Pablo Farrés - Las pasiones alegres
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“Hoy es mi cumpleaños. Si estuvieras acá conmigo, me gustaría que me regales un tren, uno que tenga vagones de carga, sin pasajeros, no, ningún pasajero, aunque también podría ser de pasajeros y de carga, las dos cosas juntas estaría bien. Antes, cuando te extrañaba, mamá me llevaba a la estación y me decía que algún día iba a venir un tren del que vos bajarías. Pero los días pasaron y hubo un montón de trenes que llegaron y se fueron, y en ninguno estabas vos. Por eso mamá no me llevó nunca más a la estación. Me dice que ya no lo necesita porque puede hablar por teléfono con vos. Yo le pido hablar pero no me deja. Me dice que no puedo, que el teléfono es para personas grandes, y por más que le ruegue no me deja ni estar cerca cuando te llama. Lo que sí me deja es escribirte cartas. Me gusta escribirte, pero no es lo mismo, a mí lo que me gustaría es hablar por teléfono como lo hace ella. Aunque ahora parece que se enojó y ya no quiere hablarte más. A veces el teléfono suena y suena y suena y ella no quiere atender. Tampoco me deja a mí, pero igual me acerco, lo dejo sonar y cuando ella cree que ya cortaron, levanto el tubo para ver si sos vos. Nunca tengo suerte. Escucho que dicen “hola, hola, hola” y después cortan. Yo no puedo contestar porque si no mamá me va a escuchar y se va a dar cuenta. Pero de todos los “hola” que escucho me parece que ninguna voz es la tuya. Igual tengo miedo de que seas vos y que yo no me dé cuenta. Eso es feo. No me deja dormir. Tampoco me gusta vivir en un departamento. No hay nada para hacer, ni balcón tiene, y la única ventana está en la cocina y da contra la pared del edificio de al lado, por lo que solo puedo ver un pedacito de la estación que está en la esquina. Igual pienso que si vos estuvieras acá, no me importaría vivir en este departamento. Lo que no me gusta es que te hayas muerto. Y que nunca hayas bajado de ningún tren. Bueno, eso es todo. Hoy cuando me canten el feliz cumpleaños y tenga que pedir tres deseos voy a pedir uno solo: que tomes un tren que te traiga conmigo.”
Roy terminó lagrimeando un poco pero como alejado de eso mismo que estaba haciendo, o quizás como el que ve una película armada específicamente para dar el golpe bajo en el momento adecuado, sabiendo que el golpe llegará, preparado desde que comienza la película para recibir el golpe y soportarlo desde la ironía inteligente, desde la distancia cínica, el entrenamiento crítico y un largo etcétera, y sin embargo cuando llega el golpe se emociona estúpidamente con el golpe, llora como un idiota frente al golpe, se estremece hasta los huesos y comprende la dimensión física y a la vez simulada de ese llanto que no vale nada, nada de nada, pero que sin embargo ocurre; así lloraba Roy y pensaba a la vez en la efectividad de la trampa, preguntándose cuál era el procedimiento, quién operaba detrás de aquellas apariciones –los llamados, la carta.
Intentó serenarse y con ello desmenuzar, racionalizar, todas las cuestiones que la carta de Nolan ponía en juego y daba por sentado. Primero que Roy estaba muerto y que ya no iba a volver. Segundo, el lugar que Nolan describía era sin dudas el departamento en el que Roy vivía. Miró alrededor y pensó si ellos verdaderamente no estaban allí yendo y viniendo de un lado al otro, acaso sentados con él en la misma mesa de la cocina mirando por la ventana la pared del edificio de al lado y los sintió como dos intrusos que merodeando en su vida se habían propuesto adueñarse de todo sin nunca dejarse ver.
Fue hacia el baño y corrió la cortina de la ducha, pasó por el comedor, pasó de nuevo por los cuartos de Nolan y de Marian, volvió a la cocina: “¿qué estaba buscando?”, se preguntó a sí mismo sin esperar que existiera más respuesta que la de su propio absurdo.
En medio de aquella búsqueda se dio cuenta que quizás se trataba de dar vuelta el razonamiento que hasta el momento lo había guiado: el intruso era él; Marian y Nolan vivían en el departamento su único y certero presente; era él, en cambio, el que merodeaba alrededor de sus existencias en un pliegue oculto del tiempo.
