Joaquín Algranti - La industria del creer

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Éste es un libro sobre libros y otros objetos culturales que comparten entre sí el hecho de ser mercancías religiosas, productos de consumo masivo que se distinguen de otros de apariencia similar por las marcas espirituales que portan y los diferencian al inscribirlos en una tradición específica. Los materiales que aquí se estudian habitan los circuitos más o menos definidos de un nicho del mercado en el que es posible encontrar libros de todo tipo y género, música en su variante litúrgica, devocional o recreativa, prédicas grabadas, películas, documentales, objetos de librería, distintivos, réplicas de santos y budas, cosmética, accesorios terapéuticos e incluso ropa ritual o de uso cotidiano. De acuerdo con la intensidad de las marcas podemos identificar un producto con una confesión específica y saber si se trata de una mercancía de impronta católica, evangélica, judía o propia de las grandes religiones de Oriente. El libro hace foco en el pequeño-gran mundo de los productores de bienes culturales que fabrican estas mercancías para un sector específico del mercado. Aquí se destaca fuertemente la industria editorial como un complejo productivo con historia dentro de las distintas religiones. Sin embargo, se abordan también otro tipo de productores relacionados, por ejemplo, la música, los programas evangélicos de radio, los cursos de la Fundación El Arte de Vivir, los cuadernillos de capacitación en bioética católica, la publicación de un diario confesional (El Puente), la oferta cultural de productoras evangélicas y la figura del autor consagrado que representa Bernardo Stamateas. Se trata, en definitiva, de toda una cultura material de signo religioso. Las cosas del creer dependen, en más de un sentido, de las fuerzas sociales que moviliza la industria.

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El campo de esa literatura se ha formado en miles de aproximaciones entre editores, autores y lectores, y hoy tienen amplitud, estabilidad y patrones de gusto y dinamismo que sirven como señales al lanzamiento de nuevos productos. Lo que quiero subrayar con esto es que la producción de los productores culturales, cuando se deja llevar por el mercado, no se deja llevar por una multiplicidad de agentes atomizados que resuelven de acuerdo con criterios de maximización de un mismo placer por el precio más barato. Los bienes religiosos no ofrecen placeres tan fácilmente ecuacionables unos por otros (quien quiere cruces no necesariamente aceptará mandalas). La orientación al mercado que puedan tener los productores culturales no es, en consecuencia, una orientación aleatoria o infinitamente variable. Orientarse al mercado en la producción cultural es orientarse hacia algunas demandas prevalentes, hacia algunos significados, contenidos y formatos privilegiados por los públicos que en lo único en que actúan como racionalmente es en el momento de hacer economías, pero que se orientan antes por preferencias de sentido socialmente construidas. Y si uno retiene qué es lo que domina en el mercado, podrá entender por qué una parte de los productores culturales de las iglesias, específicamente aquellos que pertenecen a tradiciones organizativas menos rígidas, se orienta en la dirección en que se orienta. En el mercado –de forma transversal a lo que se considera autoayuda, religión, esoterismo– se presentan de forma recurrente las más variadas operaciones destinadas a que los sujetos tomen conciencia de sí, de sus hábitos, de las formas en que deben romper los automatismos de su actuar y asumir cuáles son las fuerzas que los llevan a actuar de maneras autodestructivas: la expectativa de transformación personal, tramitada como reflexión sobre el sí mismo y que resulta con el concurso de fuerzas que no son sólo las propias sino las de “la vida”, “la armonía entre los seres”, la gravitación conjunta de las intenciones de las personas, los elementos y las divinidades inmanentes.

Un caso extremo de esto que decimos podría ser el que trata en este libro Leandro Rocca. Se trata del caso del Bernardo Stamateas, quien realiza toda su obra de literatura espiritual no sólo a distancia del consenso de los evangélicos sino también de lo que opinan en la congregación que él mismo dirige. Stamateas, que viene de un contexto institucional que favorece la autonomía, elige orientarse por el mercado (acomodando su producción a una demanda que además ayuda a reforzar puesto que, más precisamente, desarrolla una literatura espiritual que va mucho más allá de ofrecer nuevos formatos de experiencia evangélica a los que ya lo son o a los que puedan llegar a serlo). Stamateas se deja llevar por una serie de temáticas que tienen que ver con la psicología, la sexología y, más en general, con doctrinas que llevan a los sujetos a reflexionar sobre su acontecer, a monitorear sus comportamiento, a transformarse a sí mismos en interacciones con otros sujetos o entidades que incluyen un nivel espiritual (pero ese nivel espiritual no es exactamente el de la espiritualidad evangélica, aunque sería una disputa teológica enorme e imposible de resolver la de definir si la espiritualidad que propone no es “de ninguna manera evangélica”). En su función de literato, Stamateas engendra un sacerdocio que excede, amplía e incluso redirecciona su acción como pastor evangélico de una comunidad de creyentes en una iglesia a una comunidad interpretativa que son sus lectores. Sin dejar de pertenecer a un grupo religioso, actúa con el máximo grado de autonomía y orientado por el mercado, pero se aviene a una forma espiritual que constituye un modo previamente dominante en ese mercado.

