Lula estalló en un grito de alegría, saltó, abrazó a Tomás y lo besó. Entre tanta confusión, sus labios rozaron los de él, pero no se hizo cargo. Toto, en cambio, quedó al borde del colapso.
De inmediato Lourdes salió corriendo y se arremolinó junto a las personas que iban a cobrar las apuestas pactadas con el Bizco. Todos pasaron antes. Ella quedó para el final.
—Todavía no tomo plata para la próxima carrera, nena –dijo el tipo.
—Vengo a cobrar. Yo le fui al Cicatriz.
—Sí, ¿y?
—Ganó el Cicatriz.
—Yo con vos pagaba dos a uno contra el Cicatriz. ¿Se entiende, nena?
—No, y no soy tu nena.
—A ver si nos calmamos. Es bien fácil. Pagar dos a uno contra el Cicatriz quiere decir que pago si el Cicatriz pierde.
—Pero… es una estafa, yo creí…
—Cuidado con lo que decís, nena. Yo no estafo a nadie. Tengo una reputación acá.
—Me imagino, una reputación de porquería.
—¡Ey, ey, ey! ¡Flaco, controlá a tu perra! –exclamó el Bizco dirigiéndose a Tomás, que se acercaba para constatar cuál era la trampa.
—¿¡A quién le decís perra!? ¿¡A quién le decís perra!? –saltó Lourdes y Toto tuvo que agarrarla desde atrás, levantarla del suelo y llevársela mientras ella pataleaba, agitaba los brazos e insultaba más que un camionero.
—Basta, Lula. Es gente pesada. Te cortan la cara por cualquier cosa.
Ella estaba roja de furia e impotencia, pero también sabía que había sido una tonta al confiarle plata a un personaje como el Bizco.
—Está todo arreglado. Te lo dije –sostuvo Tomás.
—Okey, ya entendí, parecés mi vieja –se quejó Lula; luego bajó un cambio y deslizó–. Perdón.
—Perdoname vos. Me pediste que te trajera a un lugar salvaje y fue demasiado. Mejor nos vamos, ¿sí?
Ya estaban alejándose hacia la moto cuando otro pasador de apuestas (era fácil adivinar que lo llamaban el "Rengo") se les cruzó en el camino, puso una mano en el pecho de Toto y le dijo:
—Ey, amigo. ¿No conocés la regla? El que trae invitados corre sí o sí.
—¿Y quién puso esa regla estúpida? –preguntó Tomás, desafiante.
—La acabo de poner yo –dijo el Rengo levantando el buzo y mostrando la culata de un revólver–. ¿Algún problema?
—Ninguno –respondió Tomás a la vez que Lula lo agarraba de un brazo–. Desde que se inventó la pólvora se acabaron los valientes y cualquier gil se cree vivo.
Cuando el Rengo estaba a punto de reaccionar, apareció el Viejo Oscar. Se puso en el medio y dijo:
—Paren, loco. ¿Cuál es el problema? Toto es mi amigo –lo abrazó para demostrar ante todos que respondía por él.
Tomás aprovechó la cercanía para recriminarle:
—Viejo, te voy a matar, ¿por qué no me dijiste que las carreras se habían vuelto un antro de criminales?
—No pasa nada, son buenos muchachos –dijo Oscar en voz baja; luego aumentó el volumen–. Dejá de bardearlo, Rengo.
—Tranquilo, Viejo. Le estaba explicando que tiene que correr –sostuvo el Rengo.
—Dejate de embromar.
—Es la regla.
—Yo no corro por plata –se plantó Tomás.
—A ver, che –gritó el Rengo a los cuatro vientos–. ¿Alguien quiere correr contra Toto por algo que no sea plata?
—Yo –saltó alguien desde el fondo, alzando una mano.
La mano empezó a aproximarse por encima de las cabezas.
—¿Quién es yo? –reclamó que se identificara el Rengo.
—¡Facu!
Se desató una pequeña ovación. Cuando cesó, el tal Facu apareció en primera fila. Era un alfeñique de cincuenta kilos. Delgado al extremo, petiso, orejón y dientudo. Tenía todas en contra, pero en su favor contaba con una moto de alta cilindrada que, con alguien tan livianito encima, seguramente volaría.
—Corramos por la chica –propuso Facu, y recrudecieron los aplausos, los chiflidos y el griterío en su apoyo.
