Empezaron a andar a paso de hombre, cada uno en su moto, hacia la línea de donde partían y adonde llegaban los competidores.
—Me engañaron –repitió Tomás–. Me usaron.
—Bueno, che, no seas tan principista.
—Acabo de escupir sobre la tumba de Ángel.
—Uh, loco, qué dramático. Es una carrera por guita, nada más.
—Él era contrario a todo esto.
—Ángel no tiene nada que ver.
—Definitivamente no.
—Dejalo en paz –ordenó Catriel.
—No va a tener paz hasta que se haga justicia. Hasta que se sepa que lo mataron por no prenderse en un robo. Tus amigos, los policías corruptos, y los socios de la transportadora de caudales.
—¡Pará, pará, pará! –se detuvo Catriel, y los gorutas acudieron rápidamente a su lado para ver si había algún problema–. ¿Policías amigos? Yo no tengo policías amigos. Los odio. Si te presioné para que facilitaras el trabajo en Tulsaco fue porque me tenían agarrado del cuello. Me amenazaron, me pegaron. Amenazaron con secuestrar a mi vieja.
—¿Por qué no los denunciaste en vez de meterme a mí en problemas?
—¿Denunciarlos? ¿A los polis? ¿Vos querés que me maten? ¿Dónde los voy a denunciar? ¿En la comisaría, en el Departamento Central?
—En Tribunales. Ante un juez, un fiscal.
—Eso hacen los ricachones. Los que tienen abogado. Yo no tengo nada.
—¿Vos sos consciente de las que pasé? Estuve preso, coimearon a mi viejo, me destrozaron la moto. Quedé imposibilitado de trabajar por derecha. Y pueden volver. Pueden hacer conmigo lo que quieran.
—No me las cuentes. Las que vos pasaste, las pasé primero yo. Peor –dijo Catriel.
—…
—Era más fácil si los hacías entrar a Tulsaco y listo.
—…
—Igual, quedate tranquilo. Yo ya cerré con los polis esos. Desde que soy capitalista del juego, me tienen más respeto.
—¿Capitalista?
—Ponele. Les doy algo todos los meses. Me la hacen fácil. Puedo hablarles por vos. Puedo decirles que te dejen tranquilo.
—Disculpame, Catriel, pero no quiero nada de tu parte. No me metas en más líos.
—Te estoy ofreciendo otra cosa. No tenés que involucrarte en ningún robo, nada. Esto es legal. Solo te pido que corras para mí.
—¿Apuestas en carreras clandestinas? ¿Eso te parece legal?
—No le hacemos mal a nadie. Hay buena guita.
—De ninguna manera.
—Le estás diciendo que no a algo que no conocés. Dejame que te explique. Dejame que te haga una propuesta.
—Mirá, Catriel, somos muy distintos. Vos le hiciste la cartera y el celu a una chica, yo fui a pagar el rescate por el teléfono. Eso dice algo, ¿no? Hacé tu negocio. Conmigo, por favor, no cuentes.
Catriel se quedó mudo, sin respuesta para dar, hasta que finalmente acusó recibo de las palabras de Tomás, puso cara de que no había resentimientos y anunció:
—Está bien. No se habla más.
—Gracias –replicó Tomás–. Me alegra que lo entiendas.
—Hacé de cuenta que no te propuse nada.
—Me quedo tranquilo, entonces.
—Olvidate.
El tramo final de la charla coincidió con una nueva largada. El público estaba reunido. Tomás vio a Lula, que conversaba, un tanto aburrida, con el Viejo Oscar.
—Bueno, nos vemos –dijo Toto con la intención de que Catriel lo dejara.
Pero el otro no iba a hacérsela sencilla.
—¿No vas a presentarme a tu chica? –dijo señalando a Lourdes.
—Es una amiga –contestó Toto, minimizando la importancia y el grado de relación y compromiso con ella.
—Con más razón. Si no tenés nada con ella, me la podés dejar a mí.
—En realidad…
—Aaaah… Entonces sí es tu chica.
Tomás tardó varios segundos en dar una definición que conformara a Catriel:
—No por ahora.
