Reinaldo Spitaletta - La noche de la peste
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La noche era espléndida, con sus estrellas titilantes, según pude ver en un momento en el que quería mirar hacia arriba, tal vez para hacer un ejercicio de cuello, o porque sí, no sé, y John, de uno noventa y cinco de estatura, también miró el cielo, y creo que los dos, en un instante, dábamos la impresión de parecer a un presunto observador como dos beodos impenitentes que les da por contar estrellas o por alzar la cabeza para arrojar bocanadas de humo. Claro que John no fumaba, yo sí, y en ese instante saqué un cigarrillo.
Y fue ahí, quizá, cuando la llama del fósforo ya estaba tiritando, el momento inesperado en el que sentí un vaho caliente, de chicle remasticado, olor a labial ordinario y a pachulí, que todo el conjunto daba para el mareo. “Oíste, papi, regaláme un cigarrillo”, oí modular, sin entender de inmediato de qué se trataba. Miré al frente y la cara embadurnada del travesti me pareció la de un personaje de un filme de horror. Masticaba con desgano y displicencia. Sus ojos clavados en mi cara. “Parece una vaca”, pensé. “La vaca es más bonita y tiene olor dulce”.
—Son de tabaco negro—, le dije, al tiempo que comenzaba a retroceder con el fin de evitar alguna requisa intempestiva. Sabía que eran hábiles en el cosquilleo, en meterte la mano al bolsillo con suavidades de seda.
—Mejor, mi vida. Dámelo—. La voz era ronca y no encajaba en la figura de minifalda y tacones altos, medias veladas y escote. Todo lo vi con rapidez, en medio de las luces del teatro y de las lámparas que algunas ramas escondían.
Le pasé un faso (recordé algún tango) y me pidió fuego, así, con esas palabras. Ya la situación me estaba repugnando. Había una sensación de aire postizo, de farsa de baja estofa. Y entonces solté el insulto: “A vos no te come ni un arriendo en El Poblado, ni siquiera el mar que come casco de buque”.
Más me demoré en pronunciar la agresión verbal que el otro en sacar un puñal. Reverberó en las sombras y las luces, creo que escuché dentro de mí otro tango, que hablaba de duelos y facones. Volteé sobre mis pasos y lo único que atiné fue a correr, mientras hacía ademanes desesperados de sacar un puñal imaginario de la pretina. Sentía muy pegado a mis espaldas al perseguidor, que me parecía que decía de todo. No le entendía. Subí por la calle Caracas, atravesé Sucre y galopé hasta la Oriental, sin mirar atrás.
Me dio la impresión de haber recibido un chuzón. Seguí corriendo hasta El Palo y ahí esperé un taxi. No había nadie alrededor. “Por favor, me lleva a Buenos Aires”, le pedí al conductor. Y en ese punto, me acordé de John. Sin embargo, pensé que el pleito no era con él y que ya debía haber llegado a su residencia.
Al día siguiente, en la asociación educativa, me dijo que al travesti se le quebraron los tacones en la carrera y que, tal vez, por eso yo estaba ahí, tan fresco, a punto de comenzar a hablar de la Guerra de los mil días, sin tener mínimo una herida en la espalda. Ni siquiera un rasguño.