—¡¿Pero qué se creen que soy?! ¡¿Una mercadería?! ¡¿El premio de una rifa?! –bramó Lula, haciéndose oír sobre la muchedumbre.
—¡Sííííí! –fue la respuesta generalizada.
—¡Paren, che! ¡A la amiga de Toto no la toca nadie, ¿estamos?! –reclamó el Viejo Oscar.
Era evidente que lo respetaban, porque se hizo silencio.
—Okey, corramos por el honor –dijo Facu.
Lula quedó al cuidado del Viejo Oscar. En la línea de largada, Toto miraba la moto de Facu y sabía que no tenía demasiadas chances. Sus 250 centímetros cúbicos competían contra 500.
Tampoco tenía ganas de correr porque lo estaban obligando. Si lo hacía era para cumplir los códigos del grupo –que ya no era el suyo–, zafar lo más rápido posible e irse con Lula, poniéndola a salvo.
Sin embargo, todo cambió cuando la luz de la linterna se encendió allá a lo lejos y Tomás entró en modo competitivo. Quería comerse a los chicos crudos, ganar a cualquier precio, estaba dispuesto a saltar sobre su presa con el cuchillo entre los dientes.
Facu iba con ventaja, pero Toto comprendió que iba a llegar con demasiada potencia y velocidad (y poco peso) al momento de girar alrededor del tipo que sujetaba la luz.
Efectivamente, ocurrió eso y Facu, para no irse al demonio, tuvo que hacer una frenada más larga. Se pasó como cincuenta metros y recién ahí pudo pegar la vuelta.
Para entonces, Tomás ya había girado e iba derecho hacia la línea final. Facu se le acercaba peligrosamente. En determinado momento se pusieron a la par, y Toto hizo una jugada arriesgada. Le tiró la moto encima y el otro, temeroso de perder el control, aflojó.
La maniobra rindió sus frutos y Tomás llegó a la meta con lo justo, pero llegó primero.
Terminada la carrera, los dos hicieron una larga frenada. Siguieron casi cien metros en dirección a La Salada.
En todo el trayecto, Facu fue insultándolo de arriba abajo. Tomás no se enganchó. Ni le dio bola. Mantuvo la compostura y dijo:
—¿Por qué te hacés problema, amigo? Corrimos por el honor y vos no tenés. No perdiste nada.
Fue peor. Facu se enardeció y los insultos recrudecieron. Toto simplemente esperó que se cansara. Cuando ya estaba por ir en busca de Lula, vio a alguien conocido. No tenía demasiado interés en hablar. Así que simuló no haberlo visto y apoyó un pie en el asfalto para doblar. Un gorila se le interpuso y le dijo:
—Momento. El jefe quiere hablar con vos.
—¿El jefe? –preguntó Tomás–. ¿Desde cuándo? En las carreras nunca hubo jefe.
El gigante ni siquiera se molestó en responderle. Simplemente se mantuvo delante de Tomás para que no se fuera.
Toto iba a necesitar algo más que una moto para sacarlo del medio. Iba a necesitar un camión. O un tanque. Como no tenía ninguno a mano, optó por obedecer.
De pronto alguien conocido se acercó.
—Toto, querido, cuánto tiempo sin verte. Buena carrera. ¡Te felicito! –dijo Catriel, un poco cambiado, el pelo más a la moda, anillos de oro en los dedos.
Siguió diciendo frases de ocasión, buena onda, mientras lo abrazaba y lo palmeaba. En esos segundos que duró el saludo, Tomás vio que otro de los gorilas apretaba a un tipo, que parecía muy disconforme y quejoso, y le sacaba un paquete. No era precisamente un paquete de me-dialunas. Eran varios fajos de dinero que fueron a dar a las manos de Catriel, quien dijo:
—Gracias, Tomás, me hiciste ganar mucha plata.
Capítulo 7
—Me engañaron –atinó a decir Tomás.
Catriel optó por el silencio. Chasqueó los dedos y sus gorilas le trajeron una súper moto tuneada con imágenes de San La Muerte. Se subió, la encendió y el motor emitió un ronquido profundo, que parecía salir del fondo del Riachuelo y se adueñaba del alma de todas las personas que lo rodeaban. Luego se subió a la nave.
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