PREFACIO
LA PARTE DEL SILENCIO
PONER LOS PIES SOBRE LA TIERRA
LA ESTÉTICA (ALGUNAS NOVELAS COLONIALES)
LA MEMORIA (OTRAS NOVELAS COLONIALES)
VENTANAS
INTERLUDIO: VISIONES (OBJETO-ENSAYO)
TRADUCCIÓN
LOS CAMBIOS DE MONTAIGNE
LOS CUADRONES
ON TRANSLATION
KITSCH
SORDERA
¿CUÁL SERÍA EL PROBLEMA DE SER PROVINCIANOS?
NOTAS SOBRE LA SORDERA
LA TRAGEDIA EN ESCALA HUMANA
FORMAS DE VOLVER A CASA
UNA FIGURA EN PEDAZOS
CAÍDA
UNA FIGURA EN PEDAZOS
MONSTRUARSE (UNAS PIEDRAS TALLADAS POR EL AGUA)
POR QUÉ ESCRIBÍ
EL ABANDONO DE LA EXPERIENCIA
CODA
PREFACIO
Empecé escribiendo los breves ensayos que constituyen más de la mitad de este volumen pensándolos como si fueran un libro. Entonces, tenía en mi mente la imagen de un discurso hecho de relámpagos, textos breves e imprevistos, que se conectaran sutilmente unos con los otros, a través de imágenes que tomaran prestados de obras pasadas y que intercambiaran constantemente. Brevedad convertida en vida; letra muerta convertida en renovación. El objetivo era que esos ensayos consiguieran explotar aquello que esas imágenes tuvieran de pensativas; y que ese pensamiento presentado a retazos hubiera culminado en la forma de un libro. No digo que no lo fuera.
No obstante, pasados algunos meses, volcado en varias relecturas, había algo en los ensayos que echaba a faltar: no sabía que hacer con sus desproporciones, con unos conceptos que quedaban más representados que definidos y con unas tramas que había convertido en pinturas mas no en argumentaciones. Me preocupaba entonces por unas ideas sobrantes, aún indefinidas o mal explicadas, que sentía que solo yo comprendía. Sentía que, al pasear por algunos temas y ojear objetos diversos, había hablado de varias cosas –las formas coloniales, mi abyección por la ‘apertura’, mi definición de la ‘sordera’– y estas pronto se habían hecho tangibles, más que como razonamientos, como procedimientos de lectura, maneras intempestivas de pensar y de dispensarme. A media luz, pero también por ciertas prisas propias del género, el ensayo breve, que fustigaba con su estética a mis argumentos, me había apresurado en mi escritura, llegando apenas a exponer de mis tesis un rostro fugitivo.
Me quedaba la cuestión de mostrar esas ideas en otras de sus caras. Me preocupaba entonces la necesidad de enseñarlas. La literatura, sin embargo, ofrece pocas alternativas didácticas; quiero decir que la pedagogía de la literatura ha sido casi siempre un tema que la literatura misma –al menos la ‘alta literatura’– ha evitado, quizá por falta de respuestas, probablemente porque esa pregunta (¿cómo enseñar la literatura?) obliga a pensar en la función social de las obras literarias y, abierta esta caja de pandora, poca probabilidad queda ya de regresar con presteza a las preocupaciones formales que son las que los estetas y los novelistas tanto prefieren. Empero, la interrogación por la instrucción de la literatura se había abierto en mí y, encaminado en esa senda, ya en mitad de la vía, mas sin la compañía de ese selecto club de iniciados, los autores estudiados, los problemas no dejaban de aparecérseme.
En el fondo, se trataba de un asunto de traducción. Y es que, pensar una teoría sobre unos cuentos sería sencillo, bastaría con abstraer, sintetizar, explicitar, encontrar un hilo conductor que permita saltar de uno al otro, resumiendo de refilón en palabras lo que otrora no fueran sino sensaciones, arguyendo una idea como excusa para justificar unas creaciones. Sin embargo, ¿redactar una teoría sobre otras tantas teorías?, ¿cómo se escribe aquello?, ¿cómo se conceptualiza lo que ya originalmente es pensamiento, cómo se sintetizan unos textos que trabajan por sí mismos con abstracciones? Por supuesto, no se puede. El resultado sería un absurdo o un popurrí, una disertación tan ofuscada y metaliteraria que aburriría al mismísimo Javier Cercas.
En cambio, el más laborioso –y laborable– camino fue buscar una práctica, una escritura que enseñara las teorías que había postulado en esos breves ensayos. Ir practicando el ensayo, es decir, convirtiendo el ensayo en algo práctico, acercándolo hacia la práctica de la literatura, hacia su enseñanza, hacia la ejecución de la realidad, ese fue el destino elegido, si no quizá tan bien alcanzado, para ese momento de cierre que se titula ‘El abandono de la experiencia’. En el camino, aparecieron otros tantos interrogantes –¿o, más bien, debería decir conflictos?– sobre los cuales haría mal en adelantar al lector, quien agradecerá la posibilidad de la sorpresa.
Escribir con ejemplos, evitar los conceptos, tal es la magia del ensayo; también, sin embargo, es la muerte del prologuista.
LA PARTE DEL SILENCIO
PONER LOS PIES SOBRE LA TIERRA
A menudo, cuando el insomnio me invade, la causa es la preocupación. En esos momentos, pienso en las obligaciones del día siguiente y encuentro en ellas un problema irresoluble. Pero, dado que ese día y ese problema todavía no han llegado, en mi mente, cualquier resolución no escapa de ser sino meras especulaciones. No puedo solucionarlos y, por lo tanto, tampoco puedo dormir. Llegado a este punto, empiezo a sopesar los infortunios que la falta de sueño podría producirme mañana: el hartazgo, la pereza, el desasosiego; y entonces me inquieta que el primer problema que ya se me aparecía irresoluble se viere complicado por mi agotamiento. En seguida, sin embargo, especulo que esta misma preocupación es la que me previene de dormirme; que es debido a ella que al cerrar los ojos mi respiración se agita y mi mente no puede parar. Y, por lo tanto, que esta preocupación es la causa de mi insomnio, de la misma manera que el insomnio es la causa de mi preocupación. Atado a este círculo vicioso, muchas veces, encuentro la salida en una historia: me veo a mi mismo, en algún futuro próximo, relatando mi penuria a cualquier interlocutor. Así, levantándome de pronto algunos palmos sobre la tierra, empiezo a contemplar mi vida como si se tratara de la escena de una película o de algo que alguien me pudiera contar. Con ese sutil procedimiento, pronto la preocupación deja de ser mía.
La literatura tiene a menudo también esta función de escape. Así, en una novela de Ítalo Calvino, El barón rampante, el personaje principal, acaso imitando al gran fabulador, decide un día trepar a la copa de un árbol para escapar de un castigo impuesto por su padre y promete no volver a bajar. Desde allá arriba, dice, puede habitar el mundo sin tener que escuchar lo que tienen para decirle los demás. Mientras tanto, abajo en el suelo, acontece la Historia: la mujer de la que se enamora va y vuelve, llegan los desterrados españoles, Napoleón mismo hace a su ejército marchar. Él, sin embargo, como un lector travieso, no quiere poner los pies en la tierra; antes que vivir una vida monótona y aristocrática, prefiera las aventuras y la velocidad, la altura y la vista privilegiada que esta le ofrece, la levedad.
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