Malevo viejo
Le digo de una vez que era el piano de Rodolfo Biagi el que nos adormecía y nos quitaba la gana de estar volteando , ¿me entiende?, de salir con el cuchillo empretinado y armar una bronca, mejor dicho, camorrear, buscar pleito, que era lo que nos hacía vivir, aunque escucháramos aquello de réquiem compadrón, cuando el hermano, hermanolo bandoneón, lloraba en las pianolas de la cantina de esquina, que ahí era donde recalábamos para encontrar un poco de paz interior, dice uno después de tantos tropeles, cuál paz si allí se iba era a oír las melodías de Jorge Ortiz, de un tal bacán Larroca, el de la sangre maleva, el de La Boca, Avellaneda, que era el que más sonaba, arrabal puro, sangría, cuchillada, puñal debajo de la mesa cuando llegaban los tombos, y el Bizco, sí, el dueño del bar, nos hacía guiños y uno creía que era que estaba bizquiando, más que nunca, más que todos los días, Bizco hijueputa, así le decíamos, porque sí o porque no, porque esa era nuestra manera de expresar cariños o, como se sabe, odios y rencores, no sé, ahora que estoy retirado, después de recibir tantos puños y puñaladas, bueno, cuatro no más, y no mortales, puesto que aquí me tenés, con cicatrices, como las del tango, pero vivito y coleando, hermano, hermanolo, recordar es vivir, decían, pero a mí la recordadera me trae a la mente el pianito de Manos Brujas, qué man para hacer sonar bonito ese instrumento, que a veces nos poníamos a ver quién era el más gago de nosotros, o de otra manera el menos enredado para hablar, y cantábamos en puro desafío el vals Adoración , que íbamos aumentando en velocidad…a ver quién no se equivocaba si supieras el dolor que llevo dentro de mi alma que no puedo hallar un momento de calma que alivie mi pecho de este gran dolor, y ahí íbamos en acelere, antes de que nos brotara el torrente de risa, risota, risotada, hermano, mano, que con Mano a mano también gozábamos, pero con lagrimones pa’dentro, y decía que el embalaje llegaba cuando tú eres alma de mi alma buena que calma la pena que con gran empeño quiero que este sueño sea el sueño eterno de este gran amor, y agárrense del pelo, pelados, que la raya final está cerca, tú eres fuente inagotable que alimenta mi cariño con la misma ingenuidad de un niño yo confío en ti como si fuera en Dios, y ahí nos doblábamos de tanta risa junta, que al fondo estaba el mostrador, con el Bizco detrás, tal vez acariciando el machete, sintiendo su filo, que el tipo era valiente cuando le tocaba, que por acá siempre estaba presente la movención, sobre todo cuando llegaban el malevaje de La Cumbre, o del Mesa, que eran más bien desafiadores, que ni los de Prado se consideraban tan braveros, pero para nosotros el miedo nunca existió, que si el Bizco una vez lo vimos voleando machete pa’llá y pa’cá, que dominaba paradas, la treintaiuna y no sé qué más, que el tipo venía del monte, montañero, montuno, de esos que poco aparentan pero cuando les sacan la piedra, hay que buscar escondederos, sí, que lo vi lo vi, lo vimos en trances contra tres y cuatro que eran buenos pa’ la puñaleta, pero qué va, con ese man no había nada qué hacer, sí que era peligroso, que pudo haber volado cabezas cuando le diera la gana, pero apenas se quedaba en los planazos y en uno que otro puntacito para que el otro sangrara y dejara la güevonada, así decía, que a mí me caía bien el sujeto porque, aunque no nos fiaba ni puta mierda, se portaba bien al avisarnos cuando estaba por llegar la tomba, la tómbola, la chota, la patrulla, la batida, que eso era muy común, requisas en los bares, y uno ahí mismo dejaba debajo de la mesa la puñaleta, o ya el Bizco se la guardaba cuando había tiempo de la maniobra, y si bien, como le decía, por estos mapas se paseaban malevitos de otros lados, como si fueran muy guapos, muy cojonudos, y qué va, por acá los dejábamos fritos, con puños era apenas suficiente, pelados que a nosotros no nos iban a venir a atacar a la casa, malparidos, qué se creían pues, que un tal Márquez, que era un malevo de Playa Rica, pero con más amistades en el Mesa, llegó a increparnos, una noche en la que precisamente estaba sonando Biagi con un tangazo, soñemos que me quieres y te quiero, y yo estaba tragado de una mona que vivía cerca del River Plate, y yo le echaba monedas a este tango como para darle serenata a la muchacha, a la percanta que poco caso me hacía y ahí apareció el