Carl Keil - Comentario al texto hebreo del Antiguo Testamento- Daniel

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Daniel es un libro de: -
Sabiduría, como aparece de un modo especial, en la interpretación de las etapas de la historia (Dan 2). -
Apocalíptico, como pone de relieve la imagen de las cuatro bestias (Dan 7) y superando así el poder destructor de una humanidad pervertida. -Apasionadamente
Histórico, buscando el sentido y aplicación de las Setenta semanas o Tiempos finales de la historia -
De Fe y de esa forma, en clave de fe, lo ha interpretado C. F. Keil.

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Cuando se cumplan tus días y reposes con tus padres, yo levantaré después de ti a un descendiente tuyo, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino. Él edificará una casa a mi nombre, y yo estableceré el trono de su reino para siempre. Yo seré para él, padre; y él será para mí, hijo. Cuando haga mal, yo le corregiré con vara de hombres y con azotes de hijos de hombre. Pero no quitaré de él mi misericordia, como la quité de Saúl, al cual quité de tu presencia. Tu casa y tu reino serán firmes para siempre delante de mí, y tu trono será estable para siempre (2 Sam 7, 12-16).

Según eso, tras la muerte de David, cuando su hijo Salomón edificó el templo, vino sobre él la palabra del Señor y le dijo: “Si caminas en mis estatutos, y pones por obra mis decretos, y guardas todos mis mandamientos andando de acuerdo con ellos, yo cumpliré contigo mi palabra, la que hablé a tu padre David: Habitaré en medio de los hijos de Israel, y no abandonaré a mi pueblo Israel” (1 Rey 6, 12-13).

Una vez finalizada la construcción del templo, la Gloria del Señor lleno la Casa, y Dios se apareció por segunda vez a Salomón, renovando su promesa: “Si andas delante de mí como anduvo tu padre David, con integridad de corazón y con rectitud, haciendo todas las cosas que te he mandado y guardando mis leyes y mis decretos… entonces estableceré para siempre el trono de tu reino sobre Israel, como prometí a tu padre David” (1 Rey 9, 4-5).

El Señor fue fiel a esta palabra que él había dado al pueblo de Israel y a la descendencia de David. Ciertamente, cuando en su ancianidad, por influencia de sus mujeres extranjeras, Salomón fue inducido a introducir la adoración de ídolos, Dios visitó la casa del rey con castigos, permitiendo la rebelión de las diez tribus, tal como aconteció después de la muerte de Salomón. Pero, a pesar de ello, Dios concedió a Roboam, hijo de Salomón, el reino de Judá y Benjamín, con la capital Jerusalén y el templo, y le conservo este reino, a pesar de la rebelión contante del rey y del pueblo, que se inclinaban a la idolatría, incluso después que los asirios hubieran destruido el reino de las diez tribus, que fueron llevadas a la cautividad.

Pues bien, a lo largo de su historia, también el reino de Judá llenó la medida de su iniquidad, a través de la maldad de Manasés, haciendo que recayera sobre ellos el juicio de la destrucción del reino, de manera que sus habitantes fueron llevados cautivos a Babilonia.

En su último discurso y advertencia dirigida al pueblo, condenando su continua apostasía del Señor su Dios, entre otros castigos que caerán sobre ellos, Moisés les amenaza con este último: El mismo Dios les “visitaría”, les condenaría, mandándoles al exilio. Esta amenaza fue repetida por todos los profetas; pero, al mismo tiempo, siguiendo el ejemplo de Moisés, ellos anunciaron al pueblo pecador que el Señor ofrecería de nuevo su favor a los que fueran arrojados al exilio, en el caso de que ellos, humillados por sus sufrimientos, retornaran a él nuevamente. Así les prometió que les reuniría de nuevo de los países paganos y les llevaría otra vez a su tierra, y les renovaría con su Espíritu y que restituiría para ellos de nuevo, en toda su Gloria, el reino de David, bajo el Mesías.

