Francisco Javier Gómez Díez - La actualidad del padre Juan de Mariana

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Nacido en 1536, Juan de Mariana estudió artes y teología en la Universidad de Alcalá y, a los diecisiete años, ingresó en la recién aprobada Compañía de Jesús. Llamado a Roma por el segundo prepósito general jesuita, Diego Laínez, enseñó en esta ciudad, en Sicilia y en París, hasta regresar, en 1574, a España. Desde entonces y hasta su muerte, en 1623, retirado en Toledo, se concentró en la labor pastoral y en el estudio. Fue consciente de los graves problemas teóricos asociados a las nuevas formas políticas y en ellos centró su atención. Cuatro siglos después, en su ciudad natal, Talavera de la Reina, se celebró el Congreso Internacional
La actualidad del padre Juan de Mariana. Veintiún trabajos de filósofos, historiadores y economistas, de múltiples instituciones y países, que elogian y critican a Mariana; que le siguen con cuidadoso método o, como modernos cocineros, lo deconstruyen; que lo analizan en su tiempo y lo usan como pretexto para desarrollar sus inquietudes; que lo comparan con sus contemporáneos y rastrean su presencia en autores muy posteriores; que describen a vuelapluma su tiempo o buscan rastrear lo profundo de su intimidad o las paradojas de su circunstancia. En definitiva, gustos, aficiones y juicios diversos, como diverso fue, sin duda, el personaje que les ha interesado.

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IV

Tanto la economía como la historia y, en general, las ciencias humanas y etológicas no cristalizan hasta avanzado el siglo XVII o el siglo XIX. De modo que la única manera de poder relacionar a Juan de Mariana con la ciencia de su época, la de los siglos XVI y XVIII, pasa por conectar su figura con otra modulación de ciencia. Podemos descartar la tercera acepción, ya que no dejó obras cosmográficas o de historia natural, a diferencia de sus contemporáneos, el padre García de Céspedes o el padre Acosta. (Su único contacto con la ciencia positiva de la época sería — exceptuando la anécdota de que su alumno, el cardenal Belarmino, fue el director del proceso a Galileo— el tratado De ponderibus et mensuris , publicado en Toledo en 1599, donde Mariana daba noticia de los pesos y medidas de griegos, romanos, hebreos y castellanos, comparándolos en veintidós tablas —algo similar haría en otro tratado con las cronologías y calendarios—, así como el encarecimiento que en el libro II, capítulo VIII, del De rege hace al príncipe para que aprenda las ciencias matemáticas, la geometría para conocer cómo se construyen las máquinas de guerra, la aritmética para contar ejércitos o recabar tributos, y la astronomía para saber navegar y admirar el poder del Criador). Pero también podemos descartar la primera acepción, pues tampoco se destacó como ingeniero o ensayador (como hiciera el padre Alonso Barba).

Por consiguiente, únicamente nos resta la segunda modulación de ciencia, es decir, la única posibilidad para conectar al padre Mariana con la ciencia pasa obligatoriamente por la teología. Y es que la teología era en la época, guste o no, la primera de las ciencias; y, según vamos a ver, a través de ella lograremos recuperar la conexión de Mariana con la ciencia moderna (modulaciones iii y iv). Porque detrás de la revolución científica está la inversión teológica que caracteriza a la modernidad, en otras palabras, el proceso por el cual los conceptos teológicos pasaron de usarse para hablar de Dios a emplearse para hablar del mundo. 15Y porque, yendo al grano, la polémica teológica sobre el auxiliis en que participó el padre Mariana anuncia la dialéctica entre metodología alfay beta-operatorias que se da en las ciencias humanas. En efecto, como ha estudiado Alvargonzález, 16la disputa escolástica sobre la concordia entre la omnisciencia o presciencia divina y la libertad humana, que puede sonar a cascado o saber a rancio, anticipa el debate actual sobre la compatibilidad entre el determinismo de la ciencia y la libertad de los sujetos. En la discusión sobre las ciencias divinas asoma el debate posterior sobre las ciencias humanas. Veámoslo.