Si hemos dicho que las industrias culturales inciden en el campo religioso fortaleciendo los supuestos de la Nueva Era es porque, justamente, hemos tenido en cuenta que hechos como el de Stamateas representan las tendencias más presentes en el cruce de industria cultural y religión, y porque sus supuestos se imponen incluso a productores culturales católicos o evangélicos. Esto no implica, como ya dijimos, que las industrias culturales no dinamicen otros supuestos religiosos, pero hay algo en lo que la retroalimentación Nueva Era-industria cultural parece insuperable: sólo en esa intersección se da que la máxima autonomía de los agentes se combina con una altísima presencia y realización de ventas. Y sólo en el caso de la Nueva Era se da el que una visión religiosa se funda en mayor parte o en su totalidad en productos de industria cultural antes que en formatos institucionales propios de las iglesias clásicas.

Dijimos al inicio de este punto que los productores culturales aparecen tensados entre la tradición y el mercado. Si agregamos a ello el resultado de este recorrido, nos encontraremos con que esa tensión se enriquece sumando dos hechos. Primero, que “tradición” es un término que implica variaciones derivadas del grado de autonomía que permiten las diversas iglesias. Segundo, que “mercado” implica variaciones derivadas de la configuración de la oferta de motivos para “creer”. El cuadro que emerge sería uno en el que las orientaciones por la tradición o por el mercado se subdviden por el grado de autonomía que les permiten sus propias instituciones y se cualifica por la afinidad con algunos motivos dominantes en el juego de oferta y demanda simbólica.

Conclusión

Quisiera recoger todos los hilos de esta introducción conjugándola con la revisión de la idea de espacio religioso. En este libro, en que se plantea una interrogación sobre el papel y la productividad de las industrias culturales, está contenida un redefinición del campo religioso a la que llegamos recapitulando lo expuesto.

En primer lugar, se reformula la noción de creencia de manera que ésta, retornando un fundamento clásico, se torna un continente más generoso para con una multiplicidad de roles que van más allá del circuito sacerdote-ideología-fiel (sea cual fuera la religión en cuestión). En la definición de creencia que se adopta y en al análisis crítico de las formas en que se parcializa el análisis de los procesos religiosos en aspectos aislados, toma lugar la posibilidad de concebir el papel de los productores culturales.

En segundo lugar, porque esta posición implica la posibilidad de redefinir los criterios con los que definimos las organizaciones religiosas trascendiendo los análisis que asimilan las formas católicas a las únicas formas posibles de la experiencia religiosa. En ese contexto, y tomando en cuenta lo que hemos desarrollado en el punto anterior, debe proponerse un esquema en el que la situación de los productores culturales es variada y va desde un mínimo de productividad, casi un apéndice de las burocracias sagradas y consagradas de cada organización, hasta un máximo de productividad que se da en el caso de los que tienen un máximo de autonomía. Al mismo tiempo, llama la atención en este esquema el hecho de que algunos de los más productivos de esos agentes, y muchas veces los más autónomos, tienden a generar proyectos que, más allá de su vínculo con una organización religiosa determinada, tienden a reforzar y promover los criterios de la espiritualidad de la Nueva Era.

En tercer lugar, porque la inclusión de la producción de las organizaciones culturales ligadas a las diversas organizaciones religiosas permite ver que la religión no sólo es cuestión de palabra, espíritu y misa y de simple cura de almas, sino también de sonoridad, bailes, dieta, terapia y modelos de bienestar que no son sólo “espirituales” y que circulan a través de libros, recitales, conferencias, formatos digitales para bajar y reproducir música, CD. Esto, y la propia inclusión de las organizaciones culturales dentro de las organizaciones religiosas, heterogeneiza el “campo religioso” de una manera que no se corresponde con el uso tradicionalmente generalizado de la noción de campo religioso. He insistido varias veces en este argumento y no tengo cómo no volver a hacerlo: sea cual fuera la mejor forma de concebir la religión, es indudable que la posibilidad de establecer y crear el ámbito de lo religioso, de definir su contenido, es algo que depende de las formas en que los hombres practican y simbolizan esa forma de dividir lo social. De acuerdo con ello, e independientemente de otras relaciones posibles, lo religioso es un derivado de las prácticas simbólicas, algo que en cierta clave teórica puede ser cultura y en otras, hegemonía.

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