Eduardo Zanini - Raúl Alfonsín

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Las compuertas de la libertad. El hombre que hizo falta para abrirlas fue Raúl Alfonsín, el emergente de un cambio. La democracia como forma de vida. Partiendo de sus orígenes como dirigente juvenil en Chascomús, el periodista Eduardo Zanini encuentra allí los gérmenes del pensamiento de Raúl Alfonsín, que podría sintetizarse en la fórmula que logró superar la antinomia peronismo-antiperonismo: «libertad con justicia social». Discípulo del histórico caudillo radical, Ricardo Balbín, Alfonsín se animó a romper y armar su propia línea interna, «Renovación y Cambio», con la que finalmente llegó a la presidencia de la nación. Como abogado, a pesar de ser un enemigo declarado de la violencia política, se encargó de promover, desde 1975 y durante toda la dictadura militar, presentaciones judiciales por violaciones a los derechos humanos. Ya como presidente de los argentinos fue el motor de la crucial transición a la democracia.Con un poder militar aún vivo, logró el enjuiciamiento a las cúpulas de la dictadura. Un caso paradigmático en el mundo, que le costó tres levantamientos castrenses en su contra. Zanini describe todas las adversidades contra las que tuvo que luchar Alfonsín durante los seis años de su presidencia, en especial el aspecto económico, que terminó minando su poder. Desde el llano desde 1989, sin un peso ajeno en el bolsillo, Alfonsín siguió siendo un constructor de la política argentina y tanto la reforma constitucional de 1994 como la creación y triunfo de la Alianza con Fernando de la Rúa llevan su sello. En el incendio del 2001, Raúl Alfonsín hizo su último aporte político de importancia. Después de sostener al Gobierno de la Alianza hasta el último minuto, acompañó la gestión del presidente provisional Eduardo Duhalde, como un militante dispuesto a defender la democracia a cualquier costo. Raúl Alfonsín fue el presidente que nos devolvió la vigencia del único sistema bajo el cual es posible convivir.

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El 10 de diciembre de 1983, Raúl Alfonsín dejó atrás la dictadura más sangrienta de la historia argentina y dispuso, como un caso paradigmático en el mundo, el enjuiciamiento a las cúpulas de la dictadura militar.

La cuestión económica fue una herencia insoportable que dejaron los militares. Deuda externa impagable e ilegítima, inflación descontrolada, salvo en un período del Plan Austral, precios internacionales desfavorables, una docena de paros generales de las centrales obreras, una estructura productiva sin modernizar fueron las condiciones bajo las cuales tuvo que gobernar.

La transición democrática argentina se llenó de tensiones. Los militares provocaron tres levantamientos, el más importante en Semana Santa de 1987, con la idea de condicionar la política de derechos humanos del Gobierno. Alfonsín concedió leyes para intentar frenar los planteos militares con un costo político altísimo.

En las elecciones legislativas de 1987 la UCR perdió y el Gobierno quedó a la intemperie, con escaso poder político, una situación económica explosiva y una oposición del peronismo dispuesta a volver lo más pronto posible al poder.

Un sueño colectivo, y propio, quedó consumado en julio de 1989. Un presidente constitucional de la nación le transmitía el mando a otro presidente civil elegido por el pueblo.

Las dificultades de su Gobierno las definió él mismo: “No tuvimos un solo día de tranquilidad”.

En su último mensaje al Congreso de la Nación admitió que “no supimos, no quisimos o no pudimos”.

El ex presidente se retiraba de la escena principal en 1989, sin un peso ajeno en sus bolsillos, convencido de que la austeridad representa un valor y una manera de vivir.

Alfonsín volvió a construir con una tozudez inquebrantable, pese a su imagen deteriorada, un poder político, sin dudas, con influencias sembradas con su propio sello.

Una Constitución por consenso fue el argumento que sostuvo cuando los partidos mayoritarios bajo el Pacto de Olivos reformaron la Carta Magna en 1994. Alfonsín confiaba en modificar una cultura concentrada en el presidencialismo con la incorporación de nuevas figuras institucionales.

Como un límite a las nuevas intenciones reeleccionistas del Gobierno, Alfonsín diseñó otro plan político, uno nuevo, uno más.

La Alianza entre la UCR y el FREPASO, un conglomerado de partidos de centroizquierda, ganó las elecciones de 1999. Fernando de la Rúa, su viejo adversario ideológico, llegaba a la presidencia de la nación.

La Alianza se deshizo en poco tiempo y quedó en la historia por su incapacidad para manejar la escena política y salir de la crisis provocada por el Plan de Convertibilidad, que había provocado más pobreza, cierre de fuentes de trabajo e industrias quebradas.