De fondo, ¿qué otra vida tenía desde sus muertes sino la de un fantasma que vagaba por ahí repitiendo siempre el mismo recorrido desde la cocina al comedor, desde el sofá hasta la cama del cuarto de invitados para echarse a dormir, formando días tras día un círculo que le imponía la idea de que todo lo que hacía ya lo había hecho y que su presente no era más que el simulacro de algo que ya había dejado de existir?
“Ideas, ideas, ideas –se dijo a sí mismo– que solo existen para hacerme daño”: ruido mental que derivaba en el espacio mortuorio en el que Roy declinaba en el mantra “he dejado de existir”.
4.
Esa noche durmió como pudo. Al despertar quiso volver a mirar la filmación de la fiesta de Boris, confirmar que la mujer que Boris le había presentado como su esposa era Marian y corroborar que aquella noche le habían hecho una cirugía en el cráneo.
La grabación había sido borrada de la computadora. Intentó descargar otra vez la memoria del microchip de la cámara con la que había filmado. La memoria de la cámara estaba vacía.
Buscó en derredor huellas de alguien que por la noche hubiera entrado en el lugar para hacer aquello, entonces se dio cuenta que la carta de Nolan ya no estaba. La había dejado arriba de la mesa de la cocina, pero no estaba ahí ni en ninguna otra parte de la casa.
Aquello podía mostrarse como el punto de quiebre y saturación del que ya no podría volver, sin embargo, fue entonces que buscando la carta de Nolan encontró la llave de la casa donde menos lo esperaba: oculta entre manzanas podridas, en una bolsa metida dentro de la heladera.
Una vibración eléctrica nacida en el centro del pecho, ramificándose hasta alcanzar las terminales nerviosas de sus pies, le devolvió cierto espesor físico y con ello un suelo desde donde volver a tener un mundo. Se decidió de inmediato a salir de allí, volver a la Clínica y enfrentar a Boris Spakov. Sin la grabación de lo que había ocurrido la noche en que le habían realizado la cirugía en el cráneo, solo le quedaba obligarlo a confesar qué había sucedido con Marian.
Mientras hacía girar la llave en la cerradura de la puerta, pensó si en verdad no le habían devuelto la llave para hacer eso mismo que estaba haciendo. No sabía por qué ni para qué pero acaso estaban ordenando sus pasos como lo venían haciendo desde el primer momento. Incluso, escapar de aquel encierro era parte de la trampa.
No le importó, terminó de hacer girar la llave y salió del departamento. Tomó un taxi hacia el centro de la ciudad y un rato más tarde se encontraba en la plaza central. Delante suyo se levantaba la torre espejada del banco financiero, el hipermercado y el Mall que la Compañía había inaugurado hacía un año atrás en el lugar donde antes se encontraba la Casa de Gobierno. Recordaba perfectamente la demolición de aquel edificio pero ahora era como si nunca hubiera existido. Unas cuadras más adelante, entró a la sede de la Compañía. Desde la muerte de Marian y Nolan no había vuelto al lugar. En el hall de la entrada nadie lo reconoció, él tampoco reconoció a nadie, en todo caso, tampoco parecían trabajar allí. Le pareció extraño el estado de abandono –una manta de mugre cubriéndolo todo, sillas tiradas y papeles desparramados por el piso. El ascensor no funcionaba. Subió por las escaleras hasta el quinto piso. Fue directamente a su oficina para encontrarse con el mismo paisaje ruinoso.
Se paró delante de los ventanales que cubrían casi toda la pared. Desde allí tenía una visión panorámica de la ciudad. Pasó unos diez minutos contemplando los edificios hasta reducir la ciudad a una foto de esa misma ciudad. Todo le parecía muerto, estático, como si en verdad la vida y el movimiento no respondieran sino a un pasado remoto que valía más como narración que como imagen mental. El efecto era agradable: pensaba en los pasos dados desde que había salido del departamento y sintió que nunca habían ocurrido. Pensó en la muerte de Nolan y en su vida con Marian, supo que se habían reducido a folletos de ciudades que nunca había visitado, entradas para una fiesta a la que no pudo ir, souvenires de países imaginarios que entre papeles, papelitos, boletos, recibos, estaban destinados al fondo del último cajón de un escritorio que ya nunca se abrirá. Sin embargo, aquella sensación era una conquista: el fin que se había impuesto de olvidar lo que había pasado para rehacerse una y otra vez y todas las veces que hicieran falta estaba empezando a funcionar.
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