Carlos Bernatek - El hombre de cristal

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Con '
El hombre de cristal' finaliza la '
Trilogía de Santa Fe', el ciclo de novelas que Carlos Bernatek iniciara con '
La noche litoral' y prosiguiera con '
Jardín primitivo'.Independientes como unidades narrativas, los textos están vertebrados centralmente por la voz coloquial que los atraviesa y unifica. El lugar -una ciudad de Santa Fe real y paródica a la vez- excede la condición de marco y deviene protagonista, condicionando, como los antiguos Hados, la historia de Ovidio Balán, actor principal de las dos iniciales, que en 'El hombre de cristal' cede esa centralidad a un peculiar Jota, en muchos aspectos su contracara, con quien establece el vínculo de un espejo invertido. Los hechos de ese presente continuo discurren sin evitar la evocación del pasado, causa difusa y persistente de lo que sucede, donde lo verídico se superpone a la ficción. Bajo esas claves abiertas la novela se dispara hacia un desenlace de oscuro sarcasmo

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No le pareció prudente el momento para referirse al dinero cuando estaban hablando de supervivencia. Lo que podía resultar una cuestión quirúrgica sencilla para Jota, y encima obtener un beneficio con parte de su cuerpo, parecía la vida o la muerte para Analía P. De todos modos, trató de imaginar de cuánta plata estaban hablando. ¿Podría acaso sacar un beneficio de su médula que le cambiara la vida?

Ella había advertido ese instante físico-químico de aproximación leve de los cuerpos y tampoco quiso siquiera mencionar el tema de la plata, quizá para que Jota no se sintiera humillado. Le daba la impresión de estar comprándolo, como si le fuera a pagar por su sangre, o por un órgano, una transacción digna de un mercado negro de la salud. Aunque lo necesitara, y prueba de ello era cómo lo había buscado con semejante enjundia, no quería que Jota se sintiera una mercancía, una oveja trasquilada.

Jota pensaba en otras cosas: primero, en cómo sería un hijo de él con ella. No se trataba de deseo, o siquiera la fantasía de que ocurriera algo semejante: como un juego infantil de esos en los cuales varios cuerpos divididos en pedazos permiten intercambiar las piezas, se entretenía en fragmentar imaginariamente cada rasgo de Analía para alternarlo con uno propio: ojos, corte de cara, pelo, orejas, una especie de identikit como los que a veces aparecían en los expedientes. Y luego, de golpe, como un ramalazo del pasado, recuperó una imagen de la Pachi: los ojos, con ese brillo que siempre parecía próximo al llanto, aunque fuese de felicidad. El detalle estaba ahí mismo, delante de él: los ojos de Analía conservaban esa característica, algo que la volvía de algún modo entrañable, que daba ganas de protegerla o de reírse con sus lágrimas. Poco a poco iban asomando los detalles finos, lo que iba uniendo a la Pachi con Analía, un entramado sutil tejido por la araña del tiempo, la que traía imágenes antiguas y las superponía a las presentes.

Por un instante pensó que quizá Analía P. no podría tener hijos debido a los tratamientos. Si había recibido quimioterapia o rayos... era otro tema para evitar. En cualquier caso, le resultó amable pensar que estaría bueno que alguien heredara el carácter de ella, esa especie de mansedumbre que no por mansa mitigaba la energía, la persistencia en los objetivos. Haber dado con él era una muestra de cómo peleaba por su vida.

–¿Vos vivís bien? –le preguntó de golpe.

Jota dudó antes de responder, como si necesitara consultar consigo mismo la respuesta.

–Sí; no me sobra nada, pero tampoco paso privaciones. Alquilo, pago mis cuentas...

Una sombra silenciosa, una especie de nube, atravesó el espacio entre ellos, como si meditaran las próximas palabras.

–¿Qué música te gustaba en aquel tiempo, de joven?

Jota sonrió:

–Te va a resultar raro, pero yo era un fanático del rock sinfónico. El problema era que no tenía aspecto del rockero de la época: nunca tuve el pelo largo, nunca usé un jean, pero me encantaba esa música. Lo mismo me pasaba en el cineclub. En ese ambiente yo era como un cura en medio de una marcha de abortistas. Mi sensación era esa, y no estaba dispuesto a disfrazarme de lo que no era.

–Me hiciste acordar de un recital, decíamos “recital”, qué antigua... un recital de un grupo porteño, Crucis, se llamaba. Creo que fue en Guadalupe, o por ahí. ¿Ubicás a Crucis?

