Lord Dunsany - La hija del rey del País de los Elfos

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La hija del rey del País de los Elfos: краткое содержание, описание и аннотация

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El estilo poético y la grandeza de La hija del rey del País de los Elfos la ha convertido en una de las novelas fantásticas más entrañables de todos los tiempos. La desgarradora historia de la unión entre un mortal y una princesa élfica es un tapiz magistral que sentó las bases del cuento fantástico desde su primera aparición en 1924. «Ninguna descripción puede transmitir más que una ínfima parte del encanto de Lord Dunsany… es un talismán y una llave que abre a los verdaderamente imaginativos magníficas reservas de ensueños y recuerdos fragmentarios; hasta el punto de que podemos considerarlo no solamente un poeta, sino alguien que hace también un poeta de cada lector.» H.P. Lovecraft " 
La hija del rey del País de los Elfos está en la cima de los logros novelísticos de Dunsany; con su hermoso e incomparable estilo, potencia emotiva e interacción compleja entre la naturaleza, el arte y la religión, se posiciona como la legítima obra maestra de la literatura fantástica que es." S.T. Joshi «Lord Dunsany fue el hacedor de un arrebatado universo, de un reino personal que fue para él la sustancia íntima de su vida.» Jorge Luis Borges

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No tenía a nadie de quien despedirse, así que pensó que sería mejor obedecer a su padre antes de verse obligado a explicar por qué llevaba consigo una espada que le parecía mejor que la que el rey tanto amaba. Así que ni siquiera comió, sino que guardó comida en un bolso y colgó en una correa de cuero una cantimplora nueva de buena piel, sin siquiera llenarla puesto que sabía que en su camino hallaría riachuelos; y, portando la espada de su padre como las espadas suelen portarse, se colgó la otra en la espalda con la áspera empuñadura atada al hombro, y se alejó a paso veloz del castillo y del valle de Erl. Dinero llevó sólo un poco, tan sólo medio puñado de cobre para usarlo en los campos por todos conocidos, pues no sabía qué moneda o qué objetos eran válidos más allá de la frontera de crepúsculo.

Ahora bien, el valle de Erl está muy cerca de la frontera después de la cual desaparecen los campos que conocemos. Álveric escaló la colina, caminó a zancadas por los campos, atravesó los bosques de avellano, y el alegre cielo lo iluminó conforme avanzaba por los campos, y el azul celeste hizo eco bajo sus pasos al llegar al bosque, pues era tiempo de campánulas. Comió, llenó su cantimplora y viajó todo el día hacia el este, y por la noche las montañas del país de las hadas se asomaron en el horizonte como pálidas nomeolvides.

Mientras el sol se ponía a sus espaldas, Álveric observó aquellas montañas azul pálido para ver con qué color su cima sorprendería a la noche; pero ni un solo tono robaron al sol poniente, cuyo esplendor doraba los campos que conocemos sin que una sola arruga se destiñera en sus precipicios ni una sola sombra se proyectara, y Álveric comprendió que nada que ocurra en los campos que conocemos puede alterar lo que yace en aquellas tierras encantadas.

Retiró la mirada de su serena y pálida belleza para posarla en los campos que conocemos. Y ahí, con los gabletes levantados hacia el sol sobre los profundos setos bañados de primavera, vio las cabañas de los hombres de este mundo. Pasó frente a ellas a medida que avanzaba la noche, con los pájaros entonando canciones y las flores desprendiendo su perfume, entre aromas cada vez más penetrantes y la noche que se engalanaba para recibir a la Estrella de la Noche. Pero antes de que la estrella apareciera el joven aventurero encontró la cabaña que buscaba: batiéndose encima de la puerta, divisó el enorme letrero de cuero marrón cuya extravagante caligrafía con recubrimiento dorado rezaba que quien ahí vivía era un talabartero.

Un viejo abrió la puerta cuando Álveric tocó. Pequeño y encogido por la edad, se inclinó aún más cuando Álveric le dijo su nombre. El joven pidió también una funda para su espada, sin revelar entonces de qué espada se trataba. Ambos entraron en la cabaña, donde la anciana esposa estaba junto al fuego, y la pareja rindió a Álveric los honores correspondientes. El viejo se sentó junto a una mesa gruesa, cuya superficie brillaba con tersura dondequiera que no hubiera agujeros, producto de las delicadas herramientas con que se habían perforado trozos de piel no sólo durante la vida de ese viejo hombre, sino también durante la de sus antepasados. Y luego puso la espada sobre sus rodillas y se asombró por la aspereza de la empuñadora y la protección, puesto que estaban hechas de metales crudos sin tratamiento alguno, así como por la anchura de la espada; luego entornó los ojos y comenzó a pensar en su oficio. En un instante resolvió lo que tenía que hacer: su esposa le acercó una piel fina, y el talabartero marcó sobre ella dos piezas del ancho de la espada e incluso un poco más anchas.

