A pesar de estos acercamientos, los occidentales consideraban que Rusia era demasiado exótica, y el género de vida de sus emperadores y pobladores se les antojaba poco civilizado y más propio de los Estados de Asia —que ellos calificaban despectivamente como «bárbaros»—. Además, la capital del zarato, Moscú, carecía del atractivo de las cortes europeas y tampoco gozaba de un clima demasiado apetecible. Por ello entre los siglos xvi y xviii los zares rusos se plantearon el reto de modernizar tanto las instituciones políticas del país como las costumbres de sus habitantes. Con ello pretendían adaptarse mejor a las expectativas de los europeos y, entre otras cosas, conseguir que las principales monarquías vieran alguna utilidad en concertar alianzas matrimoniales con el trono moscovita.
Sin lugar a dudas, la dinastía que más se esforzó por lograr la modernización del país y, sobre todo, por integrar a Rusia en Europa fue la de los Romanov, entronizada en 1613, tras la extinción del linaje de los Rúrik (1598). Los zares de la familia Romanov rigieron los destinos del país durante poco más de tres siglos y fueron depuestos por la Revolución de 1917. Sus dos monarcas más relevantes —y que más se esforzaron por europeizar Rusia— fueron Pedro I (r. 1682-1725) y Catalina II (r. 1762-1796), respectivamente calificados con el epíteto de «Grande» por los historiadores que narraron los hechos de sus reinados. Pedro I, por un lado, protagonizó una activa reforma de la administración del Imperio inspirándose en el funcionamiento de las cancillerías europeas y, por el otro, decidió trasladar la capital desde Moscú hasta San Petersburgo (1713), ciudad por él fundada para que actuara a modo de ventana hacia Europa. Catalina II, por su parte, introdujo en Rusia el pensamiento ilustrado de la Francia prerrevolucionaria, aunque de manera controlada.
Otra de las características del zarato ruso fue su progresiva tendencia hacia el multiculturalismo. En el primer cuarto del siglo xvi, una vez concluido el proceso de unificación de los diferentes principados que antiguamente habían formado parte de la Rus de Kiev, la corte moscovita gobernaba sobre una población en la que el elemento étnico predominante era el eslavo. Ahora bien, tras la conquista de los kanatos mongoles de Kazán y Astracán por Iván IV el Terrible, el Imperio ruso pasó a caracterizarse por la composición multiétnica de sus pobladores. Esta tendencia se consolidó todavía más con las campañas expansionistas de Asia llevadas a cabo por sus sucesores desde el siglo xvii al xix, que incorporaron al zarato ruso Siberia, Crimea, el Cáucaso y el Turquestán. Los últimos Romanov buscaron expansionarse en la zona de los Balcanes, presentándose como protectores de las iglesias ortodoxas de la región (fue el caso de la búlgara o la serbia), sometidas al vasallaje del Imperio otomano. Por esta razón Rusia acabó entrando en la Primera Guerra Mundial, una decisión que se considera uno de los detonantes de la Revolución de 1917. Como consecuencia de esta evolución histórica, en la Rusia de hoy se documentan 186 etnias, de entre las cuales las más populosas son las de filiación eslava, tártara, turca o urálica. Entre las poblaciones minoritarias destacan las de armenios, coreanos, chinos, vietnamitas, kamchakos, tibetanos o esquimales. Un dato revelador sobre este multietnicismo nos lo proporciona la titulatura imperial de Pedro I el Grande, en la que el zar se describía como «señor de muchos otros estados y territorios del oeste y del este, de aquí y de allá».
El otro gran motivo que llevó a la liquidación del zarato en 1917, además de la entrada en la Primera Guerra Mundial, fue la autocracia imperial y el despotismo con que los zares rusos gobernaban. Desde los tiempos de Iván IV, el poder de los nobles rusos se fue recortando en detrimento de la centralización del país y a favor de un reforzamiento del poder imperial. Si bien hubo monarcas, como Pedro I y Catalina II, que se inspiraron en las monarquías occidentales más liberales para modernizar las instituciones políticas rusas, sus reformas nunca fueron en menoscabo de esta autocracia. La tendencia hacia el despotismo también caracterizó el reinado de los últimos Romanov, quienes, además, se mostraron reacios a tomar decisiones que permitieran un ejercicio del poder más democrático. De hecho, la crueldad de la represión impuesta por los últimos zares para evitar la difusión de las ideas anarquistas y comunistas en Rusia fue vista en Occidente como una expresión más de la «barbarie» tradicional del zarato ruso.
La formación del Estado ruso
~ 862-1325 ~
Los inicios de la historia rusa son difíciles de establecer debido a que las escasas fuentes de información sobre la época se escribieron varios siglos después de los hechos que narran. Se trata de una serie de relatos que no solo mezclan leyendas populares y datos históricos sin demasiado rigor metodológico, sino que, además, parecen estar al servicio de intereses políticos. Por otro lado, el territorio ocupado por la Rusia moderna es el resultado de un proceso histórico al que han contribuido una serie de decisiones humanas tomadas a lo largo de siglos, por lo que la primera dificultad reside en discernir dónde nació Rusia... ¿en Nóvgorod, en Kiev (actual Ucrania) o en Moscú?
Tradicionalmente, los orígenes de Rusia se han buscado en el siglo ix en los territorios más occidentales, entre el mar Báltico y el mar Negro. En estos parajes, según la Crónica de los primeros orígenes (escrita por el monje Néstor en el siglo xii), había una docena de principados eslavos, de entre los cuales destacaban Nóvgorod, Smolensk y Kiev. Estos estados se hallaban interconectados por la famosa «ruta del ámbar» que, siguiendo los principales ríos de la zona, como el Dviná y el Dniéper, lograba distribuir los amuletos fabricados con este material desde el Báltico hasta el Imperio bizantino.
Los antiguos atribuyeron propiedades mágicas a los objetos de ámbar, pues este no solo flota en el agua marina, sino que además se mantiene caliente al tacto y adquiere carga eléctrica si se frota.
También según dicha Crónica , en el año 862, ante las disputas que existían entre los diferentes principados por el control de las riquezas, los habitantes de Nóvgorod decidieron pedir al caudillo varego Rúrik que fuera a gobernarlos como príncipe y llevara la paz. Los varegos eran una rama de los pueblos escandinavos, emparentados con los vikingos, pero que, en vez de vivir de los botines conseguidos por acciones piratas en alta mar, estaban asentados en poblados y practicaban el comercio. Por eso, en la Edad Media, al Báltico se lo conocía como el «mar de los Varegos». Fue así, con la llegada de Rúrik, como se fundó la dinastía Rúrika, que gobernó en Rusia hasta el siglo xvi. No obstante, existen serias sospechas de que Rúrik no es más que un personaje inventado para justificar el establecimiento de los varegos en Nóvgorod, quienes muy probablemente habrían llegado a la ciudad por la vía de la conquista, deseosos de monopolizar las ya mencionadas rutas comerciales del ámbar. Precisamente, los yacimientos más importantes en Europa de esta resina fósil que segregan las coníferas como protección ante los ataques de los insectos están en el Báltico, en torno a Kaliningrado, y datan de hace unos cuarenta millones de años. Desde tiempos muy remotos, el ámbar del Báltico se distribuyó por Europa de manera que hace 21 500 años una perla de ámbar ya había llegado a la cueva de La Garma, en Asturias (España).
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