Prevenido, informado, protegido, puse en mi walkman The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars. Un hombre vestido de cocodrilo delante de una caseta de teléfono londinense. El cielo amenazante, la luz extraña de un cartel, la insolencia de su gesto de guerrilla con la guitarra como metralleta. El casete empezó a rodar. A lo lejos, una batería se iba acercando, primero sola y luego acompañada de una especie de guitarra que se esparcía como gotas de lluvia espacial. Las arañas de Marte iban tejiendo su red de ecos y reverberaciones eléctricas, hasta que llega la voz: una voz de gemido, de chillido, de llamado, una voz de niño y de vieja a la vez, una voz de apuro y de orden perentoria, una voz que no tenía nada de humana y nada de inhumana tampoco, una voz que era la que tenía atravesada en el pecho cuando nadie me veía, cuando no sabía si era hombre o mujer, niño o anciano, cuando solo sabía que quería ser estrella para que nadie más me tocara.
No sé por qué estaba en Viña del Mar ese día. Creo que había acompañado a mi papá a alguna reunión política. Me había escapado con el walkman a caminar por la plaza, el Hotel O’Higgins, las vías del tren. Estaba nublado, las tiendas vendían botones, posters de Emmanuel, Super 8. Entre las palmeras sucias y los buses, las mansiones y las pensiones se mezclaban en el cielo sin gloria, sin estilo alguno. Ziggy Stardust hablaba de todo eso, supe de pronto. Su esplendoroso mal gusto no quería ser auténtico ni profundo. Su música hacía todo para que se te pegara al cerebro y desde ahí estallar. La guitarra era desafiante, pero se perdía en el eco de los violines que, a su vez, se convertían en rumores de brujas electrónicas. El piano a veces era noble y sentimental, si bien la voz seguía siendo un graznido de otro planeta.
Todos los resguardos que había interpuesto entre mi conciencia y el rock, cayeron. De Bowie no me gustó el buen gusto de sus años de pelo rubio y traje impecablemente cortado, ni sus coqueteos infinitos con la vanguardia, sino eso que en Chile uno había visto en Miguel Bosé y Elton John y hasta en el Luis Miguel de niño, y también en Albano y Romina Power y Jeannette cantando “¿Por qué te vas?”, ante una orquesta de instrumentos naranja, todos sintetizados o desviados en estudio de su sonido original. Ziggy era brillantina y pelucas, pero con un resplandor de muerte, con una voz que asustaba y que, asimismo, daba la idea de que tenía miedo, miedo a ser tragada por sí misma. Era rock sin ningún toque de blues, era la ciudad completa: el asfalto y los electrodomésticos y las industrias y la contaminación: cero rastro de hippismo pastoril. Era televisor en la pieza. Era música de alguien que aprendió a tocar escuchando la radio y no a los abuelos. Era música de gente que no tenía ya relación alguna con la tierra o el mar. Música de gente que no usaría nunca más sus manos, que no sentía del todo su cuerpo. Era música de fantasmas que no comen o comen demasiado, pero viajan entre los objetos sin tocarlos. Era música de un buen hijo que se rebela por donde menos lo esperan los padres, usando el lápiz labial de la mamá, pero parándose en el escenario con la insolencia que nunca tuvo su padre.
Yo no sabía por entonces suficiente inglés para entender que Bowie cantaba como si fuese una súper estrella venida del espacio a suicidarse en público. Sabía que representaba todo lo que la educación de exiliado de izquierda me prohibía: la pretensión y la fama, la extravagancia de las ropas y el maquillaje, el capitalismo sin cristianismo, el aura decadente pero nueva, siempre nueva. Todo eso venía envasado en canciones filosas y sutiles a la vez, que tenían la astucia de desafiar tus oídos con sonidos nunca antes experimentados, hasta que llegaba el coro, preciso y pegajoso, que te recordaba que esto era pop después de todo. Limpio, exacto, sin huellas ni evidencia, como un crimen perfecto.
