La atención discierne la respiración profunda cuando es profunda y la respiración superficial cuando es superficial. Conoce su vaivén y su naturaleza impersonal, del mismo modo que usted sabe que quien está respirando no es “usted”, sino que la respiración simplemente está sucediendo. La atención plena conoce la naturaleza transitoria de cada respiración, conoce todos y cada uno de los pensamientos, sentimientos, percepciones e impulsos que emergen dentro, fuera y alrededor en todas y cada una de las respiraciones. La atención plena es la capacidad de ser consciente, la cualidad esencial de la mente, una capacidad que se ve fortalecida y sostenida por el mantenimiento de la atención. La atención plena es el campo del conocimiento y, cuando ese campo se ve estabilizado por la calma y la concentración en un punto, se alienta el surgimiento del conocimiento y mejora también su cualidad.
El conocimiento de las cosas tal como son se denomina sabiduría y se deriva de la confianza en nuestra mente original, que no es más que una conciencia estable, infinita y sin elección. Es un campo de conciencia que advierte de inmediato la emergencia, el movimiento o la desaparición de cualquier cosa que aflora dentro de su inmensidad. Como el resplandor del sol, que siempre se halla presente aunque, en ocasiones, se vea oscurecido por la presencia de alguna que otra nube, la niebla generada por los hábitos distractivos y la incesante proliferación de imágenes, pensamientos, historias y sentimientos acaba enturbiando también nuestra mente.
El ejercicio de la orientación y el mantenimiento de la atención nos ayudan a descansar sin esfuerzo alguno, como cuando pisamos a fondo el pedal de sostenido de un piano y permitimos así que las notas sigan reverberando un rato después de haber pulsado las teclas.
Cuanta mayor sea nuestra capacidad de descansar sin esfuerzo alguno en ese soporte, mayor será el resplandor natural de nuestra naturaleza como expresión puntual de la sabiduría y el amor infinitos que se revela a sí misma y que entonces ya no permanece oculta de los demás y, lo que todavía es más importante, de nosotros mismos.
Quien se encuentra con alguien que está meditando se da cuenta de inmediato que ha entrado en la órbita de algo extraordinario y muy inusual, una experiencia que he tenido con cierta frecuencia como director de cursos y retiros de meditación. A veces veo centenares de personas sentadas y en silencio, sin que externamente parezca ocurrir nada y que todo se despliegue en el paisaje interno de cada uno de los presentes. A quien pasara casualmente por ahí le parecería muy extraño ver sentadas, en silencio y sin hacer nada, a cien personas reunidas en una sala, no durante un breve instante, sino durante minutos e incluso, en ocasiones, durante toda una hora. Pero, al mismo tiempo, esa persona también experimentaría una extraña sensación de presencia, y es muy posible que, si se tratara de usted, se viera obligado, aun sin tener la menor idea de lo que está ocurriendo, a detenerse, compartir el campo energético del silencio y contemplar la escena con curiosidad e interés. La sensación de atención despierta y sin esfuerzo que irradia la sentada silenciosa e inmóvil resulta evidente, como también lo es la intencionalidad que encarna ese tipo de encuentro, una situación que resulta muy atractiva y armonizadora.
Así pues, atención e intención. Cien personas presentes, inmóviles y silenciosamente atentas, sin más intención que la de permanecer presentes es una expresión asombrosa de la bondad humana. La presencia inmóvil resulta tan clara que también podemos advertirla cuando nos hallamos en presencia de una sola persona sentada.
En una habitación con cien personas siempre hay, en un determinado momento, unas cuantas que están distraídas o esforzándose –aunque sólo sea un instante– en estar presentes, lo que, obviamente, puede experimentarse como un gran sufrimiento que nada tiene que ver con el hecho de estar presente. Así pues, puede haber mucho movimiento interno, tanto dentro como fuera de la conciencia, especialmente en el caso de que la estabilidad de la atención se halle poco desarrollada o estemos atravesando un momento difícil, lo que suele traducirse en inquietud, movimiento, cambios de postura y hasta caídas.
