Movimientos en distintos países comenzaron a impulsar cambios con el objeto de lograr la visibilización de la víctima en los procesos penales, entre ellos la creación de políticas públicas y servicios sociales de protección y programas de compensación para determinados grupos de personas (Fattah, 1992; Marchiori, 2004; Walklate, 2007).
De esta forma surge en la segunda mitad del siglo XX el “redescubrimiento de la víctima” en gran parte de las legislaciones procesales penales, reconociendo el rol especial de esta ante la Justicia, y con esto se comienzan a reconocer sus derechos y se inician programas de atención y compensación en su favor (Ferreiro, 2005). Asimismo, se acuerdan diversos instrumentos internacionales sobre la materia 3, en los que se individualiza el concepto o calidad de víctima, se fijan los estándares mínimos para su participación en el sistema penal y se identifican los derechos que debieran ser reconocidos por los Estados.
En este ámbito, destaca hasta el día de hoy la Declaración sobre los Principios Fundamentales de Justicia para las Víctimas de Delito y del Abuso de Poder, adoptada por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas el 29 de noviembre de 1985. Dicho acuerdo entrega un concepto de víctima que se utiliza hasta la actualidad: “Las personas que, individual o colectivamente, hayan sufrido daños, inclusive lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdida financiera o menoscabo sustancial de los derechos fundamentales, como consecuencia de acciones u omisiones que violen la legislación penal vigente en los Estados Miembros, incluida la que proscribe el abuso de poder” (ONU, 1985. Sección A. 1.). Asimismo, se incluye en dicha calidad a “los familiares o personas a cargo que tengan relación inmediata con la víctima directa y a las personas que hayan sufrido daños al intervenir para asistir a la víctima en peligro o para prevenir la victimización” (ONU, 1985. Sección A. 2.).
Además, la Declaración señala una serie de derechos a respetar:
• Acceso a la justicia y trato justo, entre los que se cuenta la adecuación de los procedimientos judiciales a sus necesidades, principalmente a través de la entrega de información completa y oportuna; permitiendo que sus opiniones y preocupaciones sean presentadas; y adoptando medidas para reducir las eventuales molestias causadas, proteger su intimidad y garantizar su seguridad 4.
• Resarcimiento por parte de la persona que cometió la conducta.
• Indemnización por parte del Estado de manera subsidiaria al resarcimiento del autor del delito.
• Asistencia tanto material, médica, psicológica como social.
El avance en el estudio de las víctimas ha podido identificar que algunos grupos de personas se encuentran en mayor riesgo que sus derechos sean vulnerados 5, por lo que son más propensos a ser sujetos pasivos de delito o a percibir de manera más intensa la respectiva victimización 6, siendo denominadas habitualmente “víctimas en condiciones especialmente vulnerables”. Entre estos grupos de personas se encuentran los niños, niñas y adolescentes, quienes, como indica la Declaración de los Derechos del Niño, necesitan protección y cuidados especiales por su falta de madurez física y mental.
Desde la perspectiva del Derecho, lo que constituye a un grupo humano como vulnerable es su situación especial de desprotección en cuanto al disfrute pleno de los derechos humanos, más que una situación intrínseca de las personas (Núñez, 2012). De esta forma, la edad hace a los niños, niñas y adolescentes un grupo particularmente vulnerable en razón de su invisibilidad jurídica y su alto grado de dependencia (DHES, 2014).
Del mismo modo, se ha estudiado el impacto negativo que las víctimas pueden llegar a experimentar por las acciones u omisiones de terceros que intervienen con posterioridad a la comisión del delito. Esta inadecuada respuesta a las necesidades de las víctimas se configura como una segunda experiencia victimizante, conocida como victimización secundaria, la cual podría causar una profundización de los efectos negativos del delito u originar nuevas afectaciones en las personas, ya sean psicológicas, emocionales, sociales, patrimoniales, entre otras. De hecho, se estima que este tipo de victimización podría llegar a ser incluso más negativa que la ocasionada por el propio delito (Beristain, 1994; Gutiérrez de Piñeres, Coronel y Pérez, 2009; ONU, 1999).
La demostración más clara de este fenómeno se encuentra en los procesos de Justicia Penal, lo que se conoce como victimización secundaria institucional. Tal como plantea García-Pablos de Molina, esta “abarca los costes personales derivados de la intervención del sistema legal, que, paradójicamente, incrementan los padecimientos de la víctima” (2003, p. 145). De hecho, tal como se señala en el Manual de Justicia para Víctimas de Delito y del Abuso de Poder de la ONU (1999), este tipo de victimización secundaria puede alcanzar la negación completa de sus derechos humanos, al no reconocer su experiencia como víctima de un delito.
Los niños, niñas y adolescentes, dada su edad y nivel de madurez, son más proclives a experimentar esta victimización secundaria, en especial, por el actuar de las instituciones y actores del Sistema de Justicia 7(Cumbre Judicial Iberoamericana, 2008; ONU, 2005 y ONU, 1999; Requejo, 2013).
El reconocimiento de este fenómeno y su potencial afectación a grupos de víctimas en condiciones particularmente vulnerables han justificado la creación de medidas especiales que buscan adecuar los procesos penales para que puedan ejercer en plenitud sus derechos, sin estar expuestos a padecer nuevos efectos negativos. Así se facilita su participación y acceso efectivo a la Justicia, reduciendo el eventual trauma y estrés que pudieran experimentar (Burton, Evans y Sanders, 2006; Sanz, 2008).
Diversas directrices internacionales describen algunas de estas medidas, entre las que destacan, reducir el tiempo de tramitación de las causas; contar con personal especializado que pueda trabajar de forma coordinada con el resto de las instituciones involucradas en los procesos, procurando un abordaje interdisciplinario; adaptar los espacios y el equipamiento de tribunales, comisarías y oficinas de fiscalía a las necesidades de este grupo vulnerable; evitar el contacto directo de la víctima con el imputado; y videograbar las declaraciones de las víctimas para utilizarlas en la mayor cantidad de instancias y así evitar la necesidad de nuevas comparecencias (Cumbre Judicial Iberoamericana, 2014, 2008; ONU, 2005, 1999, 1985).
2. Los derechos de los niños, niñas y adolescentes víctimas de delito
El Sistema de Justicia se enfrenta a un gran desafío al momento de abordar la participación de los niños, niñas y adolescentes víctimas en los procesos penales: “Todo niño, niña y adolescente debe ser objeto de una especial tutela por parte de los órganos del sistema de justicia en consideración a su desarrollo evolutivo” (Cumbre Judicial Iberoamericana, 2008, regla No. 5). Los procedimientos investigativos y las intervenciones judiciales deben considerar el más irrestricto respeto a las garantías que estos tienen como personas, como NNA y como víctimas en situación de vulnerabilidad 8.
Respecto de los derechos intrínsecos a su calidad de niños, niñas y adolescentes, adquiere en este caso suma relevancia la consideración de su interés superior y del derecho a ser escuchados y tomados en cuenta, consagrados en la Convención sobre los Derechos del Niño (en adelante, CDN) 9. El Comité de los Derechos del Niño (2013) ha señalado que son principios generales a los que debe atenderse para la interpretación, aplicación y respeto del resto de las garantías que tienen los niños, niñas y adolescentes 10. En este sentido, se establece que todas las decisiones que se adopten durante las intervenciones judiciales deben “obedecer a la finalidad principal de proteger al niño, salvaguardar su posterior desarrollo y velar por su interés superior” (Comité de los Derechos del Niño, 2013, p. 23).
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