“Por esos días, había que tener talento para no morirse. No cabíamos en nuestros calzones ni en nuestro sueño, caminábamos sin mirar para atrás, fumábamos como si fuera un acto de lucidez y tomábamos café negro para disipar el espanto. Nos rondaba la sospecha de que cada mañana iba a ser la última, y algunas lo fueron. Cometíamos tantos errores que se hubiera dicho que se trataba de un sistema de vida”.
Natalia era todo eso: mujeres imposibles, citas, sexo y saxo también, zigzagueo, poesía, chistes que querían ser crueles y eran casi siempre tiernos, como el propio Pablo, al que en la revista le decían Pablo Azúcar. Él había convertido su tartamudeo en una forma de seducción. Y defendía el valor de la ambigüedad, si bien sobresalía entre los escépticos del Apsi porque creía aún en muchas, en demasiadas cosas: en la literatura, el jazz, las mujeres, la poesía. Todos los deslumbramientos que lo habían alejado de la pichanga y los amigos del colegio, de la impecable normalidad de su familia impecablemente chilena, un ingeniero, un doctor y un periodista, al que se le permitía ser “medio poeta”.
Quizás terminé por defraudar a Pablo al elegir el “poder”, o lo que él llamaba “poder”, muchos años después, al no irme del The Clinic, cuando decretó que este medio se había vendido al poder y el dinero al despedir por exceso de cocaína y falta de trabajo al argentino Enrique Symns. Nunca pude explicarle a Pablo que era eso lo que buscaba en el Apsi esa tarde en que me presentó como un monstruo perfecto a la Mariluz Velasco. Mi virginidad, mi sobriedad, mi soledad eran cualquier cosa, menos inocencia, Pablo. Nunca entendiste eso, que mi empeño por no hacerme culpable de casi nada nacía justamente de esa seguridad, la de ser culpable de todos los deseos más innobles, de las ganas de aparecer, de no desaparecer nunca más. Tú que decías desconfiar de los que no toman y pensabas que la virginidad era una tara, en el fondo me felicitabas por mantenerme a resguardo del mundo, expectante, como si se tratara de mi libro y no de mi vida.
Pero yo estaba vivo, quizás de un modo que hasta a mí me parece inadmisible, Pablo. Era inexperto, pero no era ni por un minuto ingenuo. No me iba a matar ni en broma ni en serio, aunque te tenía convencido en Lisboa, donde te refugiaste después de publicar Natalia ese mismo año 90, de que me iba a suicidar si ella admitía que no podía leer la letra enrevesada con que le escribía cartas.
“Escríbeme, escríbeme, no dejes de escribirme, por favor. No te desanimes, no te desesperes, espérame y escríbeme”, terminaba Carolina sus cartas, donde me contaba sus veraneos en Mallorca, de su departamento en alguna calle con nombre de conde en el centro de Madrid. Y me ordenaba ir al japonés de la calle Merced, ese con fotos de barcos y japoneses de verdad, y comer sashimi, que era todavía una rareza. Y caminar de noche entre los flippers de Irarrázaval, no perderme la noche, sino que perderme en la noche, como ella se perdía en Madrid, orgullosamente sola, desesperada de ganas y de miedo de escribir, de estar todo por dentro escrita.
Leía por ella, con ella, La campana de cristal de Silvia Plath. La adivinaba convertida en esa niña talentosa y demasiado seria que empezaba a delirar en la novela de Plath. Sabía, como sabía la Carola, que el final del libro no estaba en el libro, sino en la solapa, donde se contaba que la autora había terminado por hundir su cabeza en el horno de la cocina. Y el marido, Ted Hughes, se fue con otra, quien a la postre terminaría por matarse también.
“No dejes de escribirme Gumucio –me imploraba–, no te desesperes con mi vagancia, escribe como si fuera lo último que tienes que hacer. Escribe, no dejes ni un segundo de escribir”, leía en las tarjetas postales mandadas desde Sevilla o las Islas Baleares. No respondía nunca a las insinuaciones muy vagas que yo dejaba flotar entre líneas. Escuchaba con delicia a la Cecilia Bolocco en la televisión solo porque su voz quebrada me recordaba a la de la Carola.
