Carlos Bernatek - El hombre de cristal

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Con '
El hombre de cristal' finaliza la '
Trilogía de Santa Fe', el ciclo de novelas que Carlos Bernatek iniciara con '
La noche litoral' y prosiguiera con '
Jardín primitivo'.Independientes como unidades narrativas, los textos están vertebrados centralmente por la voz coloquial que los atraviesa y unifica. El lugar -una ciudad de Santa Fe real y paródica a la vez- excede la condición de marco y deviene protagonista, condicionando, como los antiguos Hados, la historia de Ovidio Balán, actor principal de las dos iniciales, que en 'El hombre de cristal' cede esa centralidad a un peculiar Jota, en muchos aspectos su contracara, con quien establece el vínculo de un espejo invertido. Los hechos de ese presente continuo discurren sin evitar la evocación del pasado, causa difusa y persistente de lo que sucede, donde lo verídico se superpone a la ficción. Bajo esas claves abiertas la novela se dispara hacia un desenlace de oscuro sarcasmo

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Trata de acordarse del título de la película, era de un Cedrón. La vereda de enfrente, se llamaba, de los sesenta. La vio en alguna función del antiguo cineclub. La mayor parte de las películas de esa época, del cine argentino que imitaba a la nouvelle vague francesa, las ha olvidado, pero esa no, quizá porque tenía algo de documental, o porque nunca había visto imágenes de la isla Maciel, aunque conocía su fama, eso de las putas esperando en las puertas de las casillas a la salida de la cancha de San Telmo.

Mucho menos puede asimilar a Mona Mancuello al rol de prostituta por pagarle sus servicios; se le ocurre imaginar que Mona Mancuello es un ser asexuado, con cierta leve apariencia de mujer por razones sociales, pero definitivamente alejada de cualquier pulsión sexual, como si Mona, por el profesionalismo y seriedad con que asume su función, fuese alguien consagrada al servicio al prójimo, y eso para ella fuese muchísimo más importante que andar cediendo a calenturas pedestres. Una oficiante, una sacerdotisa de la salud y el cuidado, que cada mañana se encarga de subir las marmitas de aluminio en que le dejan la comida los de la rotisería vecina.

4

En uno de los parsimoniosos viajes al baño, se detiene a observar por la ventana: hay una casilla rodante medio precaria, instalada en la vereda de enfrente, a la altura de la casa del contador Palma. El hombre, que quedó viudo hace unos años, pareciera haber llegado a algún tipo de acuerdo con quien habita la casilla: un cable grueso sale de su casa, pende por sobre la vereda, y lleva electricidad a la rodante. Por fuera, la casilla luce deteriorada por el óxido que aflora en los ángulos despintados del catafalco, lo que lleva a Jota a suponer que el interior debe ser igual o peor. La ventana que da a la calle, similar a esas corredizas de los colectivos, la que alcanza a ver Jota, deja entrever una luz intensa. Aguzando la vista, Jota descubre una manguera de riego que sale del jardín del contador Palma y –supone Jota– alimenta de agua la casilla. Toda esa infraestructura medio enclenque le resulta llamativa. Palma es un tipo de costumbres muy recoletas; Jota no recuerda haber visto jamás a nadie de visita. Cuando se mudó al barrio, Palma ya era viudo. Piensa de pronto que el habitante de la casilla podría ser un pariente pobre, quizá un indigente, alguien que haya conmovido a Palma por su necesidad apremiante, pero observando los detalles, no parece el lugar de un menesteroso: pese al estado de la casilla, hay cierta dignidad en los elementos, en el orden, que no le parecen corresponder a gente abandonada. No hay objetos en la vereda o en derredor a la casilla, excepto una garrafa de gas, en su correspondiente soporte, colgada en la culata del catafalco. Lo que no hay es toldería, ropa flameando, nada de lo que Jota identifica como pobrerío elocuente. Sigue mirando, pero no advierte movimientos, ni en la casa ni en la casilla. Raro todo, piensa.

5

Cuando apenas empieza a recuperar la libertad de movimientos, sin llegar a la recuperación plena, comienza a deambular por la casa. Al principio todo es dificultoso, los esfuerzos que normalmente responden a un movimiento automático ahora requieren una suerte de reflexión previa: el cuerpo de Jota va reaprendiendo con lentitud. Alguna vez lo habrá hecho como todo niño, piensa, en tanto ahora puede analizarlos conscientemente. Suspende la vianda: ya puede hacerse un té, un bife, las cosas que Mona Mancuello se encarga de comprarle. Ha perdido peso, cosa que no le sienta mal, pero está débil. Le hace caso al médico: toma las cosas con parsimonia, dándose su tiempo. En comparación con una semana atrás, ha progresado. Hace calor; transita por la casa con un pantalón corto de sus tiempos de fútbol y una remera de Colón. Afuera, barrio Roma duerme una siesta interminable mientras cantan las chicharras. Jota se asoma por la ventana del comedor y mira el cielo: antes de que caiga la noche, seguramente va a llover. Va a tener que volver a la oficina pronto.