Jota la miró de pronto como si hubiera detonado algo en su interior:

–¿Cómo no voy a ubicar a Crucis si yo quería ser como Gustavo Montesano? Todavía debo tener el vinilo. Yo estuve en ese concierto. Fue al aire libre, en Guadalupe, y estaba Charly García dando vueltas, que era una especie de padrino del grupo. Pero Montesano era todo lo que yo aspiraba en la vida: talentoso, deseado, joven, famoso, todo lo que yo no podía ser... ¡las chicas se mataban por Montesano!

–¡Pero estuvimos en el mismo lugar!

–Otra vez... bueno, era Santa Fe, y no precisamente el Swinging London. Pareciera que siempre anduvimos por los mismos lugares, pero como en otra frecuencia.

–Qué pena, ¿no?

–Para mí, sí.

–¿Con quién fuiste al recital?

–Con Stringa. Era el único amigo que me seguía en algo como eso. Le daba lo mismo; ni siquiera le interesaba la música, mientras yo lo acribillaba con King Crimson, él miraba todo como quien mira un paisaje; las pibas ni lo registraban, o peor: casi lo despreciaban, porque Stringa era (y es) un tipo medio particular. Los dos íbamos como a contramano de la moda, pero él era un provocador.

–¿No será una exageración o quizá ahora lo ves así...?

–¡Lo sentía así! Tenía una foto de Robert Fripp en la cabecera de la cama.

–Yo no era fan, pero fui a ver a Crucis por los amigos. Terminamos la noche en la playa, fumando porros y tomando ginebra. Ahora que te lo cuento: todo lo nuevo, todo lo interesante que pasaba, pasaba en la playa. Algo debe haber en eso, algo primitivo, como volver a la naturaleza...

–¿Ves? Esa parte placentera a mí nunca me tocaba: con Stringa terminamos comiendo pizza de parados en Yusepin, y a dormir. Una noche bárbara. Pero éramos así, qué sé yo... me acuerdo que me acosté con la música esa sonando adentro de mi cabeza y las caras de las chicas fascinadas con Montesano.

–Yo creo que en aquella época soñábamos despiertas, andábamos con la imaginación tan disparada que la realidad siempre era pobre, siempre era muchísimo menos que la fantasía, como si camináramos a medio metro del piso. Por eso íbamos tanto al cine, al teatro, porque ahí se abrían puertas tan locas, era todo tan fascinante, qué sé yo... Y yo ni conocía Buenos Aires: estuve de pasada con mi familia cuando nos fuimos a vivir a Barcelona.

–¿Muchos años?

–Nueve. Es que tuve padres pudientes pero progres.

–Yo me quedé acá. Ni siquiera tenía cara de sospechoso.

–Pero eras joven; eso solo ya era sospechoso...

–Si vieras una foto mía de esos tiempos... me da vergüenza hasta acordarme. Creo que las quemé todas.

10

A todo esto, Jota ignoraba que, en ese mismo instante, le estaba llegando un telegrama a su casa pidiéndole el desalojo del departamento. Hacía más de veinte años que vivía allí, y al menos desde los últimos cinco, no tenía contrato ni le daban recibos de pago. Cumplía puntualmente, pero no le quedaba ninguna constancia. Jota se confió en que el tiempo transcurrido y la proximidad que tenía con la viuda Zurbrigen le garantizaban cierta tranquilidad. Después de tanto tiempo, no había imaginado que aquello fuera posible. Pero la viuda se enfermó, y apareció un sobrino de San Cristóbal con aspecto de malandra, haciéndose cargo de todo. Sin siquiera consultarle u ofrecerle una negociación, le exigía el desalojo.

Jota se iba a enterar esa misma noche, cuando todavía orbitando en la sensación de lo etéreo del encuentro con Analía P., aterrizara con esa ingenuidad tan suya, como lo hiciera con ella revisitando el pasado, en esta otra versión rabiosa, cruel de la realidad.

–¿Vos eras la Pachi?

–Sí. Me llamo Patricia, y el Analía siempre me pareció de vieja. ¿Pero cómo te acordaste del “Pachi”?

Jota sonrió para no explicarle que siempre le había gustado la Pachi.

–Eras conocida.

–Yo quería ser Marianne Faithfull o Anita Pallenberg o Edie Sedgwick, todas esas mujeres tremendas...

–No las conozco.

–Algunas todavía viven y deben ser unas señoras gordas como yo. Pero antes eran los íconos de la época. Y me encantaba Twiggy, que era recontraflaca, cosa que nunca fui...

–A esa la recuerdo, de una película, ¿puede ser?

–Claro: seguro que la viste aquí mismo: El novio, de Ken Russell; yo adoraba a Ken Russell en esos tiempos: El mesías salvaje, Mujeres apasionadas...

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