Silenciosa, la muchacha lo dejó entrar, cerrando la puerta.
—Perdone que haya tocado tan fuertemente. Está lloviendo muy duro y temía que no me oyeran.
La sintió temerosa y turbada. La intimidad de la tarde, oscura por el aguacero, les golpeaba los sentidos y por primera vez notó la sencilla camisola que dibujaba el cuerpo joven.
—¿Y doña Eugenia? —preguntó Manuel extrañado de no oír la voz estridente de la vieja, que acudía corriendo en cuanto se daba cuenta de que él había llegado.
—Fue a casa de la señora Rosa. Le avisaron que estaba enferma y usted sabe que mi tía la aprecia mucho.
—Entonces me retiro. Usted perdone Carmen.
—Está lloviendo mucho Manuel. No se moje más que puede hacerle daño.
—No se preocupe; yo estoy acostumbrado, —le contestó riendo. La idea que un poco de agua fuera a enfermarlo le parecía jocosa. Él, que había pasado la mitad de su vida en el agua.
«Estas capitalinas tienen cada ocurrencia, pensó, la gente por allá es medio melindrosa».
—Espere a que escampe. Por favor, siéntese acá.
—Gracias Carmencita, le agradezco su amabilidad.
Pero en vez de sentarse ambos se dirigieron a la ventana para contemplar la lluvia que seguía cayendo con fuerza. La cortina gris oscurecía la calle y casi no se divisaba el mar.
«Estamos solos; finalmente puedo hablarle», pensó Manuel. «¡Cómo me excita verla así con esa ropa pegada al cuerpo!». La agarró por los hombros estrechándola contra su pecho con fuerza y sus labios buscaron los de ella besándola con pasión. La sintió palpitando entre sus brazos con la timidez del deseo incipiente y le besó la frente, los ojos, la boca, él cada vez más ardiente y ella muy asustada.
«¡Dios mío, ayúdame! No quiero cometer un pecado», pensaba la muchacha tratando de negar el placer que sentía por las caricias del hombre.
Al darse cuenta del intenso desasosiego de la joven, abruptamente Manuel la soltó.
—Perdóneme Carmencita. No he querido faltarle el respeto. No sé qué bicho me picó. Perdone mi atrevimiento.
Carmen no atinaba a decir nada. Se sentía tan nerviosa que las palabras no le salían. Inclinó la cabeza sobre el pecho mientras las lágrimas se deslizaban por sus tersas mejillas. Él, al verla llorar, se sintió aún más culpable.
—Carmen no he querido ofenderla, créame. Usted se merece todo mi respeto y admiración. La quiero mucho Carmen, perdóneme.
Lágrimas y más lágrimas. La muchacha sollozaba inconsolable y el asustado Manuel acabó por cogerla entre sus brazos nuevamente esta vez con gran ternura. Entre besos y caricias le declaró sus honestas intenciones.
—Cásese conmigo Carmen. Yo quiero tenerla de esposa. Quiero compartir el resto de mis días con usted. Desde el primer día que llegó a Chumico me di cuenta de que era la mujer para mí. Cásese conmigo. Poco a poco la fue calmando y la muchacha se entregó de lleno a la emoción que la embargaba.
Cuando Eugenia regresó después del aguacero, Carmen radiante, le anunció su compromiso con Manuel y sus intenciones de casarse con él cuanto antes mejor. La tía cayó en un desmayo que le duró casi tres horas. Cuando se recuperó comenzó a increparla.
—No se puede casar con ese hombre Carmen, sería una locura. Él es un simple pescador y además negro. ¿Qué van a decir su madre y sus hermanas? Se morirán de la vergüenza cuando se enteren. Piense en su padrastro. Un hombre tan importante que nos ha hecho el honor de querer pertenecer a esta familia. Un hombre como él, que proviene de una raza tan distinguida no puede emparentar con un negro.
La joven se indignó ante estos argumentos de la tía que sofocada se abanicaba sin parar no fuera a desmayarse otra vez.
