Pablo Farrés - Las pasiones alegres

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En el universo distópico de este libro hay una Inteligencia Artificial con un plan siniestro, personajes con microchips implantados que les producen falsos recuerdos, secuencias de eventos en loop y desfasajes de tiempo y memoria. Las pasiones alegres es una obra magistral que revela los síntomas de una evolución tecnológica más avanzada que la humana, donde el límite entre ficción y realidad es cada vez más incierto.

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La conexión entre aquellas fotos y la filmación de la fiesta en la casa de Boris se hizo rápido. Prendió la computadora. Detuvo la imagen de la grabación en el cuadro que mejor mostraba a Laura, la esposa de Boris. Si ante la semejanza entre Laura y Marian retrocedía entendiendo que era él el que estaba perdiendo el mundo, ahora comparando las fotos y la imagen de la filmación, llegaba a la certeza: no solo se trataba de semejanzas entre una y otra sino que eran la misma e idéntica persona.

Supo entonces de la humillación. La paranoia más que acecharlo se había vuelto motor mismo de sus maquinaciones mentales: estaba seguro que habían fingido la muerte de Marian y Nolan y luego habían armado aquella fiesta con el único fin de hacerlo caer en una trampa de la que todavía no sabía de qué se trataba.

Pensó en Boris y cómo este, desde el comienzo, había ordenado su vida para tenerlo cerca como un perro de compañía. Lo había llevado a trabajar en la Compañía, lo había hecho formar parte de la Gerencia solo para vigilarlo mientras se quedaba con su mujer sin más costo que el de dejarle todos los chupetines y ahora encima se daban el lujo de jugar con él haciéndole escuchar la voz de su mujer en el teléfono, haciéndole ver su imagen en el chat. Si ya se habían apropiado de todo lo que Marian había dejado con su desaparición, transformándola en la reina platinada de su palacio, ¿qué necesidad entonces de armar semejante farsa de la humillación? ¿Por qué llamarlo haciéndolo escuchar la voz de Marian, obligándolo otra vez a enfrentar su rostro como si estuviera viva dando vueltas en alguna galaxia lejana?

Debía serenarse. La venganza frente a un tipo como Boris necesitaba de tiempo y paciencia. Él era el Director de la sede argentina de la Compañía con contactos en el Directorio Central –Roy uno más de sus juguetitos. Decidió esperar, dejar que el tiempo pasara hasta estar seguro de lo que debía hacer. Pero la espera no le resultaba fácil y el teléfono no dejaba de sonar no solo puntual a las nueve de la noche sino también a cualquier hora. La humillación abría la grieta que cada vez más separaba su cerebro del mundo que lo rodeaba hasta armar en derredor su Gran Cañón del Colorado. El teléfono seguía sonando y lo empujaba a saltar. Ya harto del juego de Boris, pensó en salir del departamento, regresar a la Clínica para enfrentarlo, pero aquello que pensó se deshizo rápidamente cuando pretendiendo abrir la puerta del departamento, buscó la llave y no la encontró donde debía estar –hacía tantos días que ni siquiera bajaba a la calle para tomar al menos un poco de aire, que bien podía haberla dejado en cualquier lugar. Entonces sonó el teléfono una vez más y Roy encontró su límite mental. Se encaminó hacia el aparato, levantó el tubo y la voz de Marian se hizo escuchar con la serenidad del que ve el mar en una playa vacía a la hora en que los vientos se marchan.

–Estuviste viendo lo que no debías. No tenías que haber visto esas fotos –se adelantó la voz de Marian.

–¿Me estás vigilando? ¿Pusiste cámaras, me estás grabando? ¿cómo sabés que estuve viendo las fotos? –dijo y rápidamente comprendió que sus palabras no se dirigían a Marian sino a Boris Spakov.

–Sabé que esta es la última vez que me vas a escuchar… No digas nada. Me cuesta hablarte, no sé si estás ahí, si existís de verdad o no sos más que una grabación del pasado. No importa. No me digas nada. Esto me hace mal, ¿sabés? No lo puedo sostener. No sé dónde estás, de dónde es que me llamás.

–Yo no te llamo, sos vos la que me llama –dijo Roy sin saber a esa altura si estaba hablando con Marian o con quién.

