Aitor Castrillo - Las aristas de la muerte

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Coincidían cada jueves en la misma cafetería. Eran jóvenes y se gustaban, pero su destino estaba ligado al de otras siete personas: un futbolista, un camarero, una abogada, un ladrón, un pistolero, un piloto de avión y un despiadado asesino. Una historia de amor romántica en la que sus protagonistas deberán luchar contra el tiempo y contra la muerte. Acción, suspense, asesinatos… a un ritmo trepidante. Una novela negra que te dejará sin aliento. ¿Te atreves a leerla?

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–Esperemos que no sea nada y se quede todo en un susto –comenta el más mayor, mientras se levanta de la silla.

Antes de pasar a la mesa siguiente, el hombre del revólver, que ha permanecido en todo momento a mi lado, me susurra un escueto «Bien», que no sé si me tranquiliza o me perturba más aún.

Repetimos la misma operación con otras tres mesas y luego nos acercamos a la barra, donde dos mujeres hablan despreocupadas entre ellas. Nadie me pone ninguna pega para pagar sus consumiciones y abandonar el local. Nuestra última parada es Tomás, un cliente habitual, al que conozco desde hace tiempo, por lo que tiene confianza suficiente conmigo como para preguntarme:

–Diego, lo siento. Si no es indiscreción…, ¿cómo ha ocurrido? ¿Y a quién?

–Mi primo ha sufrido un accidente de coche y está grave en el hospital. Aún no sabemos mucho más; por eso tengo que cerrar –balbuceo con cara de «No sigas preguntando».

–Ojalá se recupere, Diego. Me debes una caña, que esta la tengo sin empezar.

–Gracias, Tomás. Eso está hecho.

Cuando nos quedamos los cuatro solos, y siguiendo las instrucciones recibidas con anterioridad, bajo la persiana metálica para impedir que nadie más pueda acceder a la cafetería. En ese momento, mi amenazador acompañante saca el arma de su bolsillo.

–Por favor, os ruego un poco de atención –exclama alzando la voz, lo cual consigue que al instante nuestras seis pupilas se claven en su pistola–. Mónica, encantado de conocerte.

Entrenador Norman: «Encajar un gol a las primeras de cambio no es sinónimo de derrota».

81. Alicia. Un regreso inesperado

Antes de comenzar mi jornada laboral, siempre dedico media hora a internet. No es lo que estáis pensando, ya que, en primer lugar, siempre accedo a la web que diseñamos cuando diagnosticaron la enfermedad a mi hija. Muchísima gente, tanto cercana a nosotras como anónima, se ha implicado ayudándonos económicamente, y creemos que hay que mantener actualizada la página con los tratamientos seguidos, la evolución…

Hoy me dispongo a escribir una breve reseña en la que informaré de que Mónica ya ha vuelto de Múnich. Hace unos días ya había contado que, tras más de veinte meses en tierras germanas, los médicos no fueron capaces de detener el avance de su rara cardiopatía. También recordaré el número de cuenta corriente en el que se pueden seguir ingresando donativos, puesto que continuamos buscando fondos para cruzar el Atlántico y acudir a un hospital especializado de Boston, que es pionero en realizar cirugías cardiovasculares complicadas. Pedir es incómodo y a nadie le gusta, pero más incómodo es ver que la vida de mi hija se va agotando sin poder hacer nada para remediarlo.

Mónica es lo único que da sentido a mi existencia. Es increíble que un error mayúsculo del pasado terminara convirtiéndose en mi mayor acierto. Recién licenciada en Derecho, me incorporé a un bufete de abogados que necesitaba cubrir una vacante que se había generado por una jubilación. Tras acreditar los tres años preceptivos ejerciendo la profesión y superar las pruebas de acceso establecidas por el Colegio, a los veintisiete años, entré en el turno de oficio. En los nueve primeros casos que llegaron a juicio, mis clientes fueron declarados culpables; el décimo cambiaría mi vida para siempre.

Se trataba de Víctor, un apuesto joven de veintitrés años al que acusaron de allanamiento de morada e intento de robo con agresión. Durante la noche, penetró en un chalet, accedió a su garaje y, cuando estaba tratando de arrancar un Lamborghini, sonaron las alarmas de la vivienda. Tuvo que salir corriendo como alma que lleva el diablo, con la mala suerte de tropezar en la oscuridad y abrirse una ceja, por lo que dejó un reguero de sangre imposible de camuflar con el poco tiempo que tenía. El propietario del vehículo se interpuso en su desesperada huida. Víctor le golpeó varias veces con los puños en la cara y le dejó en el suelo malherido.