En el incendio de 2001, Raúl Alfonsín hizo su último aporte político de importancia. Después de sostener al Gobierno de la Alianza hasta el último minuto, acompañó la gestión del presidente provisional Eduardo Duhalde, como un militante dispuesto a defender la democracia a cualquier costo.

La reivindicación de su figura es contundente. Para el padre de la democracia argentina, parece que es un homenaje injusto. Siempre estuvo persuadido de que a la democracia la recuperaron todos los argentinos.

El monumento de bronce en su homenaje, que mira desde el parque “Libres del Sur” a la laguna, en Chascomús, tiene inscripto al pie una parte de aquel Preámbulo que anunciaba que los vientos democráticos iban a derrumbar la larga tormenta de la dictadura.

Raúl Alfonsín, el presidente de la nación que nos devolvió la vigencia del único sistema bajo el cual es posible convivir.

Buenos Aires, septiembre de 2018

Capítulo I

La víspera

Mi esperanza, simplemente, consiste en mantener el régimen democrático y para mantenerlo debemos hacerlo fuerte, capaz de reprimir con fuerza a los siempre posibles asaltantes.

−Ernesto Sabato

Con medio cuerpo inclinándose levemente hacia adelante, los brazos laxos a los costados, Raúl Alfonsín saludó, dio media vuelta sobre sí mismo y se escabulló por una de las puertas laterales de la suite principal del último piso del hotel. Eran las diez de la noche del 9 de diciembre de 1983.

Unas pocas horas después, ese hombre, cuyo documento de identidad registraba que había nacido el 12 de marzo de 1927 en Chascomús (provincia de Buenos Aires), iba a ser el nuevo presidente constitucional de la Argentina.

Unas veinte personas que conversaban allí, dispersas, en grupos de dos o tres, interpretaron el gesto de despedida y entendieron que debían irse, sin demasiada excusa, de ese salón.

Los últimos pisos del hotel Panamericano, ubicado en Pellegrini y Lavalle, en el centro de la ciudad de Buenos Aires, eran el lugar más seguro y cercano a todos lados, fue lo que evaluaron los responsables del Gobierno electo.

Durante casi un mes hubo cientos de reuniones, discusiones interminables y arreglos para resolver cómo sería ese Gobierno que abriría nuevamente las puertas de la democracia en la Argentina. La primera línea del gabinete había quedado conformada pocos días después del triunfo de octubre en una quinta de las afueras de Chascomús, “La Encarnación”, cedida por uno de los amigos de Alfonsín, el Gordo Alfredo Bigatti, a fin de evitar situaciones incómodas.

Aunque entonces los Alfonsín ya eran una familia numerosa, todos los días, a la mañana y a la tarde, aparecían primos, tíos lejanos y parientes desconocidos. Del mismo modo, los vecinos del pueblo que se atribuían contacto o conocimiento querían una reunión, saludo o audiencia.

En esa chacra, Alfonsín mantenía reuniones todo el día. En algún momento libre salía a caminar. Una semana más tarde, se mudó a otra quinta, pero ahora en el Gran Buenos Aires, para intentar descansar y definir otros asuntos de su futuro mandato. El lugar era incómodo. Un amigo empresario le sugirió que el hotel Panamericano era el mejor lugar para terminar de definir el nuevo mapa del gobierno y allí se instalaron.

Desde las elecciones de octubre de ese año 1983, en las que la Unión Cívica Radical obtuvo el 51,7 % de los votos contra 41 % del peronismo, la dictadura intentaba recoger los últimos escombros de su naufragio, y el Panamericano, a partir de mediados de noviembre, era el centro del poder político en la Argentina.

El lugar se había convertido en una interminable caravana de gente que entraba y salía, de dirigentes y militantes de todos los colores que querían ver y hablar con el presidente electo. Sindicalistas, dirigentes deportivos, representantes de organismos de derechos humanos y flamantes parlamentarios formaban parte de la lista de visitantes.

Periodistas locales y extranjeros se instalaron en uno de los salones del entrepiso y se arreglaban para transmitir con cuatro líneas de la empresa estatal de teléfonos, con operadora si querían comunicarse con el interior, una media docena de máquinas de escribir mecánicas Remington y los cables de los canales de televisión cruzados por todos lados.

Pero también transitaban por allí discretos servicios de inteligencia disfrazados de civiles de saco y corbata. Muchos llevaban alguna demanda encarpetada que, decían, debía ser atendida de urgencia por alguna futura autoridad de la nación.

O personajes insólitos, como aquella mujer que apareció de la nada una tarde de conferencia de prensa con el futuro equipo de energía y planteó con un desborde de palabras que el Gobierno debía ocuparse en forma prioritaria de la canalización y el cuidado del río Bermejo.

En los pisos dieciocho y diecinueve el presidente se había instalado con su equipo e improvisaron como oficinas varias habitaciones. Un salón más grande servía para reuniones de muchas personas y pocos resultados concretos.

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