Abelardo

Alonso Cueto

Creo que lo conocí y lo reconocí muchas veces. Estando con él descubría siempre aspectos de su personalidad que me asombraban y admiraban. Nunca dejaba de aprender y hasta ahora repito algunas de sus frases. Una de ellas es que un creador debe permitirse tiempos de silencio y de descanso para ir descubriendo nuevas vetas en uno mismo.

Quizá la primera vez que lo vi fue en un antiguo diario donde él trabajaba. Recuerdo verlo salir de una oficina con unos papeles en la mano. Me presenté con él y creo que, desde entonces, hace ya de esto más de cuarenta años, nunca dejé de verlo con frecuencia. Llevaba con toda naturalidad sus calladas pasiones. Su erudición, su gusto, su criterio y también ironía, y su serenidad, se mantuvieron hasta el final. En la clínica, donde fui a visitarlo dos o tres veces, seguía contando anécdotas y haciendo comentarios con la entereza del humor. A lo largo de los años, sus conversaciones siempre fueron memorables por sus ideas sobre los libros, sobre la política pero también por las anécdotas y los personajes. Recordaba el día en el que acompañó a un grupo de poetas en el asalto al antiguo local de la Asociación Nacional de Escritores y Artistas, que llenaron de papel higiénico. Una de sus historias preferidas era la de un grupo de poetas que había formado un movimiento surrealista en Lima y que pedía como examen de ingreso que el postulante declarara que era un floripondio, con una flor delante (el examen tenía lugar en la Plaza San Martín pues arrancaban una de las flores de allí). Hablaba con pasión de sus escritores preferidos, entre los que estaban Borges y Robert Walser cuyo Jakob von Gunten era uno de sus libros preferidos.

Escribió muy poco pero algunas de las maravillosas piezas que escribió todavía resuenan en la memoria. Tuvo columnas magníficas en La República durante varios años. Recuerdo bien haber leído en voz alta su maravilloso prólogo a El avaro de Luis Loayza que publicó el INC en un tiempo perdido. Algunos recordarán su antología de narradores en Alianza Editorial y su Manual de puntuación y acentuación. Fue el gran asistente que tuvo Emilio Adolfo Westphalen en Amaru en los años sesenta. Colaboró en la edición de la obra de César Vallejo con su viuda Georgette. Pero su verdadera obra fue Hueso húmero. Junto a Mirko Lauer escogió los textos, organizó los números y, de vez en cuando, escribió en la revista cultural más importante de los últimos tiempos.

Enfrentado a su propio fin, plenamente consciente de todo lo que le pasaba. Me dijo pocas semanas antes de morir (estábamos en una cafetería cerca de su casa), que le quedaba poco tiempo. No había ninguna señal de lástima ni sentimentalismo en su voz. Rodeado de su esposa Pupi, de su hija Claudia, y de sus hijos Sergio, Patricia y Abelardo, creo que tuvo una vida plena.

Fue un habitante de Lima, por sus conversaciones. Mantuvo un culto a la amistad y a la inteligencia, lo que no siempre resulta fácil. Educado en los principios de la cortesía limeña, sin embargo, nunca se calló lo que pensaba, sobre todo si tenía que ver con su valoración de un libro. Como todo lector, sabía que la experiencia de leer era sagrada y que debía decirle a un autor lo que pensaba de su obra, por más amigo que fuera. Nos ha dejado un legado que es el de la lealtad, la autenticidad, como formas de la amistad. Creo que pensaba que el humor era la mejor forma de la lectura y la crítica. Alguna vez me contó que había participado en una antología de los peores poemas peruanos. Cuando se había encontrado con uno de ellos, había dicho: «Este ni como malo es bueno».

Escribo estas líneas con pena y nostalgia, cuando vienen muchas imágenes y voces suyas juntas. Conociéndolo creo que no hubiera aprobado que se escribiera sobre él. Siempre quiso ocultarse en una zona de rigor.

Toda vida es única y singular pero las de las personas queridas y admiradas parecen más especiales que las de otros. Creo que su forma suprema del placer era la lectura pero cuando la vista le fue fallando se dedicó con pasión a la música y descubrió compositoras modernas como Sofía Gubaidulina. A propósito de su muerte, Peter Elmore me escribió un mensaje: «En este momento las palabras fallan y sin embargo es lo único que uno tiene». Es lo único que tenemos y es los que nos deja Abelardo Oquendo. Palabras, gestos, imágenes. Una manera de leer el mundo aspirando solo a lo mejor. Qué ejemplo y cuántas lecciones para todos nosotros, que nos quedamos de pronto sin él.

El don de la palabra

Peter Elmore

La lectura era para Abelardo Oquendo una de las formas más plenas de la conversación: encuentro e intercambio que exige una disposición abierta a la palabra del otro, pero que además reclama en uno la voluntad de responder sin prejuicios ni falsa cortesía. Quienes gozamos el privilegio de su amistad, sabemos que le prestaba atención e interés a obras, ideas y personas por sus propios méritos y no por el prestigio o poder del que gozaban. Esa lección es perdurable y revela hasta qué punto la tarea intelectual de Abelardo tenía un fundamento a la vez ético y estético.

Conocí en persona a Abelardo —había leído ya Vuelta a la otra margen, la antología de poetas peruanos que preparó con Mirko Lauer, y Narrativa peruana 1950-1970— en 1979, cuando yo estudiaba literatura en la Católica. Él dirigió un taller en el que, me doy cuenta, aprendí que la crítica es (o, mejor dicho, debe ser) un ejercicio creativo del criterio y un modo de dialogar no solo con las obras individuales, sino con esa vasta sociedad de textos y comentarios que es la tradición literaria. Paul Valéry imaginó alguna vez una historia de la literatura compuesta solo por libros y que prescindiera del nombre de los autores. A Borges la idea le pareció buena, y Abelardo la suscribió también a su manera, o al menos eso creí entender entonces cuando tuvimos la primera sesión del taller. Nos dio a leer varios poemas que estaban transcritos con cuidado, pero en los que faltaba el nombre del poeta. Esa omisión no era un homenaje a los pronunciamientos estructuralistas y posestructuralistas sobre «a muerte del autor», sino una invitación a leer los poemas sin la ayuda (o el estorbo) de lo que sabíamos sobre la biografía o la fama de los poetas. Recuerdo bien la clara lucidez y la verdadera pasión con la que nos hizo notar la calidad y las virtudes tanto de un soneto renacentista como de un poema posvanguardista. Solo después supimos que Garcilaso de la Vega y Blanca Varela habían sido quienes, en siglos distintos y con sensibilidades muy diferentes, formaron con la materia prima del lenguaje algo que no tenía un valor de uso o cambio, sino que era —de un modo profundo y genuino— valioso. Tan valioso, de hecho, que se hacía necesario compartirlo con otros. Con su propio ejemplo enseñaba Abelardo que la experiencia de la poesía es intensamente subjetiva, pero no arbitraria ni azarosa. De ahí que no desdeñara la comprensión de los procesos históricos ni el aprendizaje del análisis de textos, aunque sin duda nada de eso sirve si no existe entre el lector y el texto esa comunicación intensa que involucra tanto a la inteligencia como a la imaginación y los sentidos. Lo que Abelardo Oquendo compartía era no solo un modo de leer, sino una ética de la lectura.

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