–Desde el accidente no tenemos más vida, Roy. Nolan no responde, no habla, no quiere la silla, no sale de su cama. Yo no puedo mantenerme parada sino es con un arsenal de pastillas. La otra vez me preguntaste por el accidente: ¿de verdad no sabés lo que pasó?, ¿no recordás nada? Estás muerto, Roy. Estás muerto y no sé qué hago yo hablando con mi esposo muerto. Tengo que salir de todo esto, por favor no me llames más, te lo ruego, no me llames más, y si suena tu teléfono, por favor, Roy, no atiendas, no me respondas, desaparecé de mi vida.

Cuando del otro lado cortaron la comunicación, Roy se representó el tono constante de la línea como una recta en la pantalla de un monitor cardíaco. Luego vino el anonadamiento. No sabía qué pensar. Miró a su alrededor y sintió el peso muerto de las cosas, escuchó vibrar el silencio glacial de su propio encierro, la indiferencia con la que el mundo había respondido a su soledad. Miró por la ventana del departamento. Desde allí arriba podía ver la plaza de enfrente, la estación de trenes en la esquina y le pareció que todo lo que veía ya había muerto. Los hombres, los autos, los trenes se movían como si en verdad estuviesen repitiendo un movimiento ya acabado, como si el conjunto existiera en la repetición infinita de una memoria que solo funcionara volviendo siempre sobre sí misma, sobre cada acto y escena para imponerles repetirse una y otra vez. Era la contemplación de un museo de los actos ya desaparecidos, el teatro donde se representaba un mundo ya muerto, como si todo lo que entonces existiera no fuere más que aquello que en otro lugar alguien recordaba.

Pensó en el llamado de Marian y en la derivación fácil de que lo que lo rodeaba ya no existía sino como el pasado reconstruido en alguna parte del futuro. El truco había sido efectivo: “estás muerto y no sé qué hago yo hablando con mi esposo muerto”, había dicho Marian. “No, no pueden ganarme, no puedo permitírmelo a mí mismo”, se dijo Roy en voz en alta, pretendiendo que aquello no fuera más que la trampa que Boris le había montado y en la que él se había dejado caer.

Repasó mentalmente la secuencia de los llamados desde el primero hasta ese último. Se sintió absurdo, supo que se había dejado llevar por la expectativa del milagro y que eso mismo lo había dejado desnudo ante la miseria de lo real. Tomó de nuevo el teléfono y llamó al número desde el cual Marian –o quien se hiciera pasar por Marian– lo había estado llamando. Enseguida se dio cuenta de que si sabía el número de Marian era porque había sido él el que la había estado llamando, tal como lo ella se lo había dicho. Lo atendió la voz metálica de una grabación que le informaba que aquel el número no era el de ningún cliente en servicio.

Lo intentó una y otra vez y siempre la misma respuesta. Se dio vuelta mirando hacia la cocina. Allí encontró la silla de ruedas vacía. Recordaba perfectamente haberla cargado y arrojado junto a la cama y el ropero en un descampado donde los había quemado. Sabiendo siempre que a la muerte se ingresa lentamente casi sin uno darse cuenta, como si en verdad fueran las cosas en derredor las que fueron muriendo hasta cercar, rodear, acechar y convencerlo de que en verdad ya estaba muerto desde hacía vaya uno a saber cuánto tiempo, Roy tomó coraje y se encaminó hacia el cuarto de Nolan pensando que lo único que allí podía permanecer vivo no era de este mundo. Le sorprendió encontrarse con la cama y los muebles que él mismo había sacado de la casa, incluso con los juguetes y la ropa que estaba seguro haber incendiado. Caminó hacia el dormitorio, abrió el guardarropa. Encontró allí la ropa, los zapatos, las carteras y todo lo que alguna vez había sido de Marian y él había quemado solo unos días después de su muerte.

Volvió a la cocina, vio sobre una de las sillas que rodeaban la mesa el sobre cerrado de una carta y supo con solo verlo que las cosas no marchaban bien o marchaban lo suficientemente bien como para que todo se estropee. No recordaba haberlo visto antes, no recordaba haberlo recibido y nadie habría podido entrar al departamento para dejarlo. Quizás estaba cebado por los retorcijones mentales que las llamadas de Marian habían creado, pero no podía controlar la ansiedad cruel de dejarse humillar jugando el juego de otro. Abrió el sobre y encontró lo que de algún modo esperaba encontrar. La letra chiquitita, desgarbada e insegura, lo obligó a leer lentamente, volviendo una y otra vez sobre cada palabra.

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