Pero quienes han desarrollado una mayor atención y concentración irradian naturalmente una sensación de presencia hasta el punto de que, en ocasiones, pueden parecer levemente iluminadas desde el interior. Hay veces en que la serenidad de un rostro puede hacernos llorar y, en ocasiones, aparece una leve sonrisa que parece suspendida el tiempo. Pero no se trata, en este caso, de la carcajada ni de la sonrisa de un sujeto sino, precisamente, de un tipo de sonrisa que expresa la ausencia de todo sujeto. Y esto es algo muy fácil de ver porque, en tal caso, la persona deja de ser un personaje y, pura y simplemente, “es”, atenta y silenciosamente, y la belleza que irradia resulta inconfundible.
Pero tampoco es necesario ver realmente a alguien así para llegar a conocerle. Cuando estoy sentado durante cerca de una hora junto a alguien a quien estoy enseñando o en situación de retiro, rodeado de otras personas que permanecen sentadas y en silencio en una habitación, se entabla un tipo de comunicación que, en ocasiones, resulta más clara que una conversación. Y, aunque muchos puedan estar esforzándose o sintiendo dolor, su misma predisposición a permanecer abiertos les lleva a este campo de presencia, el campo de la atención plena, el campo de la iluminación silenciosa.
Cuando los maestros de escuela pasan lista, los niños de todo el mundo responden con el equivalente en su idioma de “presente”, porque tácitamente se supone que, en tal caso, no hay la menor duda de que el niño se encuentra en el aula. Eso es, al menos, lo que piensa el niño, lo que piensan los padres y lo que también piensa el maestro pero, en realidad, lo único que está en clase es el cuerpo del niño, porque su mirada vaga más allá de la ventana viendo cosas que sólo él puede ver durante largos períodos de tiempo y, a veces, incluso durante años. En tal caso, el psiquismo del niño puede hallarse en el país de la fantasía o, si se trata de un niño fundamentalmente feliz, puede llegar a encarnarse de vez en cuando en el aula, porque tiene obligaciones kármicas más importantes. Pero el niño también puede hallarse inconscientemente sumido en una angustiosa pesadilla, acosado por los demonios de la falta de confianza, del odio hacia sí mismo o anestesiando sensaciones que no pueden expresarse en esos entornos e imposibilitan, en el caso de que su mundo interno no sea adecuadamente tenido en cuenta y respetado, la presencia y concentración necesarias para llevar a cabo sus tareas.
Los tibetanos se refieren al Dalai Lama con el nombre de Kundun –que significa “presencia”–, un término que me parece muy adecuado porque, a su lado, uno se torna más presente. Yo he tenido la ocasión de observarle durante varios días en una habitación con un pequeño número de personas y siguiendo, obviamente con diferentes grados de interés, complejas presentaciones y conversaciones científicas, y debo decir que su pensamiento y su tono afectivo ponen claramente de relieve su continua presencia. Él atiende a la cuestión de la que se está hablando y he visto que, en su presencia, las personas que le rodean no sólo están más presentes, sino que también se tornan más abiertas y bondadosas. De vez en cuando interrumpe para aclarar algo que no entiende y entonces puede advertirse la deliberación en su rostro. En tales ocasiones, suele formular preguntas a los científicos, monjes y eruditos que le acompañan y que, en multitud de ocasiones, responden más o menos del siguiente modo: «Ésa es exactamente, Su Santidad, la pregunta que nos hicimos en este punto y de ella se derivó el siguiente experimento que llevamos a cabo». A veces parece distraído, pero ése es un error de percepción, porque lo cierto es que sigue la conversación con mucha atención. Hay ocasiones en que parece profundamente sumido en el pensamiento, ponderando una determinada cuestión y, a renglón seguido, se muestra divertido, juguetón y amable. Uno podría pensar que nació así y que el suyo es un caso muy especial, pero lo cierto es que esas cualidades son también el resultado de años de riguroso entrenamiento en la disciplina de la mente y del corazón. En este sentido, el Dalai Lama es la personificación de esa práctica, aunque él declinaría humildemente tal honor, diciendo que las cosas son mucho más sencillas, lo que también es, dicho sea de paso, muy cierto.
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