José Montero - Motoquero 2 - ¿Cómo salimos de esto?

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Motoquero 2 - ¿Cómo salimos de esto?: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras descubrir la traición, Lula comienza a soñar su venganza: ahora será ella quien tome las decisiones en Zaraza y su amiga Corina no tendrá más opción que ver cómo su rol de mánager estrella se desvanece. Además, el nuevo noviazgo mediático de Lula se verá amenazado cuando sus sentimientos por Tomás pasen de una simple relación de trabajo a (quizás) algo más. Toto también empezará a tener sentimientos por Lula, pero el fantasma del abandono de su madre ensombrecerá su futuro. Sin poder resolver sus problemas, un mayor peligro se sumará: Catriel, el exmotoquero que lo había traicionado, reaparecerá para imponerle dos opciones: ser parte de sus nuevos negocios turbios o poner en riesgo su vida y la de Lula. Lula y Toto deberán tomar decisiones, con la esperanza de que en este viaje a toda velocidad, sus caminos lleguen a cruzarse. Segunda parte de la novela Motoquero del escritor de suspenso y misterio, José Montero.

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—Mejor lo dejamos para otro día, ¿sí? –rogó Lourdes.

—No me parece justo. Yo te conté, vos me ayudaste. Dejame que te ayude yo.

—Es que no sé si vos…

—¿Si yo puedo entenderte?

—…

—¿Si puedo darte mi mirada? ¿Por qué no? ¿Por qué me subestimás?

—Por favor, no te enojes.

—No me enojo, pero…

—Confirmé que Darío organizó todo –soltó Lula.

—…

—Con Corina.

—…

—Fue él quien convenció a la chica que me quitó el antifaz.

Durante los siguientes minutos, Lula le detalló cómo había identificado a la fan, cómo la había citado, la conversación que habían tenido y hasta la dedicatoria que le estampó en la remera: “Para Milagros, la traidora”.

Luego del relato se instaló el silencio. Lourdes se hizo la desentendida. Se metió un chicle en la boca y comenzó a masticarlo en forma grosera.

—¿Y qué pensás hacer? –dijo Toto.

Lula hundió la cabeza entre los hombros.

—¿Qué pensás hacer con Darío? –insistió él.

Luego de dar muchas vueltas, ella contestó:

—Nada.

—…

—Me callo la boca.

—…

—No le cuento nada de lo que averigüé.

—…

—Por ahora sigo con él.

Tomás no pudo evitar un gesto de disgusto.

—¿A vos te parece que estás siendo honesta con vos misma?

—No.

—¿Entonces?

—Por favor, no me juzgues. No me condenes. Necesito… No sé… Tomar distancia, dejar que decanten las cosas.

—…

—Ojalá pudieras entenderme.

—Ojalá.

—Yo te cuento mis cosas, pero llega un punto en que no acepto consejos. Sé que está mal.

—…

—Me abro y me cierro. Cuento pero después no quiero oír a mi confidente.

—¿Eso soy para vos? ¿Un confidente?

—Sos mucho más –dijo Lula, sujetó las manos de Tomás entre las suyas y se las besó; luego agregó en tono de súplica–. Si querés ayudarme, llevame a un lugar que me haga olvidar todo por un rato.

—¿No era que no tenías hambre?

—No hablo de comida, estúpido. Llevame a un lugar loco. Llevame a una realidad distinta.

Sin decir nada, Tomás fue hasta la mesa de la cocina y agarró el celular. Revisó algo en la pantalla. Mandó un mensaje. Aguardó. Cuando recibió una alerta, leyó. Luego regresó junto a Lula.

—Hay un lugar que puede gustarte.

—¿Cuál?

—Es medio marginal.

—¿Peligroso?

—No si venís conmigo.

—Contame algo.

—Ssssh… ¿Te la bancás?

—Llevame.

Capítulo 6

Tomás sacó la moto y Lula se montó detrás de él Arrancaron para el lado del - фото 12

Tomás sacó la moto y Lula se montó detrás de él.

Arrancaron para el lado del Puente La Noria y Toto ni se acordó de los mareos. Habían quedado sepultados, junto a la tranquilidad de haber concluido un capítulo doloroso, en el cementerio.

No era la primera vez que circulaban por esas avenidas en las que nadie respetaba los semáforos en rojo cuando caía la oscuridad, porque detenerse era enfrentarse al riesgo de un asalto. Sin embargo, en esta ocasión Lourdes se sintió inquieta y preguntó si estaban yendo bien.

—Vamos joya –fue la respuesta.

—¿Qué hay por acá un día de semana, a la medianoche? –insistió ella cuando faltaba poco para cruzar el puente.

—¿Oíste hablar de La Salada?