Nunca me he comunicado con mayor sinceridad con alguien, quizás justamente porque la Carola nunca contestaba a ninguna de mis insinuaciones. No importaban las respuestas, aunque viviera uno para las respuestas, porque las cartas podían perderse, porque mi letra ilegible en el sobre no aseguraba que el cartero supiera a qué dirección enviarla. Suspendido entre la carta y su respuesta... así me sentía, en un limbo hablando con la sombra de la sombra de Carolina. La idea misma de la existencia de un mundo limpio y de la Católica, casi tan virgen como yo, que tenía mis mismos miedos y otros que era incapaz de imaginar siquiera. Carolina interrumpía bruscamente la carta para naufragar entre los cines de la calle Princesa, donde me perdería yo también 10 años después.
Fines de los 80, principios de los 90: las cartas se mandaban aún por correo, escritas a mano, sobre papel roneo, a la oficina de Providencia con General del Canto, al lado de la oficina de mi mamá en Almirante Pastene. Me gusta pensar que pertenezco a la última generación que envió cartas así. Me da vértigo imaginar la cantidad de cosas que se hacían hace siglos de una manera y que justo en esta época dejaron de hacerse así. Viajar, por ejemplo, que ya no es lo que Carolina hizo cuando aceptó la beca que le ofreció Juan Luis Cebrián para hacer el máster de El País . Viajar, irse, borrarse del planeta, arrancar con todo a medio hacer, irse al verano cuando aquí es invierno, a la noche cuando aquí es de día. Esa valentía era inconcebible para quien había borrado la idea misma de que pudiera existir algo más que Santiago.
No importaba. Digo lo que todos los viejos dicen, que la vida en ese tiempo era otra cosa. Había escogido a los compañeros del taller como amigos. No me atrevía a llamar a los demás. Odiaba el teléfono, no salía a la calle lejos de mi barrio. Tenía las cartas, sin embargo. Por carta era valiente y único. Por carta era aún la promesa. Por carta era Héctor Ortega de un modo en que no alcancé a ser cuando escribía con su nombre. Por carta seguí viviendo esos años, como vivió Carola, lejos, muy lejos, extraña y extranjera, aunque yo tenía la ventaja y la desventaja de hacer eso en mi propia ciudad.
–¿Por qué no escribes a máquina? –me lanzó bruscamente en una de sus primeras visitas a Chile–. No entiendo nada tu letra. Es como si me escribieras en chino.
–¿Por qué no me lo dijiste? Pensé que te gustaba mi letra. Pensé que era más auténtico. ¿Por qué no me dijiste que no entendías nada? Tengo una máquina de escribir en la pieza.
–No podía decirte la verdad, no podía hacerte eso. Pablo me convenció de que si te lo decía, te ibas a matar. Yo no quería tener esa responsabilidad encima. Parecía tan importante para ti lo que escribías, que no te podía decir que no leía nada.
Pero no me voy a matar nunca, pensé por primera vez con toda evidencia. ¿Cómo no sabes eso tú, Carolina? ¿Cómo podía creer mi mentira, como la creía Pablo, 10 años más viejo que yo? ¿Cómo no sabían que mi secreto era ese, y ese mi poder?
Ziggy Stardust en Viña del Mar
Era el año 1990. Bowie acababa de dar un recital casi vacío en el Estadio Nacional que le había gustado hasta a Ítalo Passalacqua. Yo tenía 20 años y había pasado la infancia y la adolescencia escuchando música clásica y cantautores franceses. Sentía que era tiempo de iniciarme en el rock, pero quería recubrirme con cierta barrera profiláctica, algo de prestigio, de referencia cultural, de vanguardia, para no caer en la vulgaridad de los videoclips que seguían aturdiendo a la gente de mi edad. Bowie parecía un candidato ideal para esa iniciación. Mi hermano Ignacio había escuchado en la escuela de arte un casete de grandes éxitos y me dijo que las canciones se parecían un poco a las de Lennon.
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