man que le digo, que les digo, que ya me llené de oyentes, y tumbó el disco, hijueputa, no sé qué se estaba creyendo el mancito, que se daba aires de valentón, mirando pa’ todo lado, sacando pecho, farfullando, murmurando, resoplando y de una me paré, me dirigí al piano donde él estaba todavía mirando los títulos de las canciones, lo hice voltear para que me mirara de frente y le puse un manazo que se fue al piso, lo dejé que se levantara, le dije que si estaba armado o que yo le prestaba cuchillo, hijueputa, para que nos matáramos ya, y el hombre se arrodilló, me pidió perdón, se le sentía el miedo y salió cabizbajo y chorreando sangre que la camisa ya la tenía muy manchada, y a mí me fue dando como pesar del malparido, al que después apuñalaron en La Callecita y lo hicieron partir de aquí a la eternidad, que seguro encontró a otro con menos etiqueta, ja, ja, ja, que como le iba diciendo el Bizco también colgaba unos chorizos ahí, casi encima del mostrador, un arrume que se iba, se esfumaba en las noches, cuando nosotros, escuchando a Berón con aquello de trasnochando como todo calavera, nos apretujaba la hambruna y la mesa, además de vasos y copas, se llenaba de chorizos fritos, mantecosos, que el man los traía de San Jerónimo, según contó, de donde además era él, montañero que estaba pegando en el barrio, en el que también abundaban los que no se habían quitado el capote de encima, ¿que qué es el capote?, pues la tierra de capote, de esa negra que parece mojada a toda hora y que sirve para sembrar matas, ja, ja, ja, qué le cuento pues, que a mí me gustaba beber y comer chorizo y fumar Lucky Strike cinco letras, un cigarrillo delicioso, que ya no venden y bueno yo ya ni fumo nada, que los pulmones están acabados según dijo el médico, y a uno ya los años no lo dejan sino recordar güevonadas de puñalera, de aquellos discos de Echagüe y El rey del compás, qué melodías sonaban en el bar del Bizco, pero también, que uno se iba de correría, en el Viejo Café y el Torrente, en el Barquito y Tres amigos, y en La Isla, donde me tocó ver peleas a cuchillo y me lamía por entrar a repartir puñaleta, pero uno dejaba que los otros que, además, no eran amigos de uno se mataran entre ellos, o por lo menos, que se cortaran, como la vez en que a mí, ya por los lados de Niquía, se me vinieron en manada y después de herir dos o tres, uno me mandó un cuchillazo por detrás, que no me morí de milagro, porque, como se decía, uno se muere de turno, y ya ve, aquí sigo, vivito, aunque muy disminuido, que me ve estas gafas oscuras porque perdí el ojo izquierdo en una pelea, una zambra bonita que tuvimos en la esquina de los Relleneros, ahí junto a la casa de doña Ana, hace tanto tiempo ya que ni me acuerdo cómo fue que no puse cuidado y con la navaja el maricón de Atehortúa me jodió, que me parece que no es tan bueno haber sobrevivido a tantas riñas, ¿se acuerda que los periódicos así se referían a todas esas peleas, a las que también llamaban reyertas? y a veces, donde el Bizco leíamos Sucesos Sensacionales porque tenían mucha sangre y contaban historias de putas y malevos, que uno buscaba salir ahí algún día, pero qué va, nunca mojé prensa, pelado, y lo único que me sigue gustando de aquellos días es el pianito de Biagi, de Rodolfito, que me hace volver a tiempos viejos, en los que uno era joven y bello y enamoraba muchachas a las que solo dejaban salir a la ventana, y a otras les prohibían de una la amistad con uno, que cómo así que va a conversar con un vago, patán, peligroso y marihuanero que así era como nos llamaban los papás y mamás de las muchachas bonitas. Bueno, pues, déjeme respirar que ya no voy a contar más nada de mi vida, obra y milagros, que usted lo que busca es banderiarme para decir que los malevos de antes eran muchachos buenos en comparación con los de ahora, que me parece que ni siquiera saben quién fue el gran Rodolfo Biagi ni lagrimearon con aquella melodía de yo sé que es imposible quererte y adorarte, que es un pecado amarte y darte el corazón... y le cuento, pa’ terminar, que esto me está mamando, no creí nunca que se me iba a hacer realidad lo que decía otro tango que no estaba en la cantina del Bizco sino en el Viejo Café: “malevos que ya no son”, y vea pues, ya no soy, qué vaina, ya no soy, aunque uno nunca deja de ser lo que fue. Nunca. Nunca, papá.
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