La solución ofrecida por Molina pasaba por armonizar el libre albedrío con la providencia o la predestinación introduciendo una tercera ciencia divina, entre la ciencia «de simple inteligencia», natural o necesaria, de esencias (por la que Dios conoce los posibles, los mundos posibles y las verdades de razón, por decirlo con Leibniz), y la ciencia «de visión» o libre, de existencias (por la que Dios conoce el futuro, este mundo contingente y las verdades de hecho). Pero, entre lo puramente posible y lo realmente futuro, se encuentran los futuribles o futuros condicionados, contingentes, que Dios conocería mediante una ciencia intermedia, la llamada «ciencia media». La concordia entre la libertad humana y la omnipotencia de Dios como causa primera tiene su explicación en que Dios lo conoce todo, pero por la ciencia media sabe lo que el libre albedrío elegiría en cada circunstancia concreta, lo que cada criatura haría, de manera que Dios dispone las circunstancias adecuadas para que el libre albedrío, por propia autodeterminación, elija lo que, en definitiva, Dios pretendía. Una solución ontoteológica incapaz de resolver una contradicción interna de principio, pero que supuso uno de los grandes hitos del pensamiento católico por explicarse a sí mismo.
Mientras que los dominicos privilegiaban a Dios y su omnisciencia en el antagonismo hombre-Dios, los jesuitas privilegiaban al hombre y su libertad (pero para salvar el dilema introducían una tercera ciencia divina intermedia). Mientras que Báñez defendía la primacía de los atributos divinos y con ello se deslizaba hacia posiciones voluntaristas (Dios como misterio insondable), Molina abogaba por la primacía del entendimiento humano y se situaba en posiciones racionalistas. 20En su lectura cuarta sobre la libertad, Gustavo Bueno 21sostiene que los escolásticos plantearon la antinomia de la libertad en su versión teológica, donde la libertad humana aparece comprimida por un poder angular. Báñez, mucho antes que Kant, envuelve la libertad humana en una causalidad eficiente o cósmica (la premoción física de la causa primera o primer motor), de la que solo puede liberarse con una petición de principio: Dios es causa de nuestra actividad libre, incausada. Molina, por su parte, la envuelve en una causalidad final (Dios ya no empuja, sino que atrae), por lo que la ciencia divina involucrada no es la ciencia «libre» o de visión, sino una ciencia media que concede libertad al hombre, limitando a Dios.
Nuestro protagonista, Juan de Mariana, fue de los pocos jesuitas, junto al padre Enrique Henríquez, que mostró oposición a la doctrina de su hermano de orden. En el Discurso de las cosas de la Compañía (capítulo V), Mariana se quejaba de la libertad de opinar que se daba entre los suyos, ya que de ella resultaban muchas revueltas, sobre todo con los padres dominicos, y se refería a Luis de Molina y la polémica sobre la gracia. Pero donde Mariana trató el tema fue en el tratado séptimo de sus Septem tractatus (Colonia, 1609), titulado De morte et inmortalitate , una suerte de diálogo filosófico que debió de escribir hacia 1604, de resonancia ciceroniana y estructura de disputatio o dialogismós . Las dos voces que aparecen, aparte de la del autor, se convencen con relativa facilidad (sobre el desprecio de la muerte, que no es amarga, sino dulce, en el libro I; y sobre la inmortalidad del alma, sin la cual el mundo se convertiría en un inmenso rebaño de Epicuro, con todos revolcándonos en toda clase de deleites voluptuosos, en el libro II), excepto en los capítulos VI-IX del libro III, donde se habla de hondas cuestiones, de la providencia divina, de la predestinación, de la gracia suficiente y eficaz, del tomismo y el molinismo, en el marco de una finca de los alrededores de Toledo donde el autor permanece retirado cuando es visitado por varios amigos.