Los esfuerzos para que Lula no tomara contacto con Catriel, de cualquier modo, fueron en vano, porque ella en determinado momento dejó al Viejo Oscar, se acercó y, al ver de cerca al tipo que acompañaba a Tomás, pensó “tragame, Tierra”, puso cara de póker, lo ignoró y dijo:
—¿Vamos, Tomás? Se me hace tarde.
—Sí, ya. Catriel… –Tomás ensayó un choque de puños para despedirse, pero se quedó con la mano en el aire.
—No seas ortiba, Toto. Quedás como un maleducado. Si no me presentás vos, me presento yo. Un gusto, preciosa. Catriel –se adelantó buscando un beso.
Lula lo frenó anteponiendo una mano para un saludo profesional y oficinesco, que quedaba ridículo en ese ambiente.
—Hola –dijo, bien seca.
Catriel aceptó la mano, la retuvo más tiempo de lo aconsejable y deslizó:
—Perdón, linda… ¿Nos conocemos de algún lado?
Amparada por la seguridad que le daban la capucha y los anteojos oscuros (al fin y al cabo, un sustituto de los antifaces que usaba al principio para cantar), Lourdes disimuló el temblor y carraspeó primero antes de decir, con el tono de voz más fuerte y seguro del que fue capaz:
—No creo. Te espero, Tomás, dale –y giró para volver junto al Viejo Oscar.
Debajo de los lentes, los ojos de Lula estaban hinchados, rojos, a punto de inundarse de lágrimas.
Catriel era el mismo con el que se arrepentía de haber ido a la galería de Belgrano.
Catriel era Juan.
Capítulo 8
—Chau, Catriel –dijo Tomás pegando la vuelta para seguir a Lula.
El otro lo retuvo con una pequeña ayuda de los gorilas.
—Te felicito, che. Me hiciste caso. No sabía que estabas saliendo con la cheta.
—¿Qué cheta?
—El bombón que te mandó a rescatar el teléfono.
Toto entrecerró los ojos y preguntó:
—¿Cómo la reconociste? Si apenas la viste un toque mientras le afanabas, si ahora está toda tapada…
—Por la selfie que tenía como fondo de pantalla. Cada vez que prendía el celu, aparecía ella un segundo y después el cartel de que era robado.
—…
—La vi quinientas veces. Prendía y apagaba, prendía y apagaba, para ver si podía quitar el mensaje.
—…
—De la buena mercadería no me olvido.
Tomás hizo unos instantes más de silencio, estudió el rostro de Catriel y volvió a la carga:
—Sigo sin entender cómo le sacaste la ficha. Así, con lentes y capucha, nadie la reconoce.
—Bueno, che, ni que fuera famosa…
Esa frase, en el relato de Catriel, hizo que Tomás se sintiera aliviado, porque evidenciaba que identificaba a Lourdes como la chica a la que había robado, pero no como Lula, la cantante de Zaraza. Esto le daba cierto margen de tranquilidad.
—Además de la carita preciosa, ¿sabés qué me quedó de ella? –abundó Catriel–. El perfume. Cuando estaba forcejeando para tironearle la cartera, me volvió loco el perfume que tenía. Recién lo sentí y fue un flash. Volví a verla.
—…
—No te pongas celoso.
—…
—Más que mirar, no voy a hacer.
—…
—Se respeta. La mujer de un amigo tiene barba y bigote.
—Okey –dio por cerrado el asunto Tomás y por fin se fue.
Se unió a Lula y, sin mirar atrás, se subieron a la moto y emprendieron el camino de regreso a la Capital.
En el viaje, Lourdes y Toto sintieron que sus cabezas se habían metido en un micromundo y que sus pensamientos retumbaban dentro de los cascos.
Cada uno por su lado, sin ponerse de acuerdo, pero al unísono, repetían como un mantra: “Nunca más voy a volver a las carreras, nunca más voy a volver a las carreras, nunca más voy a volver a las carreras”.
Después Toto se fijó otra directiva: “Nunca más voy a ver a Catriel. Basta. Punto y aparte”.
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