Cuando creamos categorías distintas es inevitable que algunas personas o grupos con los cuales convivimos en un territorio sean percibidos como «forasteros». Al decidir que el grupo Y es intrínsecamente diferente del X, estas diferencias se convierten en la base para establecer que la forma de ser de «nuestro» grupo es la forma inherentemente «correcta» de ser, ya sea que esta se fundamente en el color de piel, la cultura o el país de pertenencia.
La diferencia o la alteridad pueden parecer amenazantes y peligrosas, pero constituyen una herramienta clave en la creación de las identidades contemporáneas y las ideologías de las naciones. La diferencia también se manipula frecuentemente para controlar los sistemas y los individuos que dan forma a la migración. Se trata de un concepto que puede ser reavivado en diferentes situaciones de movilidad y contacto entre diferentes grupos étnicos o raciales. Pero la necesidad de manejar la alteridad por parte de las comunidades, las sociedades y los estados aparece desde mucho tiempo antes de la existencia de los modernos Estados nación. Los romanos, por ejemplo, otorgaban grados limitados de ciudadanía a quienes vivían en las tierras que iban incorporando al imperio durante su expansión. Pero, aunque conferían la ciudadanía romana y sus derechos públicos y privados concomitantes a los habitantes de ciertas ciudades y no a los de otras, esta ciudadanía era incluyente y no conllevaba asociaciones exclusivas con ciertos grupos étnicos. Por el contrario, acogía una gran diversidad de culturas, lenguas y religiones[43]. Otras sociedades, como el Imperio otomano en el Medio Oriente o la dinastía Ming en China, tenían políticas mucho más severas. Los otomanos removían forzosamente a niños de las familias que vivían en tierras remotas bajo ocupación, criándolos como musulmanes y forzándolos a hablar turco. En la China de la dinastía Ming, aunque había muchos trabajadores extranjeros sirviendo en un extenso aparato de relaciones exteriores —musulmanes de Asia central y el norte de África, por ejemplo—, los regentes del reino creían que no necesitaban nada proveniente de fuera. Se concebían a sí mismos como superiores material y culturalmente, rodeados por sociedades bárbaras; y esta percepción fundamentó una política de aislamiento total que duró varios siglos.
IDENTIDAD PERSONAL Y COLECTIVA
Lo que hace que los individuos sean quienes son no viene dado solamente por sus rasgos y características personales, sino también por su pertenencia —atribuida por uno mismo o por otros— a categorías o grupos sociales (reales o imaginados). La identidad colectiva se refiere al sentimiento de pertenencia compartida de una persona a un grupo. La identidad que se deriva del grupo (o «colectivo») moldea una parte de la identidad personal de un individuo. La participación en actividades sociales puede proporcionar a los individuos un sentimiento de pertenencia y una identidad que supera los límites de su identidad individual. Esta relación de retroalimentación entre identidad personal y colectiva es uno de los procesos fundamentales de la existencia del hombre en comunidad. A veces es posible que este sentido de pertenencia a un grupo particular se convierta en algo tan fuerte que se imponga sobre otros aspectos de la identidad de una persona: ejemplo de esto son las identificaciones religiosas, las ideologías políticas o el nacionalismo. El anhelo profundo que pueden tener las personas de verse a sí mismos como seres plenos puede inspirar un deseo de pertenecer a algo más grande que uno mismo, y de participar activamente en la vida de esta entidad (social) hecha de factores que trascienden al individuo.
Estas divisiones han resultado históricamente en hostilidad hacia aquellos que no son parte del grupo dominante, que podían ser vistos como una amenaza o un lastre, en detrimento de la existencia del grupo. La hostilidad en contra de las personas percibidas como diferentes, y, por lo tanto, marginadas, puede generar una mentalidad de «nosotros contra ellos». A veces, como en el caso de la Sudáfrica de la época del apartheid , se produce una segregación de los diferentes sostenida en el orden legal y asegurada con políticas represivas y confinamiento espacial. Pero en otros casos, se busca incluirlos para hacer un uso político de ellos. Por ejemplo, las poblaciones o facciones políticas dominantes pueden tratar de asimilar a su propio grupo a miembros diferentes de la sociedad, para darse legitimidad como gobernantes del país. En Venezuela, por ejemplo, se creó un Ministerio de Pueblos Indígenas, y estos fueron incluidos simbólica y propagandísticamente; pero los derechos territoriales de las poblaciones indígenas están lejos de ser atendidos. En la medida en que categorías como la raza y la religión se definen por instituciones formales del Estado, estas identidades se vuelven fuertemente politizadas, controladas y disputadas.
La mentalidad de «nosotros contra ellos» ayudó en un pasado a las sociedades humanas a sobrevivir, pero seguir entendiendo la diferencia en términos antagónicos quizá haya dejado de ser productivo para el desarrollo de la convivencia. Nuestra fijación en las categorías que distinguen a algunas personas de otras puede llevarnos a rechazar la diferencia y congelarla, en vez de explorarla, convivir con ella y acoger lo que pueda resultar enriquecedor. Es poco probable que los humanos dejen de categorizarse entre sí en un futuro, y la migración es un campo en el cual la categorización de propios y extraños aparece cotidianamente. Para apreciar y entender sus complejidades, hace falta reconocer que aquellas personas que son diferentes de nosotros no tienen por qué ser vistos instintivamente como amenazas. Mientras los humanos tenemos muchas similitudes, también tenemos otras tantas diferencias, y estas últimas son las que hacen que ser humano en el mundo de hoy sea tan interesante, estimulante y disfrutable. La gente que se posiciona en contra de la inmigración suele perder de vista estas consideraciones de sentido común.
Tierra, territorio e identidad
En 1942 la filósofa y activista política Simone Weil escribió que «estar arraigado es quizá la necesidad más importante y menos reconocida del alma humana»[44]. La idea de que los humanos han sido prototípicamente sedentarios ha sido dominante por largo tiempo, pero esto no significa que estar arraigado geográficamente de forma permanente sea «normal» y que el movimiento sea una aberración. Cuando hablamos de «raíces» nos referimos tanto a conexiones materiales y perceptivas como a otras metafóricas e imaginadas que conectan a las personas con sus lugares, y a las redes de apoyo que generan una sensación de pertenencia con ese sitio. En el capítulo 2 veremos cómo la movilidad de las cosas, de las ideas y de la gente ha sido generalizada en las sociedades humanas durante milenios. Y, sin embargo, las ideas sobre las raíces, la tierra y el territorio están tan firmemente inscritas en nuestro lenguaje y formas de pensar que nos pueden llevar a olvidar el papel fundamental del movimiento para el ser humano.
La noción de territorialización de la identidad es la idea de que la identidad social o cultural de un individuo está determinada por el anclaje a un espacio fijo, a una extensión establecida y delimitada de tierra. Desde este enfoque conceptual y político, se hace aparecer los nexos entre la gente y el lugar, y entre la nación y el territorio, como si fueran naturales, como una característica inmutable de la relación entre grupos humanos y su espacio geográfico. Por ejemplo, la noción de una cultura humana se basa en la idea de que en algún lugar existen raíces estables y fijas, y una existencia territorializada[45]. El propio término cultura está ligado etimológicamente a la palabra cultivar . Esto es llamativo, si se considera hasta qué punto el movimiento humano ha sido una característica que ha definido a las sociedades durante miles de años[46].
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