En esa línea, Miqueas no solo profetizó la destrucción de Jerusalén y del templo, diciendo que las hijas de Sion serían llevadas al cautiverio (Miq 3, 12; 4, 10), sino que les profetizó también el perdón, diciendo que retornarían de Babilonia, de manera que se restauraría el dominio antiguo de las hijas de Jerusalén. Miqueas anunció así la victoria de las hijas de Sion sobre todos los enemigos, bajo el cetro o poder de aquel Gobernante que nacería en Belén, y anunció también la exaltación de la montaña de la Casa del Señor sobre todas las montañas y colinas, en los últimos días (Miq 5, 1; 4, 1).

También Isaías (Is 40-66) anunció la liberación de Israel, que saldría de Babilonia, y que edificaría de nuevo las ruinas de Jerusalén y de Judá, y que glorificaría de nuevo a Sion, a través de la creación de unos cielos nuevos y de una tierra nueva. De un modo semejante, al comienzo de la catástrofe caldea, Jeremías anunció al pueblo que se había vuelto maduro para el juicio no solo el cautiverio en Babilonia, por obra de Nabucodonosor, y la duración del exilio a lo largo de setenta años, sino que profetizó también la destrucción de Babilonia tras el final de los setenta años, y el retorno del pueblo de Judá y de Israel (de aquellos que sobrevivieran), con la vuelta a la tierra de su padres, la reconstrucción de la ciudad desolada y la manifestación de la gracia de Dios, que vendría sobre ellos, a través del establecimiento de una nueva alianza, pues Dios escribiría su ley en sus corazones y les perdonaría sus pecados (Jer 25, 9-12; 31, 8-34).

Conforme a todo esto, resulta claro que la abolición de la teocracia de Israel a través de la destrucción del reino de Judá y del exilio del pueblo por mano de los caldeos, a consecuencia de su continua infidelidad y de la transgresión de las leyes de la alianza por parte de Israel era algo que se hallaba previsto en los consejos de gracia de Dios (que seguiría bendiciendo a su pueblo).

En esa línea era claro que por el exilio no se destruía la duración perpetua del pacto gratuito de Dios en cuanto tal, sino que cambiaba la forma de expresarse su reino de Dios, a fin de remover o destruir a los miembros perversos del pueblo que, a pesar de todos los castigos que habían caído sobre ellos, no se habían convertido decididamente de su idolatría, aún después que hubiera sido cumplido el más severo de los juicios con que habían sido amenazados. Ese juicio consistía en exterminar por la espada, por el hambre y la peste (y por otras calamidades) a la masa incorregible del pueblo, a fin de preparar así a la mejor porción de los judíos, es decir, al resto arrepentido, como semilla sagrada a partir de la cual Dios podría realizar las promesas de la alianza.

Según eso, el exilio constituye un momento de cambio fundamental en el desarrollo del reino de Dios, que el mismo Dios había fundado en Israel. Con ese acontecimiento (el exilio) terminaba el tipo de teocracia que Dios había establecido en el Sinaí, para comenzar el período de transición a una forma nueva, que debía ser establecida por Cristo, y que de hecho lo ha sido con la llegada de la Iglesia. Según eso, el pueblo de Dios no iba a formar ya un reino de la tierra, ocupando su lugar entre otros reinos de las naciones, pues ese tipo de reino político no fue ya restaurado después que terminaron los setenta años de desolación de Jerusalén y de Judá, que habían sido profetizados por Jeremías, porque la teocracia del Antiguo Testamento había merecido este fin y así terminó con el exilio.

El Señor Dios había mostrado día tras día no solo que él era el Dios de Israel, un Dios misericordioso y compasivo, que mantenía su alianza con aquellos que le temían y caminaban según sus mandamientos y sus leyes, un Dios que podía hacer que su pueblo fuera grande y glorioso, un Dios que tenía el poder de protegerles de los enemigos. Él había mostrado también que era un Dios poderoso y celoso, que castiga según su iniquidad a los que blasfeman contra su santo nombre, un Dios que es capaz de cumplir sus amenazas, lo mismo que sus promesas de salvación.

Era necesario que el pueblo de Israel conociera por experiencia que la transgresión del pacto y el abandono del servicio de Dios no conduce a la salvación, sino que hace que el pueblo se dirija hacia su ruina. El pueblo debía saber que la liberación del pecado y la vida de salvación y felicidad solo puede hallarse en el Señor, que es rico en gracia y fidelidad, y solo puede alcanzarse caminando humildemente según sus mandamientos.

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