—Obvio. La feria de ropa trucha.

—Hay de todo.

—¿Cuál es el plan?

—Ya vas a ver.

—¡Ufa!

Llegaron a La Salada por la calle que bordea el Riachuelo, del lado de provincia. El asfalto era nuevo y el lugar estaba repleto de policías.

—Hasta hace poco los puestos ocupaban todo. No se podía circular por acá –informó Tomás–. Hubo allanamientos, detuvieron a los mafiosos, levantaron todas las estructuras y solo quedaron los comercios más formales, puertas adentro.

—Aburrido. ¿Y? –pidió algo más concreto Lourdes.

Toto imprimió velocidad a la moto y solo la amainó donde terminaban los galpones de la feria, la policía desaparecía y la calle estaba ganada por decenas, cientos de motoqueros alumbrados por sus luces y por unos tambores metálicos de donde salía fuego.

—Bienvenida a las carreras clandestinas.

—¿En serio? –se entusiasmó Lula–. Había oído hablar de esto, pero no sabía dónde… ¡Es genial! –rió.

Levantó el visor del casco. Los ojos le brillaban de excitación frente al rugido de los motores, las aceleradas, el chirrido de los neumáticos, el griterío, la música.

Se quitó el casco y enseguida volvió a recogerse el pelo. Se cubrió con la capucha del buzo y con los lentes oscuros. Sacó el labial y repasó el rojo intenso de la boca. A Tomás lo mataban esos gestos de coquetería, que eran automáticos, no tenían nada de premeditados ni de pose, pero definían la personalidad de Lula.

—¿Vos corrés?

—Vengo a mirar. Hacía mucho que no caía por acá. Desde que murió Ángel.

—Entiendo.

—Él me trajo.

A medida que se acercaron, Tomás vio algunas caras conocidas, pero muchas nuevas. Y notó que el ambiente había cambiado. Circulaban la cerveza y otras bebidas alcohólicas. Había discusiones a los gritos. Peleas. Patovicas. Y había también billetes en las manos.

—¡Hagan sus apuestas! –gritaba alguien que organizaba el juego.

No era el único. Varios hacían la misma tarea, levantando papeles de a 100, 200 y 500 pesos y doblándolos entre los dedos, formando abanicos que valían fortunas.

—¿Quién le va al Cicatriz? ¡Pago dos a uno contra el Cicatriz! –preguntó un levantador de apuestas.

—Esto no era así –comentó Tomás.

—¿No? ¡Apostemos! –replicó Lula.

—Vos hacé lo que quieras, conmigo no cuentes.

—¿En serio?

—Si Ángel se levanta de la tumba y ve esto, se vuelve a morir. Era un tipo sano que había conocido sus propios demonios.

—…

—Ahora que no está él, hacen cualquiera.

—Bueno, perdón –dijo Lula–. Te entiendo, pero…

—Si querés jugar, jugá. Sacate las ganas. Vas a perder.

—¡Ay, qué mala onda, nene!

Por contradecirlo, Lourdes sacó un billete de qui-nientos.

—¡Uau, nena! Así me gusta. ¿Le vas al Cicatriz? –preguntó el Bizco, uno de los portadores de los abanicos de plata.

—Obvio –contestó Lula, pero era claro que no entendía a qué estaba jugando.

Se puso como loca cuando las dos motos se ubicaron en la línea de largada. No hacía falta que nadie explicara quién era "El Cicatriz". El tajo de siete puntos que le cruzaba la mejilla lo delataba. El otro corredor se hacía llamar el "Caballero Rojo", pero no tenía nada de ese color que justificara el nombre.

El comienzo de la carrera se marcó con una potente linterna que alguien encendió a cientos de metros, en una zona oscura.

Las motos salieron disparadas en medio de los aullidos, y Lula fue una de las más entusiastas. Alentaba al Cicatriz como si fuese un jugador perdido que se descontrolaba por un caballo en el hipódromo. Toto miraba la escena y se arrepentía de haberla llevado a las carreras. Se sentía enojado porque el Viejo Oscar, al confirmarle el sitio donde se estaban haciendo, no le había dicho cuánto habían cambiado las cosas.

Muy pronto dejó de verse quién iba primero y quién segundo. No importaba. Las motos eran luces que se perdían en la negrura. Al fondo alcanzó a distinguirse que giraron alrededor del tipo que sujetaba la linterna y, de inmediato, emprendieron la vuelta.

En los últimos tramos volvió la locura de los espectadores que hinchaban por uno y por otro. La carrera se resolvió en los diez metros finales, cuando el Cicatriz bajó aún más la cabeza (para ofrecer menos resistencia al aire), pegó una acelerada agónica, destructora de motores, y se impuso por una rueda.

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