Joaquín Algranti - La industria del creer

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Éste es un libro sobre libros y otros objetos culturales que comparten entre sí el hecho de ser mercancías religiosas, productos de consumo masivo que se distinguen de otros de apariencia similar por las marcas espirituales que portan y los diferencian al inscribirlos en una tradición específica. Los materiales que aquí se estudian habitan los circuitos más o menos definidos de un nicho del mercado en el que es posible encontrar libros de todo tipo y género, música en su variante litúrgica, devocional o recreativa, prédicas grabadas, películas, documentales, objetos de librería, distintivos, réplicas de santos y budas, cosmética, accesorios terapéuticos e incluso ropa ritual o de uso cotidiano. De acuerdo con la intensidad de las marcas podemos identificar un producto con una confesión específica y saber si se trata de una mercancía de impronta católica, evangélica, judía o propia de las grandes religiones de Oriente. El libro hace foco en el pequeño-gran mundo de los productores de bienes culturales que fabrican estas mercancías para un sector específico del mercado. Aquí se destaca fuertemente la industria editorial como un complejo productivo con historia dentro de las distintas religiones. Sin embargo, se abordan también otro tipo de productores relacionados, por ejemplo, la música, los programas evangélicos de radio, los cursos de la Fundación El Arte de Vivir, los cuadernillos de capacitación en bioética católica, la publicación de un diario confesional (El Puente), la oferta cultural de productoras evangélicas y la figura del autor consagrado que representa Bernardo Stamateas. Se trata, en definitiva, de toda una cultura material de signo religioso. Las cosas del creer dependen, en más de un sentido, de las fuerzas sociales que moviliza la industria.

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Pero mucho más importante que esto es que para de Certeau el proceso social del creer es doblemente relevante para la ciencia social. Es isomórfico de la dinámica de reciprocidad en que Émile Durkheim y Marcel Mauss discernían el núcleo vivo de lo social. Y al mismo tiempo, en otro registro, es la estructura misma de la comunicación. Lo es si la definimos no como la actualización invariable de un código instalado en el inconsciente (y en los cielos) y capaz de determinar la historia, sino como una pragmática del lenguaje, como una constelación de invitaciones, aceptaciones y devoluciones en que el sentido y sus estructuras no se eligen pero se construyen en el aquí y ahora (en la Tierra) y con valor para la historia. La historia, desde ese punto de vista, es comunicación creada y recreada. Es, justamente, en la combinación de las perspectivas de Veyne y de Certeau donde hallamos una comprensión que permite pensar relacionalmente el creer como un juego de múltiples comunicaciones cruzadas en las que la creencia no tiene nunca las medidas de la simulación o el fanatismo y en las que las realidades creyentes subvierten cualquier posibilidad de estereotipación. Esto no implica renunciar a la conceptualización o rendirse a la infinitud del mundo sino entender que la unidad de análisis del creer es el proceso y las creencias, los creyentes y las instituciones son momento. En este marco que da cuenta de qué es lo que está en juego en una definición relacional del creer, podemos retomar a los productores culturales sobre los que trata este libro y examinar la fertilidad de sus hallazgos.

Los productores de cultura y el creer

Nos preguntábamos lo siguiente: ¿En qué sentido decimos que la de los productores culturales se trata de una actividad llena de consecuencias para la vida de las iglesias y para nuestra concepción de las mismas? ¿En qué sentido puede decirse que nos permiten discernir una fuerza motriz diferente en el campo religioso y permiten también divisar el juego de orientaciones que se enfrentan en ese campo? Todo lo dicho en el punto anterior nos permite entender las dos afirmaciones que siguen y dan respuesta a esta pregunta.

