–¿Quién quiere ser escritor aquí? –preguntó el profesor Ramírez y, asustado, levanté la mano. Fui el único entre los 35 alumnos, entre los cuales figuraba una monja.
–Los que quieren ser escritores, se equivocan de carrera –se complació en subrayar el profesor Ramírez, aunque la carrera la dirigía de modo más o menos honorario un escritor: Guillermo Blanco, quien tenía la edad y la condición de José Donoso y Jorge Edwards, pero se había quedado en Chile cuando, para ser escritor, un escritor de verdad debía irse. Pasar por Barcelona, publicar allá y emborracharse en París, y hacer clases en Princeton y Saint Louis, toda esa cosa que no me atrevía a hacer yo, que ni siquiera quise saber los resultados de la lista de espera de la escuela de Derecho de la Universidad Católica de Valparaíso, de puro miedo a verme separado por una semana de mi madre.
Había llegado de París hace apenas cuatro años. Una distancia que nadie notaba a primera vista, pero que se interponía en cualquier conversación. Fingía entender quiénes eran el Chavo del Ocho, la Tía Pucherito y el tío Memo, la diferencia profunda entre la U y el Colo, el paradero 14 y el 14 y medio de la Gran Avenida. Hablaba de Chaplin, y me respondían con Cantinflas. Hablaba de los hermanos Marx y me salían con Los Tres Chiflados . Hablaba de El ladrón de bicicletas y me contestaban con La naranja mecánica . Me inventaba una infancia que pudiera pegotearse con mi adolescencia. Exilié de mi vida mi exilio: París, y la manía de mi familia por contar el cuento más raro y divertido posible, quedó separado de mí. Decidí ser normal hasta la locura, ser más de aquí que ningún otro, como si este fuera el centro del mundo.
No tenía más vida privada que el centro de Santiago, donde me perdía a la hora en que aparecía La Segunda , con sus titulares rojos contra fondo verde. Mezclaba mi corbata roja con puntos blancos con la de los oficinistas, en lo que era una especie de parodia adolescente. Veía salir del cine parejas y señores solos. Entraba y salía de las galerías. Relojes, videos, revistas porno, casetes, los primeros CD del mercado. Concentrado en estar solo y al mismo tiempo estar con todo el mundo, ahí mismo donde abogados, clientes, vendedores y compradores de dólares, secretarias, militares de uniforme y de civil, confluían en la misma marejada, cuando se suponía que todo estaba cambiando en este país.
Bajando y subiendo por el paseo Huérfanos quería estallar en mil pedazos, para que nadie olvidara mi nombre. Quería de un solo salto pasar de ser el extranjero clandestino al héroe de una ciudad normal.
Y sin embargo, ya estaba, sin saberlo, salvado. En Interface, el único programa de rock de la radio Beethoven, dejaron por una sesión de aleccionarnos con largos solos de música progresiva para transmitir un especial de los Velvet Underground. Era rock, era ruido salvaje y joven, y me gustaba justamente porque no tenía solos largos ni flautas traversas, sintetizadores y violonchelos. Podía a través del molde de esa voz grave y distante, hacerme una voz propia, mi propia versión de los Estados Unidos, ese país que se volvió de pronto, ese año 1989, una asignatura obligatoria. Pude de alguna forma elegir un mundo que tenía algo de Baudelaire y los surrealistas, algo artístico que contaba historias sucintas y reales, y seguía melodías repetitivas y sencillas. Sin dejar la vanguardia, pude abandonarla de a poco. Pude, a través de esa música de mediados de los años 60, convertirme en alguien de mi propia época.
Velvet Underground, guitarras que no quieren besar a nadie, voces que recitan casi tanto como cantan, y una ciudad (Nueva York) que no conocía y era, asimismo, mi ciudad porque era, en definitiva, “la” ciudad. De ella iba a hablar y me iba a defender cuando saliera de la oscuridad en que estaba sumergido. La ciudad, toda la ciudad. Santiago de Chile, ni grande ni chica. De eso sabía que podía escribir. París no sería nunca más mi ciudad. Saldría del cine y de los cafés y de las librerías y me disolvería en la calle junto a las baratas. Por primera vez me miré sin miedo al espejo y saqué de la nada un nombre con el que salir al mundo: Héctor Ortega.
