—Estamos todos de acuerdo, Tino —dijo el presidente.
—Muy bien. Entonces partiré mañana temprano e iré por la Montaña de Marte, ya que el camino habitual para esta ocasión es demasiado largo.
—No, Tino. Es muy peligroso —replicó el presidente.
—Lo sé, pero en diez días estaré de regreso. De lo contrario, será en treinta, y entonces podría ser tarde.
El temor a recorrer el camino de la Montaña de Marte se debía a tres causas: la primera, por la gran cantidad de lobos y osos y el consiguiente miedo que estos generaban, según ya sabes; la segunda, porque se adentra por tierra de Nonópolis, la aldea fantasma de la que nadie jamás regresaba; y la tercera, por ser la zona preferida por los cazadores para acampar y cometer sus habituales fechorías.
—Muy bien. Creo que las circunstancias actuales ameritan una excepción —dijo el presidente resignado—. Esta sesión ampliada se suspende hasta el regreso de Tino.
Instantes después, Lucas y yo nos encontramos frente a nuestro mutuo amigo.
—Cuídate mucho, Tino —le dije.
—Te deseo suerte —dijo Lucas, y agregó—: También les digo a los dos que está listo.
—¿En serio? —preguntó Tino.
—Sí.
—¿Cuándo podríamos probarlo?
—Si quieres, ahora mismo. Es temprano.
—¿Están hablando de lo que creo? —pregunté.
—¡Sí, Lui! —exclamó Tino.
Aproximadamente nueve semanas atrás, Tino, Lucas y yo resolvimos acampar bosque adentro. Este hecho no hubiera sido nada extraordinario, de no ser porque una mañana descubrimos a dos cazadores a unos cuantos pasos de nosotros, apenas despertamos. Si bien al principio el miedo nos paralizó, sentimos un gran alivio al constatar que no tenían armas, al menos a la vista.
Después de unos momentos, nuestra atención pasó de los cazadores a un objeto de varios colores que estaban armando, con extremo cuidado. El aparato tenía forma triangular y era tan atrayente que Tino, que siempre debe correr riesgos porque según dice así se siente vivo, no pudo con su genio y se acercó aún más para verlo mejor.
Al cabo de un rato, lo que aquello fuera había sido armado, y sus propietarios comenzaron aparentemente a echar suertes para determinar quién lo utilizaría primero. El afortunado fue el cazador más joven, por lo que, sin más, lo ató a su cintura por unas correas. Un triángulo de metal se dejó ver colgando al frente del aparato apenas lo levantó, así como algo parecido a un capullo de tela que iba de su parte media a la trasera, aunque nada de eso nos ayudó a comprender la finalidad de tan extraño artefacto. Este medía unos cuatro metros de largo, por uno y medio de ancho, más o menos. Y si en lo personal imaginé que se trataba de un juego, esa idea se desvaneció tan pronto como el joven cazador se aproximó peligrosamente al precipicio, ubicado pocos metros adelante.
—Aún no puedo creer que me haya decidido a lanzarme desde aquí, con un ala delta —comentó al otro.
«¿Ala delta? ¡Vaya forma que eligió para morir!», pensé. Fue entonces cuando se me ocurrió hacer algo y pronto, ya que evidentemente se aprestaba a saltar y no podía permitir semejante locura. Así, ante el asombro de Tino y el desconcierto de Lucas, no tuve mejor idea que intentar persuadir al joven cazador.
—¡Espera! No saltes, por favor. Escucha: nada debe ser tan grave; la vida está en permanente cambio...
—Pero ¿quién es el tonto que…? —preguntó sin concluir el otro de los cazadores.
Estos, luego de mirarse uno al otro, lentamente giraron hacia atrás, para acabar por horrorizarse al descubrirme.
—¡Aaahhh...! —gritaron al unísono.
Y lo que creí peor, sucedió. Sin que se acallaran aún los gritos, el joven cazador saltó al vacío mientras su compañero corrió despavorido bosque adentro.
Tino, Lucas y yo, parados frente al precipicio, intercambiamos miradas de incredulidad y compasión. Una fracción de segundo más tarde, sin embargo, anonadados contemplamos que el joven cazador volaba. ¡Volaba! La magia de verlo sostenido en el aire nos deslumbró.
