Rafael Gumucio - La edad media [1988-1998]

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La edad media [1988-1998]: краткое содержание, описание и аннотация

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"Salté de la infancia a la vida adulta sin intermedio", escribe Rafael Gumucio en este libro que puede ser leído como la continuación de Memorias prematuras y donde el escritor narra su iniciación en la literatura, en el periodismo y en el amor. Son los años 90, los de la transición, años marcados por las componendas y los tabúes, pero también por cierta efervescencia cultural de la que el propio Gumucio fue protagonista en el canal Rock & Pop, el taller de cuentos de Antonio Skármeta y la editorial Planeta. Como instantáneas de una polaroid cubiertas por una pátina de comicidad, por estas páginas circulan las imágenes de dramaturgos experimentales que terminaron haciendo teleseries, escritores entonces exitosos y hoy de segunda fila, idealistas de izquierda que derivaron en el robo de bancos, políticos que se sintieron más cómodos en el mundo privado y un dictador omnipresente que fue encerrado en una clínica, presa del miedo y motivo de burlas de toda índole. Egotista y dueño de una prosa caudalosa, rica en paradojas y relaciones insospechadas, aquí Gumucio saca lo mejor de sí para mostrar un país más temeroso que esperanzado, con muchas heridas todavía abiertas y conversaciones pendientes. La edad media es, entonces, un ejercicio literario que no renuncia a la indagación histórica y social, y menos aún a la exploración del yo de un sujeto cómico y decidido a hacerse notar a como dé lugar. «Soy un genio pero sé que fracasé, porque tengo que escribirlo», arremete contra sí mismo. «Ustedes deberían decirme si yo fuera un genio de verdad, debería ser nuestro secreto, pero yo no tengo secretos, les hago pensar que tengo algún tipo de pudor todavía, pero no es verdad».

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Por eso quería ser escritor. Para vivir en esa pereza incestuosa, en esa cama eternamente tibia de los amantes denunciados en Hamlet , el niño que embaraza a su amante hasta matarla de amor en El Diablo en el cuerpo , ese rubor de incesto, esa sensación de volver al vientre materno que nadie te reprochaba cuando estabas protegido por un libro. Por eso quería ser escritor, por eso aún quiero serlo, para no hacer nada, para ser nadie, o sea yo antes de nacer y después de morir, flotando sobre mi cuerpo en pleno accidente de auto, el cuello torcido entre las hojas muertas hasta encontrar, como un zorro en la trampa, como un lobo en las cenizas de la hoguera de los cazadores, encontrar, digo, una tibieza que borra todas las preguntas e invita al sueño.

Despertaba con el frío escarchando mi cara en la mañana, la rigidez de las planchas de madera en mi espalda, con los libros que fingía leer y se me quedaban pegados a la piel, seguro de eso y solo de eso: querer ser escritor en un país en que apenas se publicaba algo chileno y donde era absolutamente inconcebible vivir de eso, a no ser que te fueras lejos, a Barcelona o a París, como los del boom . Lejos yo, que no podía concebir la idea de llegar a la casa de mi mamá después de las 12 de la noche. Eso, cuando obligado por ella fingía salir.

Escribía para que todo esto tuviera sentido. Para ser el profeta en mi propia torre. Concentrado en que no se escapara nada de esa soledad que penetraba la médula de mis huesos, como si fuese la secreta grandeza que me haría vencer a todos los enemigos. Ese árbol sin atributos, hojas en verano, ramas en invierno, único testigo de esas horas de huelga de hambre, de masturbación silenciosa, horas y más horas de flotar en un sarcófago, de ser parte de mis huesos, encerrado en una timidez galopante, en un aislamiento completo del que quiero creer que no queda nada. Pero todo queda, no hace otra cosa que quedar, que quedarse. Y mi cama en el suelo, a centímetros del polvo, estrechísima, donde dormía mal, pero durante muchas horas. A ras de piso, no como un príncipe flojo sino como un soldado que se hace el herido para que el general no lo obligue a levantarse y volver a pelear. Un metro sesenta y tres, 57 kilos, vivía para caber en cualquier parte. Esa era mi obsesión: ser parte de un espacio reducido, donde se supone que no había espacio para un hombre como yo. Esa era mi obsesión, pienso recordando esa ventana, esa pieza, ese árbol, una obsesión paradójica, la de ser discreto y caber en cualquier parte, la de ser indiscreto e infiltrarme en todas partes también, ser un profeta, no dejar a nadie indiferente. Ese era yo: un inmigrante que se esconde en el fondo del barco para llegar a puerto, pero también un actor en el camarín a punto de vomitar su papel. Aterrado por lo que venía e incapaz de volver de donde venía, vivía esperando, amarrado a mis propios brazos para no tener que abrazar a nadie.