Héctor Ortega
Héctor Ortega caminaba por el centro como yo. Héctor Ortega no tenía novias. Héctor Ortega no tenía amigos. Igual que yo. Héctor Ortega se quedaba parado a la salida de los cines. Esperaba el instante preciso en que los espectadores dejan de serlo, cuando la película abandona sus cuerpos y empiezan a ser transeúntes. Coleccionaba el instante preciso en que volvían a tener sus nombres y ya no era Chicago, y no era París ni Nueva York, y no eran inmortales ni gigantes. Héctor Ortega pensaba que eso era lo más importante de la película, el instante en que aún es parte de la sangre de los espectadores, cuando los defienden los neones, los vendedores ambulantes y las 800 motos estacionadas una al lado de la otra en el Paseo Matías Cousiño.
Cuando sentía que lo estaban reconociendo los espectadores, Héctor Ortega arrancaba. Imaginaba películas donde Allende seguía viviendo en el cerro Santa Lucía y Tarzán se deprimía entre los techos del cine Lido. Era una forma de salvarse de una pieza tan estrecha como la mía. Más chileno que nadie, sin señas particulares, enamorado de puros rostros que no lo veían, Héctor Ortega era yo sin futuro. Era yo sin pasado también.
Héctor Ortega era algo –alguien– que necesitaba extirpar de mi piel escribiendo. Una forma de hacerme un nombre sin que manchara el mío. Al tratar de hacerlo más anónimo que yo, descubrí que tenía una voz. Al tratar de dejarlo solo en un departamento del centro, me di cuenta de que vivía con mi familia en una casa de Ñuñoa. Al inventarle una pasión sin límites por las películas malas, me di cuenta de la impaciencia que me provocaban. Al leer sus quejas, sus gritos, sus ganas en el taller de Skármeta, me deshice de parte de mi rabia, de mis quejas y de mis gritos. Sudando por todos los poros, limpiándome los mocos con un boleto de micro, leí unas grandes hojas fotocopiadas a la rápida, lo que fue, quizá, mi primer texto escrito con absoluta libertad, sin saber ni sospechar hacia dónde iba.
Mientras tartamudeaba, supe que mi soledad era también una forma de coquetería. Quería conquistar de todas las formas posibles, con el patetismo, la soberbia, las palabras difíciles, las fáciles también, la poesía, el cómic, a esos alumnos serios e inteligentes que venían de otros talleres y publicaban microcuentos y relatos sutiles sobre la violencia política en antologías bilingües en sueco o franco canadiense. No había otra salida. No tenía otra. Que desnudo debí parecer en la sala calefaccionada del segundo piso del Goethe de la calle Esmeralda, donde habíamos sido seleccionados entre otros 200 postulantes, para dejar en claro que también en la literatura se había acabado la dictadura y los talleres semiclandestinos y las publicaciones en mimeógrafos. Qué patético, leyendo como un sordo metáforas sobre metáforas, imágenes y más imágenes para que me dejaran ahí, para merecer el milagro de sentarme los martes y los jueves, y ser un escritor prometedor. Desafiaba también porque los otros cuentos tenían desarrollo y personajes bien perfilados; lo mío eran versos en prosa, declaraciones de guerra, sin articulación alguna más que la voz misma del Héctor Ortega, desesperado, a la espera de algo que no sabe nombrar.
Agregando en vez de explicar, escribiendo en mayúsculas, corregida la ortografía en lápiz rojo por mi abuela unos minutos antes que me lanzara a leer... Terminé, sin sudor en el cuerpo, sin fuerzas para levantar la cabeza. Por unos segundos interminables nadie dijo nada. Hasta que el Chacal Tamayo (el muy premiado escritor de literatura infantil Luis Alberto Tamayo) se atrevió. No sabía muy bien qué era esto, si novela o cuento, pero lo encontró poético. Y mi forma de leerlo, altamente cómica. Le recordaba a Gregory Cohen, que leía unas cosas así en las peñas de la ACU (Asociación Cultural Universitaria, el reducto de los jóvenes escritores contra la dictadura). No sabía si leído de otra forma tendría gracia, no sabía si corregido y ordenado serviría de algo. Loco, raro, posmoderno, poético. Había imágenes, momentos, algo indeterminado, pero lo encontró original. Lo mismo opinó la Lili Ephick, la estrella del taller de la Pía Barros, y Pancho Mouat, quien citaba como si nada a Pavese y Borges en artículos sobre la coyuntura política. También Juan Pablo Poblete, que luego de leernos un cuento donde dos chicos saltaban las rejas de la Quinta Normal para hacer el amor, se hizo llamar Juan Pablo Sutherland. Y la Alejandra Farías, de la Universidad de Chile, que hablaba de textos y paratextos. Y la Andrea Maturana, que tenía apenas un año más que yo, pero contaba historias de señores mayores acostándose con adolescentes en laboratorios de biología.
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