1 ...6 7 8 10 11 12 ...37 La restauración del Estado Judío tras el exilio no fue un re-establecimiento del Reino de Dios del Antiguo Testamento. Cuando Ciro concedió libertad a los judíos para volver a su tierra antigua, y cuando les mandó que reedificaran el templo de Yahvé en Jerusalén, solo retornó un pequeño grupo de cautivos; la mayor parte permaneció dispersa entre las naciones paganas. Incluso aquellos que volvieron a su patria, desde Babilonia a Canaán, no quedaban libres de la sujeción al poder mundial pagano, de manera que, en la tierra que el Señor había dado a sus antepasados, siguieron siendo siervos de ese poder
Ciertamente, fueron restauradas las murallas ruinosas de Jerusalén y las ciudades de Judá, y fue reedificado también el templo, y se renovó la ofrenda de los sacrificios; pero la gloria del Señor no volvió a entrar en el nuevo templo, que ya no tenía tampoco el arca de la alianza, ni el trono de misericordia de Dios, de manera que no se le podía considerar como lugar de presencia gratificante entre su pueblo. Según eso, después de la cautividad, el culto del templo de los judíos, carecía de “alma”, pues no había una presencia real del Señor en el santuario.
El Sumo Sacerdote no podía ya entrar ante el trono de gracia de Dios, en el Santo de los Santos, para ungir el Arca de la Alianza con la sangre redentora del sacrificio, para así realizar la reconciliación de la congregación con su Dios, ni podía ya revelarse la voluntad de Dios por medio de los Urim y Tummim, pues habían sido destruidos para siempre en el momento de la toma de Jerusalén por los babilonios.
Cuando Nehemías concluyó la restauración de las murallas de Jerusalén cesó la profecía, terminaron las revelaciones de la Antigua Alianza y comenzó, sin que hubiera ya profecía, el período de la expectación del liberador prometido, de la descendencia de David. Cuando el liberador apareció en Jesucristo, y los judíos no le reconocieron como su salvador, sino que le rechazaron y le condenaron a muerte, de manera que llegó la destrucción de Jerusalén y del templo por los romanos, ellos fueron finalmente dispersados a lo ancho de todo el mundo, y desde ese día viven en un estado de alejamiento de la presencia de Dios, hasta que ellos retornen a Cristo, de forma que por su fe en él puedan entrar nuevamente en el reino de Dios y ser bendecidos.
El arco de tiempo de 500 años que van del final de la cautividad babilónica a la aparición de Cristo puede considerarse como el último período de la alianza antigua solamente porque en perspectiva temporal precede a la fundación de la nueva alianza en Cristo. Pero, en realidad, para aquella parte del pueblo judío que había retornado a Judea no implicaba ninguna liberación respecto al sometimiento bajo el poder de los paganos, ni implicaba una restauración del Reino de Dios, sino que aquel era solo era el tiempo en que Israel se estaba preparando para recibir al Liberador que debía venid desde Sión.
En ese aspecto, este período podía compararse con los cuarenta, o más precisamente con los treinta y ocho años de peregrinación de Israel en el desierto arábigo. Así como Dios no había retirado todos los signos de su graciosa alianza, para así negárselos del todo a la raza condenada a morir en el desierto, sino que les guiaba con la columna de nube y de fuego, y les dio el maná para comer, de igual forma, ese mismo Dios concedió su gracia a aquellos que habían vuelto de Babilonia a Jerusalén para reconstruir el templo y para restaurar el servicio sacrificial, a fin de que ellos se prepararan para la manifestación de aquel que debería edificar el verdadero templo y realizar la reparación eterna a través de la ofrenda de su propia vida como sacrificio por los pecados del mundo.
Los profetas anteriores a la cautividad pensaron que la liberación de Israel de Babilonia y su retorno a Canaán se identificaría de un modo inmediata, con el establecimiento del reino de Dios en su gloria (en la misma tierra) sin dar ninguna indicación de que entre el fin del exilio de Babilonia y la aparición del Mesías vendría a introducirse un largo período de tiempo; esta forma de unir los dos acontecimientos no ha de explicarse solo desde la perspectiva del carácter apotelesmático de la profecía (que presenta el fin como algo que va a cumplirse inmediatamente), sino que se fundamenta en la misma naturaleza de las cosas.
Según eso, el ojo interior del vidente (profeta) solamente contempla las cumbres elevadas de los acontecimientos históricos, tal como se le muestran así en general, sin fijarse en los valles de los incidentes normales de la historia, que se extienden entre algunas de esas montañas. Esto pertenece al carácter fundante de la profecía, y a partir de aquí se entiende el hecho de que, por lo general, ellas no ofrecen fechas fijas y de esa forma vinculan apotelesmáticamente los puntos de la historia que abren el camino hacia el final con el mismo final, como si fuera contemporáneos. Esta peculiaridad formal de la contemplación profética no debe llevarnos a dudar de la verdad misma del mensaje de las profecías. El hecho de unir la gloria futura del Reino de Dios bajo el Mesías con la liberación de Israel del exilio tiene una perfecta veracidad interna.
El hecho de que el pueblo de la alianza haya sido expulsado de la tierra del Señor y haya sido sometido por los pecados al exilio, fue no solo el último de aquellos juicios con los que Dios había amenazado a su pueblo degenerado, sino que ese juicio continúa cumpliéndose hasta que los perversos rebeldes sean exterminados, y los penitentes se hayan convertido con sincero corazón al Señor Dios, siendo salvados por Cristo. De un modo consecuente, el exilio fue para los judíos el último espacio para el arrepentimiento que Dios les concedía por su fidelidad a la alianza.
Todos aquellos que no se arrepientan ni se reformen por ese severo castigo, sino que continúen oponiéndose a la voluntad gratuita de Dios, caerán bajo el juicio de la muerte. Solo aquellos que se vuelvan al Señor, su Dios y Salvador, serán salvados, reunidos de entre los paganos, vinculados con los vínculos de la alianza, a través de Cristo, compartiendo las riquezas prometidas de la gracia, en su Reino.
Pero con el exilio de Israel en Babilonia comenzó también un punto de inflexión fundamental para la historia futura de las naciones. Mientras Israel vivía dentro de las fronteras de su propia tierra separada, como un pueblo particular, bajo la guía inmediata de Dios, las naciones paganas que vivían en su entorno tuvieron diversos conflictos con los israelitas, y Dios les utilizaba como una vara de castigo para corregir a su pueblo rebelde. Aunque esas naciones estaban en general enfrentadas entre sí, estando también separadas unas de las otras, cada una se desarrolló a sí misma conforme a sus propias tendencias, sin relación interna.
Por otra parte, desde tiempo antiguo, los grandes reinos del Nilo y del Eufrates habían luchado por siglos para ampliar su poder, convirtiéndose en poderes mundiales. Por su parte, los fenicios de la costa del mar Mediterráneo se dedicaron al comercio buscando la forma de enriquecerse con los tesoros de las tierras del entorno. En este desarrollo, tanto las naciones más pequeñas como las más grandes aumentaron gradualmente su poder. Dios permitió que cada una de ellas siguiera su propio camino, y les concedió muchas cosas buenas, de forma que pudiera buscar al Señor y pudieran sentirse felices con él, y así alcanzarle. Pero el principio del pecado que habitaba dentro de ellas había envenenado su desarrollo natural, de manera que se fueron separando más y más del Dios vivo y del bien duradero, hundiéndose de manera cada vez más profunda en todo tipo idolatría e inmoralidad, de manera que fueron avanzando rápidamente hacia su destrucción.
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