Y cualesquiera preguntas que hiciera el anciano sobre aquella ancha y brillante espada, Álveric las esquivaba, puesto que no quería perturbar su mente al hablarle de su procedencia: ya había desconcertado lo suficiente a aquella pareja de ancianos al pedirles posada para esa noche. A ello respondieron con infinitas disculpas, como si hubieran sido ellos quienes irrumpieran en el palacio pidiendo morada, y le ofrecieron una copiosa cena proveniente de su caldero, donde hacían hervir todo aquello que cazara el hombre; y nada pudo decir Álveric que impidiera que le cedieran su propia cama y para sí mismos apilaran un montón de pieles sobre el piso para pasar la noche al lado del fuego.

Después de la cena el anciano cortó las dos anchas piezas de cuero y comenzó a zurcirlas de cada lado. Y luego Álveric empezó a hacerle preguntas sobre el camino, y el viejo talabartero habló del norte y del sur y del oeste, e incluso del noreste, pero del este y del sureste no dijo nada. A pesar de vivir justo en la frontera de los campos que conocemos, ni él ni su esposa musitaron una sola palabra. Ahí donde la jornada de Álveric se extendería a la mañana siguiente, para ellos parecía terminar el mundo.

Al reflexionar después sobre todo lo que le había dicho el anciano, recostado en la cama que le habían cedido, Álveric se sorprendía de su ignorancia, y aun así se preguntaba si era posible que la pareja de ancianos hubiera evadido durante toda la velada cualquier tema relativo al este o al sureste de su hogar por astucia. Se preguntó si en sus días más tiernos el viejo habría llegado hasta ahí, pero era incapaz siquiera de imaginarse qué había encontrado en caso de haber ido. Después, Álveric se quedó dormido y los sueños le dieron pistas e ideas sobre las andanzas del anciano en la tierra de las hadas, mas no le dieron mejor guía que la que ya había encontrado: las cimas azul pálido de las montañas de los elfos.

El anciano lo despertó después de un largo sueño. En la sala de estar ardía un fuego brillante y su desayuno estaba listo. También la funda se encontraba lista: la espada embonaba a la perfección. Los ancianos guardaron silencio y aceptaron un pago por la funda, pero no aceptaron nada a cambio de su hospitalidad. En silencio lo observaron ponerse de pie y partir, y lo acompañaron hasta la puerta sin decir palabra; una vez fuera siguieron observándolo, a todas luces esperando que cambiara de opinión y se dirigiera al norte o al oeste; pero cuando echó a andar rumbo a las montañas de los elfos dejaron de verlo, puesto que sus rostros jamás giraron en esa dirección. Y, aunque ya no lo observaban, él seguía despidiéndose de ellos con un gesto de la mano, puesto que sentía aprecio por las cabañas y los campos de la gente simple, aprecio que esta gente de campo no sentía por las tierras encantadas. Aquella mañana brillante, Álveric atravesó paisajes que conocía desde la infancia; vio florecer las rubicundas orquídeas que les recordaban a las campanillas que su temporada estaba por acabar; las tiernas hojas del roble seguían siendo de un color pardo y amarillento, mientras que las de la haya, desde donde un ave trinaba con claridad, relucían como el bronce; y el abedul parecía una criatura salvaje del bosque que se había envuelto en gasa verde, mientras que en afortunados arbustos florecían botones de espino. Para sus adentros, Álveric se despidió una y otra vez de estas cosas; el cuco siguió su canción, que no estaba destinada a él. Más tarde, conforme se abría paso entre los setos de un campo desatendido, de pronto se encontró frente a la frontera de crepúsculo, tal como su padre le había advertido. Se extendía frente a él a lo largo de los campos, con la densidad azul del agua, y a través de ella las cosas parecían perder su forma y brillar. Volteó atrás una última vez, hacia los campos que conocemos; el cuco seguía trinando lo suyo y, al ver que nada parecía responder o atender siquiera su despedida, Álveric avanzó con paso decidido hacia las extensas masas crepusculares.

En un campo cercano un hombre llamaba a los caballos mientras otros conversaban en un sendero aledaño y Álveric atravesaba la muralla del crepúsculo; al instante, todos esos sonidos se atenuaron, como si provinieran de muy lejos: tras unos cuantos pasos al otro lado, no se escuchaba ni un murmullo proveniente de los campos que conocemos. Los campos que había atravesado para llegar hasta ahí se esfumaron y no quedó rastro alguno de sus relucientes arbustos verdes; miró hacia atrás, donde la frontera neblinosa parecía descender; luego miró alrededor y no vio nada que le resultara familiar: en lugar de la belleza de mayo, frente a él se extendían las maravillas y los esplendores del País de los Elfos.

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