Cristina Giraldo Prieto - Entre el azadón y el smartphone

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Entre el azadón y el smartphone recoge una serie de reflexiones sobre las intervenciones del Estado desde las políticas culturales, particularmente de la política de diversidad cultural y su enfoque diferencial, a partir de la experiencia de tres tipos de sujetos/agentes. Así, se presentan dos casos de quienes transitaron del ámbito académico al ámbito laboral práctico a través de la mediación del Estado: un sujeto/agente contratista del Estado –de la Biblioteca Nacional, entidad del Ministerio de Cultura–, cuya reflexión directa se circunscribe en estas páginas; y unos sujetos/agentes ganadores del estímulo Pasantías en Bibliotecas Públicas de la Convocatoria de Estímulos 2015 del Ministerio de Cultura, cuyo accionar y reflexión permitieron establecer líneas de sentido para comprender los matices y requiebros de las intervenciones del Estado desde el «sector cultural» en el tercer tipo de sujeto/agente, receptores de aquella intervención –¿escalonada?–, cuyas voces, experiencias y percepciones le dan cuerpo a esta disertación: jóvenes habitantes de zona rural de los municipios de Anzoátegui, Tolima; Lorica, Córdoba, e Inzá, Cauca.

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Los procesos de aculturación son evidentes y, aunque no es posible creer ya en ideas esencialistas sobre las comunidades indígenas, las cuales han devenido nada más ni nada menos que en un mercado, donde el etnoturismo y las experiencias espirituales a través de plantas ancestrales son el último grito de la moda de jóvenes citadinos que quieren sentirse fuera del sistema, es necesario reflexionar sobre las implicaciones de ciertas intervenciones y de nuestro papel en cada una de ellas. Mientras se presentaban los créditos del documental, y con una sensación de impotencia que hacía tic tac en mi cabeza, volvía a pensar que no deberíamos hacer ningún proyecto de recuperación de nada en ninguna lógica de sustentar el Estado multicultural y pluriétnico establecido en la constitución; no deberíamos hacer procesos para preservar, ni reconocer, ni difundir nada, pues los mismos verbos que implican dichas acciones son ya una imposición: simplemente deberíamos salir de allí, todos, cerrar los colegios y traernos los libros y los pupitres y dejar de pensar que los indígenas necesitan alguna intervención. Lo único que el Estado debería garantizar es el territorio, así como dejarlos vivir como lo venían haciendo. Yo pensaba eso, sí, lo pensaba y rápidamente me daba cuenta del absurdo de la idea y el tic tac se hacía más fuerte; pensaba entonces que ya no era posible, el contacto estaba hecho, la interacción ya había comenzado y el asunto debía ser otro. Sin embargo, el tic tac continuaba y solo me permitía enlistar los diversos casos en que mis conclusiones habían sido similares: recordé aquella noche estrellada en la Sierra Nevada de Santa Marta en la que, fuera de toda lógica en mi experiencia vital, sentí deseos de quemar aquella biblioteca instalada en el resguardo kogui-malayo-arhuaco.

II

Había sido un día intenso y la noche llegaba con algo de frescor y sosiego. Habíamos hablado con Iván desde la salida de Riohacha hasta ese momento. Los únicos lapsos de silencio se dieron en el transcurso en moto de Mingueo a Dumingueka, por las trochas que se adentraban en la Sierra Nevada, y mientras recorrimos el caserío de los kogui en la tarde de ese día. Yo tenía muchas preguntas y muchas ganas de conocer de cerca el proceso que Iván había adelantado allí durante más de tres meses, como ganador del estímulo de Pasantías en Bibliotecas Públicas del año 2014; él también tenía muchas cosas que contar, preguntar y discutir. Ya no eran las mismas preguntas ni las mismas discusiones que tuvimos en la semana de inducción en Bogotá, en julio de ese año, cuando nos encontramos todos, los pasantes ganadores y yo, la tutora de ese proceso por parte de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas. Desde el momento en que vi a Iván en Riohacha supe que muchas cosas habían pasado. Del joven antropólogo bogotano graduado de la Universidad Nacional de Colombia, con el que discutimos acaloradamente el proyecto de educación propia que había propuesto con las comunidades indígenas, me encontré con un joven sin la cabellera con la que lo conocí, tranquilo, quien afrontaba bien las inclemencias del calor, escuchaba más y hablaba pausadamente, como si los ritmos de la Sierra Nevada y esa otra forma de existencia se hubieran arraigado en él gratamente. Yo también estaba distinta, había visitado ya a los pasantes que estaban en el Chocó y el Vichada y venía con muchos cuestionamientos encima y con el cansancio natural de estar en distintas latitudes, conocer y retroalimentar procesos y tratar de comprender la situación, el empeño y las frustraciones de estos jóvenes pasantes que habían decidido salir de sus casas para emprender un proceso cultural y comunitario a través de las bibliotecas públicas del país.