Si tomamos en cuenta que el creer tiene la estructura de la comunicación y del don, es preciso subrayar que los productores culturales son, sea cual fuere su posición en las iglesias, parte del circuito que alimenta las tradiciones en función de las cuales se autoriza el creer. No son simples operadores que “bajan” o pedagogizan el discurso oficial, ni tampoco se trata de sujetos que lo paralelicen intencionalmente sino que, en la medida en que el creer es comunicación, ellos son una rueda motriz del creer y lo diversifican, lo dialectizan. Cuán importantes y con qué consecuencias es algo que consideraremos más adelante. Todos los análisis empíricos del libro nos muestran que entre la iglesia oficial y los productores culturales hay aunque sea un mínimo de diferencia que implica que ellos producen desde otra posición. Y, además, mi propia experiencia de investigador es que muchos creyentes asumen antes las verdades de la industria cultural que las oficiales de la iglesia (incluso sin ser muy periféricos a su organización, como el caso de muchos católicos que reelaboran fuertemente su fe a la luz de la literatura de autoayuda a través de autores que circulan con alguna legitimidad en el mundo católico). Los productores culturales pueden tener una posición específicamente diferenciada en la producción del creer y como esa producción no es sin target ni sin efectos se entiende que los productores culturales no son parte de un organigrama piramidal que los disponga como mera polea de transmisión. En esta investigación lo que se ve es que, incluso en el caso de los que menos autonomía tienen, no dejan de ser un foco específico de irradiación de sentidos sobre la religión. Las realidades sociales no son mecanismos, pero si lo fueran los productores culturales deberían ser concebidos como una rueda que gira excéntricamente respecto de otras ruedas mayores, imponiendo al conjunto del mecanismo algo de su propia forma de girar.

Por la vía de la deducción teórica se confirma lo que mencionamos como un hallazgo de la investigación: la específica productividad de los productores culturales. Pero por esa vía se puede entender mejor otro hecho. Como el proceso de la comunicación es dialógico (en el sentido que lo definimos antes), la actividad de los productores culturales es necesariamente productora de un diálogo en el que se toman y se dan contenidos a la interlocución (obviamente son diálogos que dependen también de relaciones de fuerzas internas, pero el punto es que prescindimos de la posibilidad de una verticalidad absoluta y permanente). Y esto tanto en el sentido en que va de los productores culturales al público como en el sentido en que va de las interpelaciones del “mercado”, la “cultura” y las iglesias a los productores culturales. Los productores culturales, en el creer definido como comunicación y como don, son, como se dice contemporáneamente, “prosumidores”.[3] Vuelcan digerido al público como productores lo que los alimenta como consumidores. Intervienen lo que les llega y hacen circular. Y en ese sentido se entiende que los productores culturales sean productores, siempre, en algún grado, de síntesis entre su propia nutrición y la que les provee su grupo religioso. Así esta definición del creer implica estructuralmente al sincretismo, que es el modo en que se produce cualquier creencia y no, simplemente, un desvío de una normatividad y pureza que alguna vez hayan existido. La noción de sincretismo puede servirnos para iluminar cuánto no somos tan católicos como creemos como nación. Pero debe ser usada con la precaución de no identificar el análisis con las categorías de los obispos y partiendo de que algunas creencias son sincréticas y otras no cuando en realidad todas lo son.

La cuestión va más allá de los productores culturales ya que toda la producción del creer es sincrética, pero baste con subrayarlo a propósito de estos sujetos y sus empresas que definimos como ruedas excéntricas de los mecanismos que producen el creer.

Todo el razonamiento anterior tiene un complemento. Darle lugar a los productores culturales en la producción del creer, y por ende en las organizaciones religiosas, es tensar productivamente la concepción de las organizaciones religiosas. Es otro valor habilitado por la investigación cuyos resultados compila este libro. Ella parte de una posibilidad que se confirma ampliamente. La imaginación sociológica se ha condenado muchas veces a representar las organizaciones religiosas bajo el formato de la pirámide vertical con que el catolicismo se representa a sí mismo. Cuando esta imagen no se confirma surge el recurso a la desinstitucionalización de la religión como si todo aquello que no tuviese el formato católico imaginario no fuese institución. Todo lo que hemos dicho nos ayuda a pluralizar y complejizar nuestro repertorio de imágenes posibles de las organizaciones religiosas. Una conclusión parcial de este movimiento es que el hecho de enfocar a los productores culturales y obtener los resultados que se han obtenido acerca de su productividad, sumado al análisis que hicimos (que los ubica como una de las fuerzas que dinamiza y enriquece el creer), nos está proponiendo el promisorio horizonte de concebir las organizaciones religiosas sin los prejuicios que la sociología adquirió en el conocimiento del catolicismos. Para ser más claros todavía: el paso que incorpora las industrias culturales al análisis del creer despega el análisis de las ciencias sociales de la mirada católica, sobre todo de la mirada obispal del catolicismo, porque nos permite ver a las iglesias desde un punto de vista organizacional más amplio que tiene al catolicismo como caso y no como parámetro.

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