Más allá de la ubicuidad del dolor y de la tensión nerviosa, la motivación más adecuada para practicar la atención plena es muy sencilla, porque cada momento perdido es un momento no vivido. Cada momento perdido hace más probable que perdamos también el siguiente y no lo vivamos de forma consciente, sino que sigamos sumidos –como lamentablemente sucede con mucha frecuencia– en hábitos automáticos de pensamiento, sentimiento y acción. Cuando el pensamiento se halla al servicio de la conciencia, se convierte en el cielo pero, en su ausencia, puede acabar transformándose en el infierno. La falta de atención, pues, no es un simple despiste inocente, insensible y curioso, sino que suele resultar, deliberada o involuntariamente, muy dañina, tanto para uno mismo como para las personas que nos rodean.
Si observamos todos los momentos que hemos vivido inconscientemente, nos daremos cuenta de que la falta de atención tiñe casi todas nuestras decisiones y acciones y de que solemos pasarnos la vida despistados. ¿Acaso vivimos para desaprovechar la vida? Yo prefiero vivir cotidianamente con los ojos bien abiertos y prestando atención a lo que es más importante aunque, en ocasiones, siga dándome cuenta de la fragilidad de mis esfuerzos (cuando pienso que son “míos”) y de la persistencia de unos hábitos automáticos profundamente arraigados (cuando pienso que son “míos”). Me parece mucho más interesante enfrentarme a cada instante como si fuera nuevo, como si se tratase de un nuevo comienzo, volviendo una y otra vez a la conciencia del momento presente y dejando que la perseverancia, amable al tiempo que firme, derivada de la práctica, me mantenga abierto a todo lo que se presente y poder así contemplarlo, aprehenderlo, investigar profundamente en mi interior y aprender todo lo que pueda sobre la naturaleza de la situación presente.
¿Qué más tenemos, en tal caso, que hacer? ¿No les parece que, si no permanecemos despiertos y asentados en nuestro ser, malgastaremos nuestra vida y desaprovecharemos una excelente oportunidad para ser realmente útiles a los demás?
Me parece muy interesante que, de vez en cuando, nos preguntemos lo que, ahora mismo y en este mismo instante, es más importante y que escuchemos muy atentamente la respuesta.
Como dijo Thoreau al final de Waiden: «Ese día sólo amanece para quienes están despiertos».
Una colega que acababa de concluir un retiro de meditación me dijo que, en su opinión, la práctica consiste en dirigir la atención y mantenerla instante tras instante. Yo le respondí a vuelta de correo diciéndole que su comentario me parecía evidente y trivial y también añadí que me parecía desmesuradamente voluntarista, centrado en exceso en la necesidad de hacer algo y en confiar, en consecuencia, en alguien que lo haga. Tardé muchos años en darme cuenta de la importancia de esa comprensión y en considerarla como algo fundamental.
Para respirar no se necesita de “alguien” a quien, de un modo u otro, podamos considerar como “el respirador”, aunque también es cierto que podemos inventar tal noción (“el respirador que, obviamente, debo ser yo está respirando”) . Para dirigir y mantener la atención tampoco se requiere de nadie que la dirija y la mantenga, aunque también podemos fabricar la noción artificial de alguien que lo haga, un hábito al que, por cierto, estamos muy acostumbrados. Pero, en realidad, dirigir y mantener la atención es algo que sucede de manera natural cuando nos asentamos y descansamos en la conciencia misma, en lo que podríamos llamar “ser el conocedor”.
Tomemos, por ejemplo, el caso de la respiración, algo fundamental para la vida y que simplemente ocurre. Hablando en términos generales, no solemos prestar gran atención a la respiración, a menos que nos ahoguemos, estemos sofocados o padezcamos una alergia o un resfriado. Para descansar en la conciencia de la respiración, es preciso comenzar sintiendo la respiración y abrirle un espacio en el campo de nuestra conciencia, que cambia de continuo en función de lo que la mente, el cuerpo o el mundo nos presenten para divertirnos y distraernos. Podemos sentir nuestra respiración pero, al instante siguiente, aparece alguna otra cosa que nos hace olvidarnos de ella. En tal caso, la dirección de la atención se halla presente, pero no sucede lo mismo con su mantenimiento, de modo que tenemos que volver, una y otra vez, a la respiración y darnos también cuenta, una y otra y otra vez, de lo que nos distrae.