—Vergüenza debía darle, usted que tantos golpes de pecho se da. ¿Cómo se atreve a hablar así de Manuel, usted que se dice tan cristiana? ¿Es que no somos todos iguales ante los ojos de Nuestro Señor? Manuel no es un cualquiera y después de todo, nosotros no somos importantes. Nuestra familia siempre ha vivido una mentira, tratando de aparentar más de lo que es. Mi madre no tiene por qué disgustarse. ¿No es acaso peor casarse con ese español aventurero y a su edad…? Nosotros hemos sido tan pobres como cualquier pescador en Chumico.
—¡No diga eso hija!, usted se equivoca. Ni sus amigas ni su familia le aceptarán nunca más si usted se casa con ese hombre. Razone Carmen. Esa unión es una locura.
Pero la muchacha se negó a escucharla y a pesar de todos los esfuerzos de la vieja, Carmen persistía en su decisión de casarse.
Finalmente, Eugenia decidió hablarle a Manuel. Ansiosa, vigilaba la ocasión de encontrarse a solas con el muchacho. Carmen presintiendo lo que se avecinaba no se separaba de Manuel cuando este venía a visitarla. Cada tarde después que terminaban las clases, él llegaba, cargando algún regalo para la vieja, tratando de apaciguar su furia. Eugenia logró sus propósitos de quedar a solas con él, utilizando la estratagema de enviar a Carmen a la tienda del chino a buscar un ovillo de hilo que dizque le hacía falta. Al llegar Manuel lo hizo pasar a la salita y lo invitó a sentarse en un taburete.
—Siéntese Manuel. Tengo que hablarle.
—Dígame doña Eugenia. ¿En qué puedo servirle?
—Mire Manuel, yo sé que usted le tiene mucho afecto a mi sobrina Carmen.
—Perdone que la interrumpa señora Eugenia. Es más que afecto. Yo estoy enamorado de ella y quiero hacerla mi esposa.
—Bueno, bueno. Como sea, pero quiero advertirle que esa unión es imposible.
—¿Y por qué señora? Carmen y yo nos amamos y somos libres. ¿Qué obstáculos ve usted a este matrimonio?
—No se haga el tonto, joven. ¡Una señorita como Carmen que viene de una familia importante no puede casarse con alguien como usted!
—Señora dígame sus razones, y no me ande con rodeos, —le gritó alterado Manuel.
Ante la cólera del joven la vieja no supo qué otra cosa decir. Angustiada, se exprimía las manos tratando de buscar palabras que con delicadeza expresaran la enormidad del prejuicio que la envenenaba. Los últimos destellos de humanidad le impedían herir al muchacho que tanto las había ayudado desde que llegaron al pueblo. El muy tonto no se daba cuenta de que podía traerle toda clase de problemas a Carmen si se casaba con ella.
La conversación fue interrumpida bruscamente por el estruendo de cañonazos que provenían de la bahía. Carmen entró corriendo casi sin aliento y al darse cuenta de la presencia de Manuel anunció con gran agitación:
—Ha llegado una fragata de guerra a la bahía y está tirando cañonazos al aire. Todos corren a esconderse. ¿Qué querrán Dios mío?
Manuel salió disparado de la casa sin despedirse. Con toda la velocidad de sus piernas jóvenes corrió hasta la tienda de Ah Sing en donde quizás podía obtener alguna información de lo que estaba sucediendo. Allí se habían reunido todos los hombres que estaban en el pueblo ese día. Juancho, que era el más viejo y el más locuaz, trataba de hacerse oír a través del estruendo de voces que al unísono trataban de explicar lo que significaba la presencia de un barco de guerra en las tranquilas aguas de la bahía de Chumico.
—¡Por favor, señores! Déjenme hablar, —en vano gritaba.
—Es un barco de guerra del Gobierno. Seguro que viene a supervisar las elecciones.
—Malditos conservadores! Todo lo quieren hacer a la fuerza…
—Ahora vienen por votos y el resto del año nos tienen abandonados.
—¡Vivan los liberales! No dejaremos que nos asusten con cañonazos.
En medio del tumulto de hombres y bravuconadas, el chino silenciosamente sacó de una alacena una bandera china que tranquilamente enarboló en una improvisada asta en medio del patio.
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