La víctima no pudo verle bien el rostro debido a la escasez de luz, pero sí lo suficiente como para reconocerle cuando le enseñaron fotos de delincuentes con antecedentes por robo. También pudieron constatar que el ADN presente en la sangre del garaje se correspondía sin duda con el de mi cliente, por lo que la fiscalía solicitó una pena de cinco años de cárcel.

La primera vez que hablé con Víctor, me impresionaron su sinceridad y el carisma que transmitía. Cuando todos los que se encuentran en su misma situación me suelen decir: «Yo no fui», él enseguida afirmó: «Sí, lo hice». Además de confirmarme su culpabilidad, me pidió que, a pesar de la gran dificultad que entrañaba su caso, diera lo mejor de mí en su defensa. La etimología de la palabra abogado proviene del latín advocatus, que significa ‘el que es llamado en auxilio’. Acudí a esa llamada de socorro y litigué con todas mis fuerzas, hasta que encontré un error en la cadena de custodia de la sangre, que ocasionó que la principal prueba de la acusación fuese invalidada y mi cliente quedase en libertad.

La exaltación por la victoria y el hecho de que Víctor, además de ser atractivo, desprendía un magnetismo impropio de alguien de su edad me hicieron aceptar su invitación de tomar algo a la salida del juzgado para celebrar la sentencia favorable. Sabía que no estaba haciendo lo correcto y que hay ciertas barreras que nunca se deberían traspasar, pero, hablando con él, una copa llevó a otra y terminamos en mi casa, compartiendo algo más que una agradable conversación.

No soy de ese tipo de personas que se fustigan cuando se equivocan, pero al día siguiente, al ser consciente de lo que había ocurrido, sentí como si llevase una mochila muy pesada a la espalda cargada de culpa y de arrepentimiento. Así y todo, lo peor aún estaba por llegar, ya que, unas semanas después, la ausencia de la menstruación unida a unas inquietantes náuseas me llevaron a hacerme un test de embarazo…, que dio positivo.

Lo ocurrido en aquella descontrolada noche permanecía en mis recuerdos como una nebulosa de confusión, provocada por el alcohol, con muchas más lagunas de las deseadas. No había vuelto a tener contacto con Víctor porque yo misma le había pedido que desapareciera de mi vida, pero, ante los nuevos acontecimientos, no tuve más remedio que llamarle por teléfono para esclarecer cómo era posible que estuviera embarazada. Durante unos segundos, se quedó en silencio asimilando la noticia que acababa de recibir; después, me dijo que no tenía preservativos y que nos resultó imposible frenar la pasión del momento.

Hace veintiún años, ser madre soltera no estaba tan normalizado como lo puede estar hoy en día, y no sabía si iba a ser capaz de ofrecer a mi hijo toda la dedicación que merecería. No estaba preparada y reconozco que dudé mucho entre seguir adelante con el embarazo o ponerle fin. Pasé muchos días, que se convirtieron en semanas, dándole vueltas al asunto. Víctor se ofreció a ayudarme, en la medida de sus posibilidades, tomara la decisión que tomara, pero, si algo tenía claro, es que a él no le quería cerca. Cuando al final decidí que, a pesar de todas las dificultades, iba a ser madre, le agradecí su generoso gesto, pero le rogué que se alejara para siempre de nosotras, porque para Mónica sería más fácil crecer pensando que su padre desapareció sin dejar rastro que saber que es un ladrón y un delincuente. Parece que lo entendió, ya que desde entonces no he vuelto a tener noticias suyas.

Suena mi móvil y veo que es un mensaje automático de aviso que me llega cuando alguien hace un ingreso de dinero en la cuenta destinada a sufragar los gastos derivados de la enfermedad de Mónica. Al acceder al contenido, me quedo perpleja mirando la pantalla, porque se ha producido un ingreso inesperado. El importe es escandaloso, un millón de euros, pero el concepto que lo acompaña me sorprende aún más: «Para mi hija».

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