Me recupero poco a poco. Cada meta que tacho de mi lista representa una pieza de mí que se restaura. Le demuestro de ese modo a mi familia que es importante soñar, y a mí misma que lo merezco. Seguir empeñada en hacer cosas que siempre he querido me entusiasma mucho. Ya me puse en contacto con amigos y familiares, y varios de ellos me acompañarán en algunas de mis aventuras de los seis años próximos. Es así como reconstruyo mi comunidad, mi aplomo y principalmente a mí misma.
~Leah Isbell
La palabra intenta no significa nada. Jamás intentas hacer algo. Tan pronto como inicias una tarea ya estás haciéndola. Lo importante es que la termines.
~LA TISHA HONOR, TEEN ROACH
Nunca fui un velocista. En mi infancia, siempre que competíamos en la carrera de 50 o 400 metros planos, la competencia de los sacos o cualquier otra prueba de atletismo, yo acababa entre los últimos.
Ya adolescente, y como miembro del equipo de beisbol 14th Ward American Legion, tuve el honor de ser el corredor más lento. En los entrenamientos previos a la temporada, el entrenador formaba en la diagonal de la cancha de la Taylor Allderdice High School a sus dieciséis jugadores, para que corrieran los 100 metros hasta la diagonal opuesta. Si terminábamos como parte de la primera mitad, podíamos retirarnos. Pero si nos contábamos entre los ocho últimos, teníamos que correr otros 100 metros. Así, ocho corríamos de nuevo, y los cuatro primeros de ellos podían marcharse. Los cuatro restantes se reducían después a dos, y finalmente estos dos a uno.
Yo era siempre el que corría en solitario al final.
Así, veinte años más tarde, cuando a los treinta y ocho me inscribí en mi primera y única carrera oficial —el Pittsburgh Mount Oliver Two-Mile Challenge—, no tenía ni de lejos la menor esperanza de que ganaría.
Entré porque un amigo de la universidad, Jim Hosek, era el director de la carrera y me pidió que participara. En ese evento se recaudarían fondos para su iglesia St. Joseph, de Mount Oliver.
Así que me presenté, pagué la cuota de inscripción, me colocaron un número en la espalda y me situé en la línea de salida, donde esperé el inicio de la carrera en compañía de doscientas cincuenta o trescientas personas más.
Llevaba poco tiempo ahí cuando alguien avisó en un micrófono:
—Si pesas más de 90 kilogramos, pasa por favor a la báscula.
Cuando oí este anuncio, dos pensamientos pasaron por mi mente. Uno, ¿qué tiene que ver el peso con una carrera? Y dos, creo que yo peso más de 90 kilos .
Yo era siempre el que corría en solitario al final. Fui a la báscula y un señor me pidió que me subiera en ella.
—¡Noventa y dos kilos! —anunció—. Perteneces a la división Percherones —anotó en una hoja el número que yo llevaba en la espalda.
Supongo que debí preguntarle qué significaba pertenecer a la división Percherones, pero no lo hice.
La carrera empezó poco después.
Casi todos salieron disparados delante de mí y otros me rebasaron en el camino. Sin embargo, al menos una docena caminaba en vez de correr, así que tuve la certeza de que no ocuparía el último lugar.
La pista no fue fácil. Gran parte de ella era cuesta arriba. Además, el día de la carrera, jueves 4 de agosto de 1988, la temperatura llegó a 33 grados en Pittsburgh. Y esa tarde, al comenzar el evento, no había refrescado aún y había mucha humedad.
Aunque la carrera era de sólo 3 kilómetros, unos voluntarios tendían vasos de agua a los corredores. No tomé ninguno; temí perder el ritmo, que el agua bajara por el conducto equivocado o que yo dejara de correr.
Terminé con un tiempo de 22:21. El ganador fue Dan Driskell, de treinta y siete años, de Mt. Lebanon, quien llegó en 10:20.
Para poner esto en perspectiva, Driskell concluyó la carrera un minuto antes de que yo llegara a la mitad.
Como ya dije, nunca fui un velocista.
Cuando llegué a la meta, había cerveza gratis para todos los mayores de veintiún años. ¡Jamás una cerveza me supo tan buena!
Mientras la bebía, alguien con un micrófono no cesaba de repetir en la línea de meta:
—¡Quédense a la ceremonia de premiación, que está por empezar!
En esa ceremonia se anunció como ganador oficial a Dan Driskell, quien recibió un trofeo. También recibieron el suyo la mujer que llegó en primer lugar y el campeón y campeona del Borough of Mount Oliver, así como los campeones mayores de cuarenta.
Llegó entonces el último premio, para el primer lugar de la categoría de más de 90 kilos, la división Percherón. Y en ese instante pronunciaron mi nombre.
Aunque esto me tomó por sorpresa, no perdí la compostura. No me desmayé, lloré ni nada por el estilo.
Me acerqué a la mesa y recibí un trofeo. La gente aplaudió. Mi esposa, mi pequeña bebé y mi hijo, de cuatro años, estaban presentes en ese magno acto.
Cinco minutos más tarde, encontré a mi amigo Jim.
—Agradezco mucho este trofeo, Jim, pero ¿cuántas personas hubo en la división Percherones?
Abrió un fólder y buscó entre una docena de hojas, con los nombres de los participantes y los resultados. Por fin halló la hoja de los Percherones.
—Dos personas —respondió.
—¿Nada más dos? —exclamé—. ¿Esto significa que sólo vencí a una?
—Sí —contestó entre risas y yo también reí.
Supongo que la moraleja de esta historia es que no todos podemos ser Percherones, y menos aún el Percherón ganador .
~Steve Hecht
La continuidad nos da raíces y el cambio, ramas. Permite que nos extendamos, crezcamos y alcancemos nuevas alturas .
~PAULINE R. KEZER
Cuento de hadas en Australia
Si te aceptas como principiante, en todo momento aprenderás cosas nuevas. Si lo consigues, el mundo se abrirá por entero para ti .
~BARBARA SHER
Un sujeto golpeaba desesperadamente la ventanilla de mi auto para llamar mi atención.
—¿Se encuentra bien? ¿Se encuentra bien?
Aunque me daba vueltas la cabeza y estaba un poco aturdida, bajé el cristal.
—Sí, estoy bien. ¿Qué ocurrió?
—¡Se estampó contra mi auto! —respondió agitado—. Giró desde el carril izquierdo y se impactó en mi cajuela. ¡Gracias a Dios está bien!
—Supongo que me dormí —lo miré en un estado de pasmo, todavía atontada y confundida.
—Quédese aquí —dijo—. Llamaré a la policía.
Mi auto estaba varado en la orilla de la autopista I-95 South, al norte de Boca Ratón, Florida, donde yo vivía. Eran las tres de la mañana y minutos antes me dirigía a casa tras haber prestado un servicio de emergencia; un paciente había sufrido un infarto mientras se le practicaba una cateterización cardiaca para aliviar una angina severa. Esto es lo que los anestesistas llamamos un “desastre de labcat”. Luego de tres horas de recibir respiración asistida continua, el paciente fue trasladado a la unidad de terapia intensiva. Mi labor había concluido y estaba agotada.
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