Josué Durán H. - El abandono de la experiencia

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El abandono de la experiencia cumple con el equilibrio de un primer libro de ensayos. Por una parte están el desparpajo y la frescura. Por otra, el rigor y la ambición de alguien consciente del territorio en el que ha entrado y que frecuenta con amplias lecturas en contrapunto, desde Montaigne a Rosalind Krauss, pasando por Borges y Natsume Sōseki.Tiene esa imperfección luminosa propia del ensayo: intenta, arriesga, perfila siluetas sorpresivas, ensaya desde el trato vivencial de sus referencias. Con una sólida formación, con un dominio de la perspectiva abriéndose camino en el lenguaje, los temas de Josué Durán son tanto personales como referidos a la gran pregunta por la literatura y por el Ecuador.Su libro recupera, sin ideologías ni discursos, una experiencia abandonada. Y no augura la promesa de un escritor. Lo presenta a secas.

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Quizá siguiendo la ecuación borgeana que equivale la yuxtaposición con el pensamiento, la técnica de la escritura no-creativa consiste en sobreponer dos tiempos –el nuestro y algún tiempo pasado– para encontrar, en aquello que ya se ha dicho, algún tipo exceso, de contenido entonces ilegible, que al ser enunciado en nuestro presente se viera renovado, amplificado, distinto. “Nuestros textos son idénticos a aquellos que ya existen. Lo único que hemos hecho es presentarlos como nuestros”. Aquello que han conseguido es hacer de la literatura un subsidiario del Internet.

“Cantidad, no calidad. A mayor número de cosas, la capacidad de juzgar disminuye y la curiosidad aumenta”. Es verdad, las dimensiones del mundo digital son apabullantes; y si antes eran los lugares los que se medían en tiempo, ahora es el tiempo el que parece exiguo al enfrentarse a las extensiones del universo virtual –nos falta, siempre nuestro propio tiempo se nos presenta como una demora, como un impedimento en nuestro camino hacia allí–. “Cuándo la velocidad de la información se mueve a la velocidad de la luz, la aceleración encuentra su velocidad límite, significando el final de las narrativas de la ligereza y el inevitable comienzo de otra: el estancamiento”.

Y, sin embargo, el error, me parece, es creer que precisamos de algún fin. El fin de la literatura, por ejemplo, no su final, sino su motivo, su destino último, su justificación, su empresa. Me parece que esta palabra con doble sentido está detrás de todas estas diatribas. ¿Qué pasaría si dejaran de escribirse los libros?, ¿qué pasaría, en cambio, si dejaran de existir lectores? La primera predicción parece absolutamente imposible: hoy se escribe quizá más que nunca; la segunda, en cambio, hoy se presenta como una conclusión probable. ¿Y si, de tanto que se escribe, los libros literarios dejaran de tener interesados? Esta pregunta, acaso seria, me parece merece ser considerada.

Si nadie ha de leernos, no escribamos, tan solo reproduzcamos. Esta máxima está quizá en el centro de la escritura no-creativa. Y sin embargo, Montaigne, quinientos años antes, ya plagiaba con igual o mayor ligereza: citaba incluso de memoria, imprecisamente, a veces resumía historias de otros sin nombrarlos, a veces incluso plagiaba cosas que no estaban en los libros: las cosas que le habían sucedido, las que había visto, las que había escuchado contar: “Mi biblioteca es mi reino y en ella trato de que mi gobierno sea absoluto”.

Si en la literatura ya está todo dicho, consigamos acercar esas antiguas palabras a nuevos oídos frescos. Y, sin embargo, queda la duda de si a los libros uno se acerca en busca de palabras o de experimentos. “No es mi lenguaje nada fácil ni pulido: es rudo y desdeñoso, por ser su fluir libre y desordenado; y así place, si no a mi juicio, sí a mi inclinación” y más aún “es el lector descuidado que pierde el tema, no yo.” Ante una literatura que quiere hablar firmemente con las palabras de otros, no puedo yo sino decir que “tengo la obligación particular de no decir más que a medias, confusamente, discordantemente”. “El poeta como antihéroe” han proclamado ellos heroicamente y, sin embargo, “los más valientes son a veces los más desafortunados”.

El fin de la literatura, su posible final, evoca a menudo preguntas acerca de sus motivos, de sus causas, de sus beneficios, de su fin. Podría desaparecer y, al tratar de defenderla, nos preguntamos, ¿y si no sirviera para nada? Y pensar en este vacío nos aterra, pues pensamos que “igual que su nacimiento supuso para nosotros el nacimiento de todas las cosas, su muerte conllevará la muerte de todas las cosas”. “Aprendamos –sin embargo– a oponerle resistencia a pie firme y a combatirlo. Y, para empezar a privarle de su mayor ventaja contra nosotros, sigamos un camino del todo contrario al común. Privémosle de la extrañeza, frecuentémosla, acostumbrémonos a ello. No tengamos nada tan a menudo en la cabeza como el final de la literatura. Nos lo hemos de representar a cada instante en nuestra imaginación, y con todos los aspectos. Al tropezar un caballo, al caer una teja, a la menor punzada de alfiler, rumiemos en seguida ‘Y bien, ¿será que esto alguien querrá escucharlo?’ En medio de las fiestas y de la alegría, repitamos siempre el estribillo de recuerdo de nuestra condición, y no dejemos que el placer nos arrastre hasta el punto de que no nos venga a la memoria, de vez en cuando, de cuántas maneras nuestras historias están expuesta a la apatía”.

“Yo miro a la Literatura cuando entiendo que alguien le ha dedicado su vida entera a una pregunta que yo he considerado tan solo pasajeramente”. El problema que nos produce la velocidad es que, para seguirle el paso, tenemos que estar acelerando tenazmente. Infatigables, encontramos los medios: el plagio, la transformación, el contagio. Entonces, la aceleración nos proporciona su reverso: nuestros esfuerzos tan solo la amplifican; pensamos que acaso habríamos de rendirnos. No obstante, no hemos de tomar al mundo entero por su complemento virtual ahora que lo real nos parece tan pequeño.

“Vértigo. Vértigos retrospectivos. El vértigo produce angustia. La angustia paraliza... y nos evita el peligro que justificaría el vértigo; acercarse al borde, por ejemplo, a la falla profunda que separa un término de otro. La parálisis es el arte en el artista, que ve sucederse los acontecimientos.” El ensayo para Montaigne era una forma para conectar los instantes de su vértigo, como una puerta que se abre delante de nuestros ojos y nos lleva hacia otra parte del mundo, como una interrupción que nos libera de la incomprensión del presente, para presentarnos, tan solo, la constatación de otro absurdo, de otra incomprensible pieza. Y en estas piezas, acaso…

Montaigne divagaba como quien no quiere llegar a parte alguna.

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