Las conversaciones entre Iván y yo habían sido fructíferas y reflexivas; habíamos revisado los alcances de su proyecto y los modos de cerrarlo de manera que hubiese alguna clase de continuidad de los procesos iniciados, ya con la certeza de un compromiso por parte de la bibliotecaria de Dumingueka, con quien nos habíamos reunido el día anterior en Riohacha. Así, ya en la noche profunda de la Sierra Nevada, con el frío que empezaba a descender de las montañas y toda la disposición para contemplar el cielo estrellado que Iván había prometido como uno de los más increíbles que vio en su vida, sacamos dos pupitres del salón en donde pasaríamos la noche en chinchorros; el mismo salón en el que Iván había dormido durante los más de tres meses de estadía allí y que compartió con algunos estudiantes kogui que venían de caseríos lejanos. Nos sentamos serenamente en aquella oscuridad a contemplar la luz que empezaba a brotar de los miles de estrellas que iban apareciendo en el cielo. Guardábamos silencio, ese silencio que solo viene cuando el encuentro con la naturaleza nos hace sentir tan pequeños y nos quita las palabras con las que intentamos defendernos.

A lo lejos, empezamos a escuchar ruidos que poco a poco se sentían más cerca; atentos, avivábamos nuestros oídos y nuestra vista para tratar de descubrir quién o qué se acercaba. Inmediatamente, vimos la luz de una linterna que se movía al ritmo de un caminar pausado pero experto en plena oscuridad, y comenzamos a atisbar dos figuras que se acercaban hacia nosotros, vestidas de blanco, una de ellas con su poporo en la mano. Eran un padre y su hijo, un joven de unos 16 años, estudiante de la Institución Educativa Dumingueka, donde estaba la biblioteca pública en la que Iván había desarrollado su pasantía; él conocía a Iván y saludó tímidamente. Al instante, su padre se dirigió a Iván en lengua kogui; mientras, yo, al reconocer que como mujer y de acuerdo con lo que Iván explicó en el transcurso del día sobre la cultura de los kogui, no iba a tener un papel protagónico en la conversación, guardé silencio y escuché. El padre habló un rato con Iván directamente, y sé que Iván comprendía algunas palabras de lo dicho porque asentía, pero luego se dirigió al joven y le dijo que por favor tradujera lo que su padre estaba diciendo, porque no lograba comprenderlo. El joven se lo anunció a su jate 1 y, así, se empezó a aclarar la solicitud. El jate le pedía a Iván que se llevara a su hijo para Riohacha, que lo ayudara a matricular en un colegio allá para que pudiera salir adelante. Decía que, si su hijo no salía de allí, no iba a aprender a hablar bien el castellano y tendría que sufrir y trabajar duro como le había tocado a él. Iván le preguntó al joven si eso era lo que él quería, si quería irse y dejar a su familia y su territorio. El joven respondió que no sabía, que su jate le decía que eso era lo que tenía que hacer y que ellos creían que la vida era mejor en Riohacha o en Santa Marta, por eso el padre estaba haciendo esa solicitud. De manera respetuosa, Iván se dirigió al jate, mientras su hijo traducía: le dijo que él no podía hacer eso, que allí tenían el colegio y que afuera no iba a ser necesariamente más fácil, pero sí se iban a alejar de su territorio y de sus costumbres y, tal vez, perderían más de lo que podían ganar al salir de allí. El padre decía que no, que no era así, que su hijo tenía que irse para poder salir adelante, que no debía quedarse allí, que no había futuro para él y que era necesario que se fuera. El joven traducía y le decía a Iván: “eso dice mi jate”. Antes de irse, el padre volvió a decirle a Iván que lo ayudara; este, sin contestar que no, pero tampoco que sí, le dijo que tenían que valorar la tierra, sus dinámicas y su forma de vida, que afuera no necesariamente estaba la solución; sin embargo, agregó que iba a averiguar qué podía hacer, pero que pensaran entre ellos si eso era lo que realmente querían. Así, se fueron por el mismo camino que habían llegado y con el mismo paso pausado que habían traído.

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