Escucharlo era lo de menos. Lo terrible era que Bowie te proponía jugar a ser Bowie, a moverse como un lord entre los desechos industriales, ser el payaso blanco que su mamá reta en una playa después del Apocalipsis. La magia de Bowie no consistía en su capacidad para armar personajes para después matarlos en el escenario. La gracia estaba en cómo su música se infiltraba en tu médula espinal. Eso y una cierta elegancia que se podía adivinar hasta en Ziggy Stardust, el menos sofisticado de los discos de Bowie, una manera de pasar por las canciones como quien atraviesa un desfiladero, una cierta distancia que hace tan raro pensar que podía morirse como mueren los seres humanos, de cáncer al hígado, a los 69 años.
¿Dónde estaba el hígado de Ziggy Stardust? ¿Dónde estaba la vejez del Duque Blanco? Y, sin embargo, de eso hablaban las canciones en mi walkman, que luego sería discman, iPod, iPhone. De eso siempre hablaron todas las canciones de Bowie, del miedo a quedarse solo y morirse, y de su reverso: del vértigo de seguir vivo a pesar de todo. No de mujeres fáciles o difíciles, no de protestas contra la autoridad, no de drogas ni alcohol, no de liberaciones de ningún tiempo. Bowie hablaba del tiempo, de la fragilidad de nuestros sexos y nuestras mentes, del terror a volverse loco, de las ganas de perderse en la multitud, de nuestras palabras que chocan siempre en el mismo auto. Hablaba de la fama, es cierto, pero sobre todo de la ansiedad que te impulsa; es decir, el terror a no ser nadie si no te recuerdan cada cinco minutos quién eres. Había que inventarse un personaje, crear tu propio maquillaje.
Algo parecido al cielo se abrió con David Bowie. Antes de esa mañana en Viña del Mar coleccionábamos con mis hermanos revistas en fascículos de historia del rock de los años 70. Escuchábamos a los Velvet Underground, los Beatles y los Rolling Stones. El rock nunca fue para nosotros un desborde. Tampoco recitales, gritos, drogas o alcohol. Fuimos la primera generación que escuchaba rock como quien escucha el cuarteto de cuerdas de Brahms. Bailábamos solos en la pieza. No, ni siquiera: escuchábamos con el cuerpo, recitando letras en un idioma que no conocíamos, pero que quedaban marcadas a fuego. El idioma del mismo imperio que nos exilió. La música de los enemigos. Y nos gustaba también por eso: como la cera caliente, había moldeado nuestros sueños, nuestras fantasías, nuestros cuerpos.
El rock era una forma de aceptar lo que éramos. La luz de los tubos fluorescentes y la posibilidad de hacer arte con cajas rotas y guitarras saturadas, la ropa usada y la música usada también. La onda, la vibración y hasta la excitación sexual de admirar a un hombre pintado de mujer cuya música nos lleva a esas fábricas de válvulas, de ampolletas, de vasos, de ropa donde trabajaban los padres reales o imaginarios de los cantantes de rock.
Nos perdimos con mi hermano la primera parte de esa revolución, esa que hizo de la fábrica, la música y la comida en serie una forma de arte. Un arte que tiene justamente en su falta de materialidad su aura. Nos negábamos a usar jeans y a masticar chicle. Nos negábamos a escuchar la música que daban en la radio. Íbamos donde un vendedor de vinilos en San Diego, que nos grababa casetes de Paolo Conte (que no era particularmente rockero) y Tom Waits y su piano lluvioso de perros abandonados. Coleccionábamos discos ligeros, de esos que venían con los fascículos de Otis Spann, B.B. King, pero también de Buddy Holly y los Beach Boys. No, los Beach Boys vinieron después.
En esa época anterior al rock –para nosotros, repito–comprábamos los casetes en rebaja de la Feria del Disco. En un solo casete venía Percy Sledge, Otis Redding y Wilson Pickett. Otro casete con Marvin Gaye, las Supreme y los Four Tops. Esa música que podía explorar todos los sentimientos sin ser sentimental. Batería y violines que te arrastraban como las olas del mar. Motown, que cristalizaba mejor que ninguno mis inconfesables ganas de vivir. Era el talento como única opción de sobrevivencia. Era subirse al ring a noquear el aire con la ligereza de una avispa, como decía Mohamed Alí para asustar a sus oponentes. La música de Motown era lo contrario de la música posromántica de los hijos y nietos de Wagner, que era la que escuchaba con pasión hasta entonces. Era mi forma de saltarme el callejón sin salida de la dodecafonía y la atonalidad serial en que terminaban fatalmente los experimentos de Wagner y Gustav Mahler.
Читать дальше