Para mantener la atención en la sensación de la respiración, es necesario que nos lo permitamos, algo que requiere de un considerable esfuerzo, puesto que nuestra atención es muy frágil y va fácilmente de un lado a otro. A lo largo de los días, las semanas, los meses y los años, sin embargo, gracias a la perseverancia sabia y amable en el mantenimiento de la atención y a la insistencia en una práctica originada en la necesidad de una mayor autenticidad que intuimos posible y se halla vagamente perdida en el desarrollo de nuestra vida, llegamos a descansar más fácilmente en la conciencia del despliegue, instante tras instante, de la respiración.
Esta atención sostenida se conoce en sánscrito como samadhi , la cualidad de una mente concentrada, una mente centrada en un punto que, aunque no sea inquebrantable, sí que permanece, al menos, relativamente estable. El samadhi se desarrolla y profundiza a través del ejercicio continuo de la capacidad de darnos cuenta de que nos hemos alejado del objeto concreto de atención (en este caso la respiración) y de volver a él una y otra y otra vez, sin juicio, reacción ni impaciencia y sosegando así nuestra agitación mental. Se trata simplemente de dirigir nuestra atención y de mantenerla y de volver, cuando nos damos cuenta de que nos hemos ido a otro lado, a dirigirla y a mantenerla una y otra vez. En este sentido, el samadhi cumple con una función semejante a los timones de un submarino o a la quilla de un velero, equilibrando y estabilizando la mente ante el oleaje y las tormentas que inexorablemente se abaten sobre ella cuando se ven alimentadas por nuestra falta de atención y nuestra adicción a su presencia y contenido. Y es que, cuando la mente se encuentra relativamente asentada y estable, los objetos que aparecen en la conciencia se tornan más vívidos y son aprehendidos con mayor claridad.
Lo más probable es que, en los estadios iniciales, el samadhi profundo se revele como un estado posible de nuestra mente cuando asistimos a un taller –o, mejor todavía, a un retiro– estructurado de meditación, donde nos vemos provisionalmente aislados del tráfago habitual de la vida y de sus interminables preocupaciones, obligaciones y ocasiones de distracción. Experimentar de un modo sostenido el silencio externo e interno que suele acompañar a esos retiros es una buena razón para dedicar una parte de nuestra vida a su cultivo ocasional. Quizás entonces nos demos cuenta de que las olas y vientos que agitan nuestra mente no son esenciales, sino climas en los que solemos quedarnos atrapados y perdernos, pensando en la importancia del contenido, cuando lo que realmente importa es la inmensidad en la que ese contenido se despliega.
Cuando hemos saboreado un cierto grado de concentración y estabilidad de nuestro foco atencional, resulta más sencillo adaptarse y mantenerlas en la vida cotidiana, fuera ya del marco del retiro. Pero ello, obviamente, no significa que nuestra mente permanezca continuamente tranquila y en paz, porque son muchos los estados mentales y corporales por los que transitamos a lo largo del día, unos placenteros, otros desagradables y aun otros tan neutros que pueden llegar incluso a pasar desapercibidos. Lo que más se sosiega y estabiliza es nuestra capacidad de atender, la plataforma, por así decirlo, de nuestra observación. Y el desarrollo de la capacidad de mantener la atención sin aferrarnos a ella conduce invariablemente al desarrollo de la intuición alentada y revelada por nuestra conciencia, por la misma atención plena, es decir, por la capacidad de la mente de conocer todos y cada uno de los objetos de atención en todos y cada uno de los instantes, tal y como son, más allá del mero proceso conceptual del etiquetado y de todo intento intelectual de dar sentido a las cosas.
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