Reinaldo Spitaletta - La noche de la peste

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La noche de la peste: краткое содержание, описание и аннотация

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Por aquella esquina inesperada puede aparecer el fantasma, el mismo que se hospeda en sombríos caserones. y es posible, en la reinvención de lo gótico, que ese espectro que acecha tras el tronco del guayacán, tema la evidencia y decida seguir oculto. ¿Y la peste? También llegará por las antiguas calles y se apoderará de las almas y de los cuerpos, sin contemplaciones.

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El aviso blanco de letras negras me puso a pensar sobre cómo he perdido el interés por el barrio, no me importa quién vive al lado ni al frente, ni diagonal, ni tampoco las noticias que mi mujer trae cada que va a lo de las legumbres, leches y arepas. En otros días, quizá, hubiera salido a la calle y sin premuras me hubiera acercado a leerlo, pero solo por una curiosidad, no porque me importara en realidad quién era el muerto, que me he ido acostumbrando a las ausencias, sin más ni más. Claro que, a ella, a mi mujer, parece habérsele contagiado mi indiferencia porque, que yo me haya dado cuenta, no ha expresado ninguna intención de ir hasta el hombre que da la impresión de haberse quedado solo en el mundo. O puede ser también que me interesa poco lo que ella haga o deje de hacer y entonces yo pueda ser un tipo que haya perdido toda sensibilidad y mi mujer no sea más que otra sombra. El cuento es que la triste imagen del hombre me ha trastornado y tal situación me preocupa, más por mí que por él, porque parece que ya estoy sintiendo ganas de ir a tocar su puerta y decirle que nos vamos a tomar una cerveza en la tienda de doña Genoveva para hablar de por qué diablos por aquí ya nadie se preocupa por leer los avisos de muertos ni por los hombres que se van quedando solos.

картинка 8

La Payanca

Entró al café, los colores fosforescentes del Wurlitzer iluminaron su cara de fantasma, miró una silla libre y tras sentarse pidió una cerveza. El del mostrador lo observó como si estuviera viendo un muerto y sintió escalofríos, la muchacha del delantal blanco y escote, le llevó la botella y el vaso, y él, con una voz que la petrificó, le dijo: “Soy Carlos Gardel, por favor, poneme el tango Volver ”. Los rayos del traganíquel brillaron en los dientes del recién entrado y la muchacha pensó: “Sí, su sonrisa es la misma de Gardel” y al decirlo sus ojos se detuvieron en una pared de la que colgaba un retrato del cantor. Se sacó una moneda de doscientos pesos del bolsillo de su delantal y la echó por la ranura, pisó dos teclas y el tango se regó por el lugar que olía a orines y sudor. Eran las seis de la tarde, y varios parroquianos conversaban en las mesas.

—¿Cómo se llama este bar?—, le preguntó el hombre a la salonera.

—La Payanca—, contestó ella y luego volteó la cabeza hacia el del mostrador, que seguía con una cara de desconcierto. Gardel cantaba: “Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada…”.

—¿Ah, pero no vio el letrero?

—No, pero tiene como nombre el apodo de una mujer que yo conocí en un quilombo.

—¿Quilombo?

—Sí, un prostíbulo. Y decime, nena: —¿te gusta Gardel?

—Sí, para el gasto, —dijo ella, con una sonrisa pícara, —a mi papá le agradaba mucho, pero a mí casi no me gusta tener recuerdos.

—Bueno, sabés que yo soy Gardel, ¿cierto?—, dio un sorbo a la cerveza y de pronto descubrió la efigie del cantor. —Huy, qué pinta tengo ahí— y sintió el fraseo, la voz honda: “errante en la sombra te busca y te nombra…” y tomó otro trago.

—Tomo y obligo fue lo último que yo canté, —dijo con un sollozo.

—Permiso, señor, voy a atender otra mesa.

El del mostrador parecía no entender nada de lo que estaba pasando. Veía, en efecto, a un tipo fantasmal que, si estuviera con el chambergo puesto, hubiera sido el mismo cantor. “Nada raro es que haya vuelto después de quemarse en Medellín”, pensó y se rio para adentro de su ocurrencia. “Qué güeva soy: Gardel no hay sino uno y hace tanto que se murió”. Afuera, la ciudad tenía los afanes del atardecer, algunos que pasaban miraban de rapidez hacia el bar y quedaban como aturdidos al toparse con el tipo que, de cara a la puerta, tenía rasgos gardelianos. El cantor había terminado su tango de acetato.