En la cima del siglo, año 1588, el jesuita Luis de Molina publicó en Lisboa la Concordia . Esta obra, que buscaba acomodar el libre arbitrio con la gracia, la presciencia, la providencia y la predestinación divinas, y que conocerá múltiples ediciones (Lyon, 1593; Venecia, 1594; Venecia, 1602; Amberes, 1609), reavivó con fiereza la controversia sobre el auxiliis que había estallado en Salamanca en 1582, enfrentando a jesuitas molinistas y dominicos bañecianos (los tomistas partidarios del padre Báñez, que censurará la Concordia de Molina en su Apología de los hermanos dominicos , 1595). Estos últimos tildaron a los primeros de herejes, de semipelagianos, porque Pelagio negaba la necesidad de la gracia, diciendo que para salvarse bastaban las fuerzas del libre albedrío y sus obras; y los primeros a los segundos, recíprocamente, de criptoluteranos o calvinistas, porque Lutero y Calvino decían que no había en el hombre libertad alguna, pues solo hacemos aquello que Dios quiere. Toda una generación de jesuitas (Molina, Suárez, etc.) defenderán, siguiendo el ideal ignaciano, el congruismo, la concordia, el valor de la libertad en el campo teológico (Molina, 1588) y en el campo político (Suárez, 1612). Sin embargo, nuestro protagonista, Juan de Mariana, así como otro hermano de orden, el padre Henríquez, se opusieron a la doctrina molinista, aunque no de forma tan violenta como Báñez (por esta oposición se le ha querido acomodar a veces a una posición tomista que tampoco le cuadra, así el padre Garzón). 17

Hacia 1590, las protestas de los fieles perros del Señor, Báñez y Lemos llevaron a la Facultad de Teología de la Universidad de Salamanca a intentar bloquear la circulación de la Concordia , denunciando la obra ante el Consejo de la Inquisición en España, ya que la Inquisición española —a diferencia de la portuguesa— había condenado el premolinismo del padre Prudencio de Montemayor y de fray Luis de León. Los ánimos estaban tan encendidos porque los dominicos trataban de contrarrestar el poder que los jesuitas iban adquiriendo. No se oía el nombre de Molina en las aulas salmaticenses sin que los alumnos comenzasen a patear. 18

Para el jesuita Luis de Molina y su obra se iniciaba una desagradable pesadilla de la que no despertaría hasta 1607, varios años después de su muerte, ocurrida en 1600 (una persecución del desacuerdo que no es exclusiva de la Iglesia católica, pues también la padecieron Averroes —musulmán—, Espinosa —judío—, Tomás Moro —anglicano— o Miguel Servet, que encuentra en Calvino al verdugo que lo manda a la hoguera). Hubo de superar sucesivamente tres barreras: la censura, cuyo fin era prevenir; el Índice, disuadir; y la Inquisición, castigar. Ante el control que los dominicos ejercían en España, los jesuitas elevaron el conflicto a Roma. Y, en 1594, Clemente VIII ordenó que todos los documentos relevantes se remitiesen al Vaticano. En 1602, con el conquense Molina ya con una paletada de tierra sobre la cabeza (por decirlo con Pascal), comenzaron las congregaciones de auxiliis , maratonianas reuniones —hasta 89— que llevaron a la tumba al papa y solo cesaron cuando Paulo V dictaminó salomónicamente que ambos bandos contendientes podían seguir defendiendo sus respectivas posiciones bajo prohibición de insultarse mutuamente. La noticia fue aclamada al grito unánime de «Molina victor» y celebrada exultantemente por los jesuitas con festejos públicos, fuegos artificiales y corridas de toros.

La aguda polémica suscitada, pese a su carácter escolástico, no es superficial, pues el tema del tiempo era el libre albedrío y la predestinación, como dos nociones opuestas, y donde Molina, pese a su condición de teólogo, actuó arropado de filósofo, intentando conciliar el dogma, la revelación y la razón natural. De hecho, Molina parte de esta última, ya que da por sentado el libre arbitrio, recurriendo incluso al plástico argumento ad baculum para probarlo ante quienes lo niegan haciendo oídos sordos a cualquier razonamiento, como el enloquecido fraile agustino Lutero en su De servo arbitrio , donde afirmaba fatalmente que intentar establecer conjuntamente la libertad del hombre y la presciencia de Dios era como pretender que un número fuese diez y al mismo tiempo nueve. Sin embargo, el molinismo poseía para los tomistas resabios de herejía pelagiana, al mantener que el concurso divino en la acción del hombre era necesario pero no suficiente, como que el hacha esté afilada es una condición necesaria para que corte, pero no suficiente si el leñador no la mueve. Molina ilustraba el auxilio divino en la acción humana recurriendo a la concausalidad y al símil de dos hombres que empujan una misma embarcación. A lo que Báñez replicaba que el concurso divino, la premoción física, no era simultánea, sino previa, porque Dios no era causa segunda, sino primera. Los dominicos sostenían con ferocidad que Dios era la causa de las acciones libres del hombre, una solución sofística que a Molina le recordaba la libertad del jumento conducido del ronzal. 19

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