Cristina Giraldo Prieto - Entre el azadón y el smartphone

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Entre el azadón y el smartphone recoge una serie de reflexiones sobre las intervenciones del Estado desde las políticas culturales, particularmente de la política de diversidad cultural y su enfoque diferencial, a partir de la experiencia de tres tipos de sujetos/agentes. Así, se presentan dos casos de quienes transitaron del ámbito académico al ámbito laboral práctico a través de la mediación del Estado: un sujeto/agente contratista del Estado –de la Biblioteca Nacional, entidad del Ministerio de Cultura–, cuya reflexión directa se circunscribe en estas páginas; y unos sujetos/agentes ganadores del estímulo Pasantías en Bibliotecas Públicas de la Convocatoria de Estímulos 2015 del Ministerio de Cultura, cuyo accionar y reflexión permitieron establecer líneas de sentido para comprender los matices y requiebros de las intervenciones del Estado desde el «sector cultural» en el tercer tipo de sujeto/agente, receptores de aquella intervención –¿escalonada?–, cuyas voces, experiencias y percepciones le dan cuerpo a esta disertación: jóvenes habitantes de zona rural de los municipios de Anzoátegui, Tolima; Lorica, Córdoba, e Inzá, Cauca.

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No negué que era exigente y que, como Marisel sabía, todos teníamos una responsabilidad muy grande cuando contábamos con la oportunidad de trabajar con las personas a través de las bibliotecas públicas, pero era claro que yo quería conocer el proceso, conocerlos a ellos, entender cómo estaba funcionando la biblioteca pública, cómo se había desarrollado la pasantía y, sobre todo, escuchar y aprender. Así, cuando ya estuvo lejos la nominación de doctora y todos se sintieron cómodos llamándome Cristina, empezaron a enseñarme quiénes eran, me mostraron sus vidas y me enseñaron un poco lo que habían sido estos meses en compañía de Marisel y lo que para ellos significaba su biblioteca. Recuerdo mucho la risa de Jackeline y su disposición para hablar y mostrar que era la líder del grupo de jóvenes que se había formado en esa indagación, propuesta por la pasante alrededor del tema de la mochila atanquera.

La mayoría de ellos sabía tejer las mochilas, pero nunca se habían interesado por preguntar sobre el significado que tiene el tejido para su etnia, ni en indagar con sus padres o abuelos por qué tejían, ni qué simbolizaban las imágenes que se plasmaban en la mochila. Para ellos, el tejido era una práctica que tenía repercusiones económicas: tejían viendo televisión, hablando con sus amigos o simplemente tomando el fresco de la tarde y con eso ayudaban a la economía del hogar, ya que vendían las mochilas a los compradores (acaparadores, como se les llamaba) que llegaban a Atánquez y que las vendían en Valledupar. Eso era todo. Entonces, pensé en cómo las tradiciones son también procesos dinámicos que están determinados por las formas de vida, los circuitos económicos y las prácticas cotidianas; en ese afán por querer preservar y resguardar las memorias y saberes, tan de moda últimamente, no estaba demás escuchar con mucha atención a los jóvenes y sus posiciones al respecto e imaginar las idealizaciones que sobre las mochilas y sus significados harán los compradores en Valledupar, venidos seguramente de las grandes capitales, antes de llevárselas a su casa.

Marisel me contó que cuando empezó a indagar sobre el origen, los significados y las prácticas que alrededor del tejido se habían creado, los jóvenes manifestaron poco a poco interés en aquello. Souldes ratificaba lo anterior y coincidía en el hecho de que se habían propiciado valoraciones importantes alrededor de esta práctica que, por las circunstancias, se había transformado en quehacer laboral y económico. Todo eso sucedía no solo por el proyecto de la pasante, sino gracias a un proceso de reconocimiento y revaloración de lo que era la etnia Kankuama, el cual lideraban profesores y mayores de la comunidad y al que Souldes había inscrito las lógicas y dinámicas de la biblioteca pública que se había empeñado en fortalecer para apoyar este fin.

Los kankuamos habían vivido una historia particular, me contaba Souldes tiempo después. De las cuatro etnias que habitan la Sierra Nevada de Santa Marta habían sido ellos los que mayor contacto habían tenido con los colonos y con las lógicas de los blancos, por estar más cerca de Valledupar; por eso mismo, habían sufrido fuertemente el embate del conflicto interno armado y de grupos paramilitares que querían despojarlos de su tierra. Perdieron su vestimenta, su lengua –solo algunos pobladores mayores recordaban algunas palabras–, sus prácticas ancestrales y, a su vez, el reconocimiento que las otras etnias indígenas tenían sobre ellos.