Suena el teléfono: es una voz de mujer. “¿El señor J...?”.

Jota duda, supone que es del trabajo, que lo están controlando. Asiente sin mucho convencimiento. “Usted no me conoce, soy Analía P. y necesitaría hablar personalmente.” Jota supone que le quieren vender algo, una tarjeta de crédito, un tiempo compartido, medicina privada, cosas que no le interesan, pero el tono de la mujer, que supone de unos cuarenta o cincuenta y tantos, no pareciera apuntar a esa complicidad forzada, a la falsa simpatía de los jóvenes vendedores telefónicos. “Es una cuestión particular, pero supongo que puede interesarle. Para mí, le aclaro, es muy importante.” Todo suena misterioso. “¿Cómo me ubicó?”, pregunta inquieto, como si empezara a perder la amabilidad. “Preferiría explicárselo personalmente... pero cuando usted pueda, no tengo apuro.” Jota no menciona su convalecencia: “Discúlpeme, pero momentáneamente no puedo. Si me deja un teléfono puedo llamarla”.

Analía P. acepta, pero antes de cortar le dice: “Le voy a hacer una propuesta que, estimo, vale la pena al menos escuchar. No vendo nada, mi interés no es económico, pero usted puede recibir un beneficio, algo significativo que voy a ofrecerle”.

Lo abruma esa voz, sobre todo porque la mujer sabe algo de él y él ni siquiera la conoce. Tiene su teléfono, seguramente ha ubicado su dirección y, supone Jota, debe conocer detalles que no menciona. Porque nadie hace una propuesta de ese tenor al voleo sin saber con quién habla.

6

No la despidió a Mona Mancuello, no tuvo corazón para hacerlo. Pese a no necesitarla, cuando la recuperación ya era evidente, le pidió que viniera una vez por semana para revisarle la herida, algo innecesario –ya le habían sacado los puntos–, pero que al menos no lo obligaba a prescindir de ella. Mona, intuitiva, lo primereó: “No se haga problema, señor Jota, mi trabajo es así: cuando se termina, se termina. Eso sí, en caso de necesitarme, me llama a la hora que sea y yo vengo. Para lo que necesite”. Jota le pagó, le dio una buena propina y la despidió con afecto. Cuando vio la silueta compacta e inmaculada desaparecer al doblar la esquina, pensó que ya había poca gente como Mona Mancuello, que la iba a extrañar más que a Marijú, que tal vez, en el fondo, a quien extrañaba era a su madre, pero bueno... esas cosas no se resolvían tan veloz ni fácilmente, o peor aún, no tenían solución cuando se trataba de muertos. Lentamente empezaba a recuperar su vida normal, y aunque debía andarse con cuidado, las cosas parecían retornar a su cauce como ocurría cíclicamente en Santa Fe luego de las inundaciones: todo quedaba medio destruido pero, aunque se modificaran los cursos antiguos, al menos el agua se retiraba, y el sol empezaba a secar todo lo húmedo.

Volvió al trabajo. Las cosas en la oficina no presentaban grandes cambios, a excepción del pibe que habían puesto a hacer parte de su tarea, trasladado circunstancialmente desde otro escritorio. Le aguardaba un intenso período de puesta al día de papeles que no habían sido ingresados en el sistema. El chico apenas había sacado lo urgente y comenzaban a atrasarse las actualizaciones. No se trataba de una ciencia oculta, apenas de dedicación; en un par de semanas también aquello volvería a la normalidad. Llevaba muchísimos años trabajando en la Administración de la Morgue Judicial, y salvo algunos cambios cosméticos que impuso la tecnología, nada había cambiado del todo. No era un gran sueldo ni tampoco un trabajo abrumador; una vez al mes debía trasladarse hasta el cementerio, donde funcionaba la morgue real, a completar papeles, fichas dactiloscópicas, dentales, historias clínicas que ahora la cibernética convertía en epicrisis, y otros asientos burocráticos. Se ubicaba en un par de oficinas mugrientas, lindantes con la sala y laboratorio donde trabajaban los evisceradores, tres o cuatro muchachos cansinos que, cada tanto, recibían la supervisión de un médico oficial, completaba su tarea y se escabullía con rapidez del lugar. Esa era en realidad la fábrica que alimentaba todo el trabajo administrativo: a partir de los cadáveres surgían los expedientes, una transparente línea de producción que producía papelerío, trabajos, sueldos, vidas enteras derramadas sobre escritorios, todo erigido en base al incidente que originaba una muerte, algo terminal, a veces trágico, cuya consecuencia era la necesidad de un acto administrativo, de un preciso agente estatal que ocuparía el cargo, con suerte, hasta el momento de la jubilación. Y aunque la mayoría de las muertes, naturales o accidentales, discurrieran apenas como un asiento contable, Jota solía pensar de vez en cuando en la paradoja de que un fallecimiento, algo que podía alterar drásticamente la vida de los sobrevivientes, para él no superaba el registro legal, un renglón más en la planilla.

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