Mariana mantiene que nuestra libertad en nada queda menoscabada por la providencia y la presciencia, ya que Dios no es que conozca el porvenir, sino que lo ve por estar fuera del tiempo y del espacio. A sus ojos es presente lo que para nosotros es ya pasado, ya futuro. Pero que, por una cualidad propia de su ser, Dios vea ya hoy lo que he de hacer mañana, en nada violenta el libre albedrío. Decir que haremos esto y no lo otro porque Dios lo ve es tan absurdo como decir que existe el Sol porque lo vemos nosotros. Mariana unía de esta manera el tremendo misterio de la previsión divina con la libertad creada. No fue ni molinista ni bañeciano. Ni ciencia media ni premoción física. Para Mariana la clave era que en Dios no hay pasado ni futuro, solo el nunc inmutable de la eternidad. Y como la acción libre no pierde la denominación de libre por ser pasada, así la vista infalible de Dios —la ciencia «libre» o de visión— la observa desde fuera del tiempo.
Pero ¿qué tiene que ver esta sesuda discusión de escuela en que participó el padre Mariana con la ciencia moderna? La respuesta está en Bueno, 22quien comparó los diferentes estados operatorios de las ciencias humanas con la teoría escolástica de las ciencias divinas, porque «la perspectiva teológica puede tener una gran utilidad para medir el alcance y naturaleza de nuestras discusiones gnoseológicas, así como, recíprocamente, la perspectiva gnoseológica constituirá la mejor manera de reanalizar unas discusiones teológicas sobre la ciencia divina que, abandonadas a sí mismas, podrían parecer discusiones puramente bizantinas o metafísicas». La ciencia de simple inteligencia sería la ciencia estricta, las ciencias formales y naturales en estado alfa-1 y las ciencias etológicas y humanas en estado alfa-2. La ciencia de visión sería coordinable con la ciencia como saber práctico operatorio, en beta-2. Y la ciencia media correspondería al estado intermedio beta-1, porque, como abunda Bueno, 23esta ciencia media tiene que ser una ciencia humana que anticipe el resultado de las operaciones del sujeto bajo estudio, pero que permanezca a su escala, en el plano beta. La ciencia media que Molina ponía en Dios sería asimilable a la «ciencia del juego» que, por ejemplo, el maestro experimentado exhibe ante el jugador inexperto en una partida de ajedrez, ya que se muestra imbuido de una especie de ciencia de los futuros condicionados que le permite anticipar las jugadas del rival hasta conducirle inexorablemente al jaque mate.
Además, como recoge Alvargonzález, 24las ciencias divinas sacaron a la luz el doble plano operatorio que caracteriza a las ciencias humanas, al preguntarse: ¿Dios conoce lo que hará el hombre porque el hombre así lo va a elegir (plano beta) o el hombre tiene que elegir así porque Dios lo conoce (plano alfa)? Esto es, al plantearse el conflicto entre la capacidad operatoria de los sujetos a los que las ciencias humanas estudian (plano beta) y la pretensión de estas ciencias de dar cuenta de esas operaciones y, en el límite, predecirlas (plano alfa). Esta comparación se torna menos sorprendente si atendemos a que Báñez recordaba explícitamente que las ciencias divinas que distinguían en Dios se distinguían por analogía con las cosas habidas. 25Con otras palabras, los escolásticos levantaron la ciencia de simple inteligencia a partir de ciencias que conocían, como la geometría, la aritmética o la silogística; la ciencia de visión a partir de la historia, como la elaborada por el padre Mariana (Dios, cuando contempla al hombre, lo hace desde la consumación de los siglos, como el historiador que reconstruye los resultados de las operaciones humanas una vez que Roma ha caído o ha terminado la Reconquista); y la ciencia media, según sugiere Alvargonzález, 26a partir de las técnicas de persuasión o de modificación de conducta de los consejeros espirituales (el confesor, con sus feligreses, obraría como Dios con la humanidad toda, buscando conducirla dulcemente hacia el bien, o como el maestro de ajedrez hacia el mate).
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