Mire –decía Souldes–, nosotros durante mucho tiempo no supimos quiénes éramos, para la gente de Valledupar éramos los paisanos, los indígenas, pero para las otras etnias de la Sierra que están más adentro de la montaña éramos los occidentales, ya blancos si se quiere, así que sabernos kankuamos y recuperar por lo menos nuestra historia para reconocernos como indígenas y valorar nuestro pasado es la principal tarea que tenemos ahora. (Maestre, 2014)

También habían perdido muchos miembros y líderes comunitarios asesinados a manos de paramilitares; en las casas aún estaban las marcas de las balas, y en cada familia había por lo menos una desaparición relacionada con ese periodo de la violencia, como me lo dijo Souldes y como lo corroboré tristemente en las charlas que sostuve con las familias que me acogieron esos días.

Al recorrer las calles empedradas y empinadas de Atánquez, hablaba con los jóvenes para saber qué pensaban ellos sobre este tema: si se reconocían como kankuamos, si se sentían indígenas, si les interesaba recuperar todas aquellas prácticas ancestrales que, para ellos, eran por ahora relatos de algo que fue. Para mi sorpresa, la respuesta a la pregunta sobre su ser indígena fue negativa y declarada sin temor. Ellos, por lo menos los jóvenes con quienes hablé esos días, más que identificarse como kankuamos, se identificaron como atanqueros: me decían que las cosas habían cambiado, que ellos habían nacido y habitaban Atánquez tal como era y como lo habían conocido y que, claro, les interesaba conocer la historia de sus raíces como kankuamos, pero que no les interesaría tener la vida que se tenía antes, ya que ellos querían otras cosas. De igual manera, apoyarían los procesos que buscaban revalorar ese ser indígena kankuamo, conocerían la historia de la etnia y seguramente valorarían ese pasado, pero ellos eran otros ahora y estaban felices de ser lo que eran: atanqueros. La posición de Souldes era distinta: aunque los años que lo distanciaban estos jóvenes no eran muchos, entre seis y siete, era hijo de un mayor y etnoeducador kankuamo, había participado en diferentes procesos del resguardo como líder juvenil y, si bien su posición era distinta a la de aquellos, comprendía el porqué de las respuestas de los jóvenes, los respetaba y advertía claramente el tránsito en el que todos estaban desde antes de nacer.

En relación con las mochilas y su repercusión cultural, valoraban mucho conocer su historia, entender los significados de los que estaba cargada aquella práctica y posibilitar que otros, las generaciones venideras, no olvidaran aquel oficio, supieran sobre su origen y lo siguieran practicando, aun con todos los cambios ocurridos. Sin embargo, algo les apremiaba ahora: eran conscientes de que los acaparadores que venían de afuera ofrecían muy poco por sus mochilas y las vendían a cuatro o cinco veces más del valor que habían pagado por ellas; así, estos jóvenes querían anclar este proceso, iniciado en la biblioteca y con la pasantía de Marisel, a la conformación de una cooperativa u organización en Atánquez, con el fin de vender las mochilas sin intermediarios, para que así las familias que vivieran de aquello obtuvieran un precio justo por su trabajo y lograran solventar otras necesidades.

Para mí, Atánquez fue el mismo frescor que bajaba de la Sierra y apaciguaba las hordas de calor del Valle de Upar. Allí, las conversaciones con jóvenes, líderes y mayores me habían mostrado movimientos, reacciones y tránsitos que estaban más allá de las comprensiones en blanco y negro. Tenía que entender los matices y comprender eso que ya había asimilado para mi vida personal hace mucho: que la existencia era tensión, conflicto, y que la vida social, aquella interacción de los grupos humanos, siempre iba a estar cargada de lucha y juegos de poder. Paralizarse no es una opción, lo importante “es integrar el agonismo y la contingencia dentro de las propias luchas políticas y aprender a vivir con ello” (Castro-Gómez, 2012, p. 224).

Así era la cosa y así terminé hablándome en aquella noche bogotana, después del abatimiento producido por la interpelación del documental La selva inflada. Inflados quedamos todos, la sensación de ser un globo cargado de plomo no sería fácil de eliminar; nada estaba resuelto, no había respuestas aún y, sin embargo, volvía a recargarme al pensar en el movimiento y el trabajo constante en las fisuras, los intersticios, los bordes… Sí, era trágico, pero esa era nuestra condición y no por ello debíamos dejar de actuar: debíamos comprender la situación y continuar.

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