Aplastado por el peso de ese deber, sorprendido de tener a pesar mío un cuerpo, miraba desde la cama el cielo casi siempre azul de Santiago de Chile, mi ciudad desde hacía apenas cinco años. Era –me sentía– un extranjero. Mi infancia no se parecía a la de ninguno de mis compañeros de universidad ni de colegio. Mi abuela, mi madre y mis hermanos tampoco se parecían a los suyos. París, la excentricidad de cierta clase alta chilena, la política, la izquierda, los libros en la sala, todo eso era distinto, todo eso lo escondía inventándome recuerdos de infancia con el Tío Memo, la chanchita Piggy y El Chavo del Ocho , tan triste, tan fome la infancia de mis amigos, tan vergonzosamente diferente a la mía, a la de Antoine Doinel en Los 400 golpes .

La ciudad me daba miedo. De los abrazos pasaban a las patadas y de las patadas a la risa. Eso me resultaba indescifrable. La policía, política o no, me daba miedo. Las mujeres, lindas y feas, pedían un grado de insomnio que no estaba dispuesto a regalarle a nadie. Todo era horrible pero estimulante, como el centro de Santiago, donde nos arrestaron los detectives de la PDI porque era Navidad y robaban mucho, pero sobre todo porque andaba esa mañana con el Cuye, el presidente del centro de alumnos del Blas Cañas, demasiado moreno para no ser sospechoso.

No hablaba el idioma de nadie más, por lo que fingía que hablaba muy rápido el castellano. Como si sufriera una enfermedad venérea, en las torres San Borja me humillaban los vendedores de la librería Mímesis. Artaud en México, entrevistas a André Breton, el supermacho de Alfred Jarry que los dependientes pesaban y sopesaban con aire de superioridad, recomendándome otros títulos que no tenía la plata para comprar. Mis ojos hundidos en la profundidad del suelo, buscando sin embargo absorber hasta la última sílaba de lo que decían esos sabios. Desesperado a la salida del Microcine de Bellavista o del Normandie en la Alameda o, en el peor de los casos, del Centro de Extensión de la Universidad Católica, de conversar con los espectadores más frecuentes, los que como yo no se saltaban el ciclo entero de los cuentos morales de Rohmer, las primeras películas de Wim Wenders, todo Fellini y todo Bergman.

Sonrisas, miradas, silencio. Mi abrigo, mis manos en los bolsillos, el fervor de lo que vimos, la sensación de haberlo visto juntos se iba alejando paso a paso mientras me alejaba de ellos, que sí eran amigos, que sí se conocían. Incomprensible distancia que no me permitía argumentar con ellos, porque me saltaba el ciclo de Fassbinder y el de Herzog. Un miedo a todo lo que es demasiado alemán, es decir, puro, extremo, final. Miedo a todo lo que no tenía retorno: la homosexualidad en Fassbinder y la naturaleza en Herzog. Algo adivinado a lo lejos, porque solo después, mucho después, me atreví a atravesar las fronteras de cartón y planchas podridas que vivía haciendo y deshaciendo para no ser tragado por la inmensidad de lo que quería saber, de lo que sentía que era mío por derecho propio, porque esperando solo la micro en la Plaza Italia, una vitrina llena a rabiar de papas fritas recién salidas del aceite, los neones flotando en el esmog invisible, sabía que nada ni nadie se podía negar a mi encanto.

Para muchos, Los detectives salvajes de Roberto Bolaño puede ser un clásico; para mí es una sucia mentira. Esos poetas leen juntos los libros que yo leí solo, y se drogan y se besan, y conocen poetas mayores, y se pierden en el desierto. Perderse en grupo no es perderse, leer poesía para tener amigos no es leer poesía. Escribir para seducir a las mujeres no es escribir, aunque eso hacía yo, escribía para mujeres que no existían, hablaba con amigos que no tenía, modulaba canciones sin fin para ver como las palabras flotaban solas sobre el pantano de petróleo. Sin cómplices, sin enemigos, sin público. Los amigos del colegio de los que no tenía ni dirección ni teléfono, los amigos de la universidad, el Pájaro Rodríguez y Carlos Mejías, que vivían muy lejos de mi casa, uno en el paradero 14 y medio y el otro en el siete y medio de la avenida Vicuña Mackenna.

Ni amigas ni amantes. Virgen, virgen, virgen, virgen. Escuchaba a oscuras con mi hermano Ignacio un movimiento por día de los cuartetos de Webern, tratando de extraer de los violines todas las sensaciones más felinas, más misteriosas, más oscuras posibles. Tratando de avanzar en orden desde el posromanticismo a la dodecafonía, ayudado por un curso que impartía Juan Pablo Izquierdo y Cirilo Vila en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Chile, más los libros de Adorno, que sacaba junto con las óperas enteras de la biblioteca del Goethe Institut.

Estudioso, concienzudo, riguroso en todo lo que no tuviera que ver con lo que se supone que estudiaba, pedagogía en castellano en una universidad católica barata en que nadie más soñaba siquiera con hacer otra cosa que clases.

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