Transcurridos unos momentos en los que nos resultó imposible cerrar nuestras bocas, Lucas dijo que podía construir un aparato igual porque sus formas se le habían grabado en la cabeza. Lo cierto es que una vez reunidos los materiales que Lucas reseñó, sus manos se pusieron a la obra en las horas que no ocupaban sus clases de carpintería. Y ese día, por fin, el revolucionario artefacto estaba listo.
En cuanto Lucas abrió las puertas de su taller, los tres quedamos nuevamente extasiados.
—Y bien, ¿qué les parece? —preguntó Lucas.
—Estoy pensando que, si resulta, Pinópolis estará mejor protegida que nunca —contestó Tino.
—¿Y tú, Lui?
—En lo que se ha de sentir cuando vuelas... ¡No sé qué daría por volar!
—¡Pues hagámoslo ahora mismo! —dijo Tino, quien, si no lo probaba en ese momento, seguramente explotaría de ansiedad.
Luego de desarmarlo, nos dirigimos a las rocas altas. Desde que Tino sugirió ese sitio para el primer experimento me asaltó un escalofrío, aunque la aventura nos entusiasmaba a todos por igual.
Ya en las rocas, Lucas dio a Tino las últimas instrucciones.
—Debes cuidarte del viento. El triángulo —dijo Lucas señalándolo— es lo que te permitirá ascender o descender; en cuanto a los restantes movimientos, deberás, según creo, acompañarlos con el cuerpo, para lo cual debes entrar en el capullo. Finalmente, si algo llegara a salir mal, será mejor que te dirijas al río, pues es preferible terminar en el agua antes que en las rocas o los pinos.
—Comprendo.
El ala delta de tela y pino fue atada de inmediato por Tino a su cintura con las correas, que alguna vez fueron las cortinas de mi casa. Después que sus poderosas manos ubicaron las apoyaderas sobre sus hombros, se aferró al triángulo frontal.
—Tenemos que darle un nombre a nuestro pájaro antes de volarlo —dijo Tino.
Puesto que tanto Lucas como yo no teníamos nada en mente, él lo eligió.
—Ya está. Tengo el nombre ideal para esta belleza: El Albatros.
Desde el momento en que lo dijo, supe que, por cábala, mi amigo no pudo encontrar peor nombre para el ala delta en su vuelo inaugural.
—Creo que no es apropiado, Tino —dije.
—Dicen que es el ave que vuela mejor, así es que sostengo el Albatros.
—Es cierto, Tino. Pero los albatros tienen un problema realmente insoluble, que...
—Silencio, Lui. Debo concentrarme.
—Pero, Tino...
—¡Cielo azul, aquí va el Albatros! —gritó.
Seguidamente, el Albatros, con el cabeza dura de Tino a bordo, se hizo al aire, mientras Lucas y yo cerramos los ojos. El ansioso entonces fui yo, por lo que pronto me descubrí mirando. ¡El Albatros volaba!
—¡Lucas, lo hiciste! ¡Eres un genio! —grité.
Tino y el Albatros conformaban un pájaro hermoso. Su vuelo era tan exquisito que hasta giraba en círculos, y ascendía y descendía con una elegancia asombrosa. ¡Nos habíamos hecho de un descubrimiento al mejor estilo de los inventores de Sabiópolis!
Al cabo de unos minutos, sin embargo, algo sucedió. La impresión que tuve fue que el triángulo frontal se había trabado o roto, porque luego de una picada y posterior ascenso, el Albatros entró en barrena. ¡Tino estaba en peligro!
—¡Nivélalo, Tino! —gritó Lucas.
Lucas y yo contuvimos la respiración. Por desgracia, todo lo que pudimos hacer fue seguir resignados con la mirada la trayectoria descendente del Albatros, hasta que finalmente se estrelló contra la ladera sur de la Montaña Verde. Los pinos no nos permitieron ver si Tino estaba a salvo.
Luego de regresar a Pinópolis, Lucas y yo tuvimos que organizar la expedición de rescate de Tino. Ello se debió a que el grupo de búsqueda y rescate estaba en esos momentos en el bosque, y no regresaría hasta la tarde. Y fue así que, después de lograr que el maestro Uro me sustituyera en mi primer día de clase, volvimos con Lucas al bosque. En esta ocasión, cargábamos cuerdas, equipo de auxilio y un par de antorchas, ya que ignorábamos cuánto tiempo podía insumirnos la búsqueda de Tino. Ya anocheciendo, finalmente, llegamos al sitio en el que debería estar nuestro amigo.
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