—Por favor, échele otra moneda al mismo número—, pidió el de la fisonomía de arrabal amargo, que ya no sonreía. Las luces de neón de la pianola permitieron que la muchacha descubriera algunas “patadegallinas” alrededor de los ojos del hombre que, en rigor, sí era como el doble del cantante. “A mi papá sí que le gustaban los tangos de Gardel, pero a mí no me desvelan”, pensó y siguió mirando las arrugas del cliente. El del mostrador ya buscaba la salida para ir hasta el tipo del rostro mortuorio. Alguien pedía un tinto y el fragor de los motores y de los transeúntes se oía afuera. El bar también olía a aguardiente. “Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a encontrarse con mi vida…”. Se oyó a alguien que hacía un desafinado dúo al Inmortal. El de la apariencia gardeliana agachó la cabeza, se dobló y descansó sobre la mesa. La botella cayó al piso.

De pronto, la cabeza volvió a subir con fuerza, porque el del mostrador ya la levantaba y con ojos de fiera o, tal vez de criminal, algo así dijo la muchacha después, miraba la cara del sorprendido cliente, que acaba de ver casi junto a su nariz el revólver con que le apuntaban.

—Usted no puede ser Gardel. Él es único, ¿entiende? ¡Entiende! ¡No tiene dobles!

De afuera no se escuchó el disparo.

картинка 9

Un incidente nocturno

La medianoche había quedado atrás, regada por las ceibas de La Playa y los árboles sombríos del Parque Bolívar. Se había esparcido por el asfalto como un tapete de desechos tristes. Las luces brillantes del aviso del teatro Lido le daban al espacio una atmósfera de vaudeville, con cantantes baratos, de la bohemia degradada, que se sentaba en las bancas de cemento de granito diseñadas por la Sociedad de Mejoras Públicas. Olía a orines y a flores muertas.

Junín también había quedado atrás y los pasos nuestros resonaban con un eco incomprensible. El parque penumbroso ofrecía una apertura a la imaginación. John, alto y de manos grandes, advirtió que estaba todo como para leer cuentos de Poe o recitar poemas macabros de Julio Flórez. Yo empecé a tararear Garúa , la que se acentúa con sus púas en mi corazón, y él dijo que me dejara de tanguear, que podríamos volvernos sentimentales y la noche no estaba para arrullos y nostalgias. Eso dijo. No sé por qué. Y yo paré en seco el tango e intenté leer el luminoso aviso del cine, no entendí qué película anunciaban. Junto a las ventanas de vidrio, con poca luz, se paraban unos travestis, que al principio pensé se habían escapado de algún filme de Fellini. Exagerados en su maquillaje, daban la impresión de ser maniquíes tristones fugados de alguna vitrina de exhibiciones ordinarias. No sé por qué pensé en La Dolce Vita y me acordé de la hermosa Anita Ekberg y sus gritos de “¡ Marcello, come here !”, mientras el agua de la fontana de Trevi le empapaba sus atracciones fatales.

Más allá, claro, estaba la fuente del parque, solitaria, o, mejor dicho, con uno o dos tipos sentados alrededor, quizá fumando marihuana, o tal vez embelesados en los ladrillos de la monumental catedral de La Inmaculada Concepción, y que, en otros días, cuando eran aquellos diciembres de festones y bombillerías psicodélicas, los campesinos de Santa Elena y de otros lugares llegaban con frasquitos a envasar el agua luminosa para llevársela a sus montes.

John vivía entonces en un apartamento del edificio Unión, en la Oriental con Maracaibo. Acabábamos de estar de carnavales en casa de una compañera de trabajo, profesora de matemáticas en la Asociación Cristiana Femenina, donde él prescribía números y ecuaciones, y yo pontificaba sobre historia de Colombia. Nos quedamos de vuelta en el centro, en La Playa con Junín, nos tomamos un trago (“un arranque”) en una barra, en la que solo permanecían hombres ebrios que hablaban de fútbol y de mujeres, eso escuchamos, y tras la copa, caminamos por la que fue la calle más elegante de la ciudad, ahora venida a menos, plena de vendedores ambulantes en el día y de una que otra muchacha de rebusque en la noche.

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