Lord Dunsany - La hija del rey del País de los Elfos

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El estilo poético y la grandeza de La hija del rey del País de los Elfos la ha convertido en una de las novelas fantásticas más entrañables de todos los tiempos. La desgarradora historia de la unión entre un mortal y una princesa élfica es un tapiz magistral que sentó las bases del cuento fantástico desde su primera aparición en 1924. «Ninguna descripción puede transmitir más que una ínfima parte del encanto de Lord Dunsany… es un talismán y una llave que abre a los verdaderamente imaginativos magníficas reservas de ensueños y recuerdos fragmentarios; hasta el punto de que podemos considerarlo no solamente un poeta, sino alguien que hace también un poeta de cada lector.» H.P. Lovecraft " 
La hija del rey del País de los Elfos está en la cima de los logros novelísticos de Dunsany; con su hermoso e incomparable estilo, potencia emotiva e interacción compleja entre la naturaleza, el arte y la religión, se posiciona como la legítima obra maestra de la literatura fantástica que es." S.T. Joshi «Lord Dunsany fue el hacedor de un arrebatado universo, de un reino personal que fue para él la sustancia íntima de su vida.» Jorge Luis Borges

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Por último, para quienes sienten que es necesaria la precisión histórica en la ficción, esta novela contiene una fecha histórica verificable. Está en el capítulo XX. Pero sospecho que serán pocos quienes requieran una fecha para determinar la veracidad de la historia. Es una historia real, como suelen ser los relatos de este tipo, en todos los sentidos que de verdad importan.

Para bien o para mal, hoy en día la fantasía no es más que otro género, un espacio en la librería para hallar libros que, con mucha frecuencia, nos recuerdan incontables otros —y muchos escritores de la actualidad tendrían menos que decir si Dunsany no lo hubiera dicho primero—; es una ironía, y no de las más agradables, que ese que por definición es el más imaginativo de todos los tipos de literatura se haya vuelto tan serio y, en muchísimos casos, simplemente carente de imaginación. La hija del rey del País de los Elfos, por el contrario, es un relato de imaginación pura, y “los ladrillos sin paja”, como señaló el propio Dunsany, “resultan más fáciles de crear que la imaginación sin recuerdos”. Tal vez este libro debería traer consigo una advertencia: no es una novela de fantasía alentadora ni formulaica, como suelen ser la mayoría de los libros donde hay elfos, princesas, duendes y unicornios “entre portada y contraportada”. Esto es auténtico. Es un vino tinto con cuerpo, lo cual puede ser desconcertante para quien hasta el momento sólo ha bebido refresco de cola. De modo que confía en el libro. Confía en la poesía y la extrañeza, en la magia de la tinta, y bébela con calma.

Quizá así, por un breve instante, a ti también te gobierne un rey mágico, como habrían querido los hombres de Erl.

NEIL GAIMAN

Diciembre de 1998

Para Lady Dunsany

PREFACIO

картинка 6

ESPERO QUE NINGUNA INSINUACIÓN sobre una tierra extraña evocada en el título de este libro aleje a los lectores, puesto que, aunque algunos capítulos en efecto transcurren en el País de los Elfos, en la mayor parte no se muestra otra cosa que no sea el rostro de los campos que conocemos, un bosque inglés como cualquier otro, una aldea y un valle de lo más comunes, todos situados a unos veinte o veinticinco kilómetros de la frontera con el País de los Elfos.

LORD DUNSANY

I

EL PLAN DEL PARLAMENTO DE ERL

картинка 7

ATAVIADOS CON ABRIGOS DE PIEL rubicundos que les llegaban hasta las rodillas, los hombres de Erl se presentaron ante su rey, el majestuoso hombre de cabello blanco, en su larga habitación roja. Reclinado en el trono tallado en madera, escuchó con atención al portavoz de los hombres de Erl.

Y así habló el portavoz:

—Durante setecientos años los líderes de su raza nos han gobernado con bien; y sus acciones las recuerdan los juglares menores, manteniéndolas vivas entre nosotros a modo de canciones tintineantes. Sin embargo, las generaciones se suceden unas a otras y sigue sin ocurrir nada nuevo.

—¿Y qué quisieran que ocurriera? —preguntó el rey.

—Quisiéramos ser gobernados por un rey mágico ­—dijeron.

—Que así sea —dijo el rey—. Hace ya quinientos años que mi pueblo se ha expresado así en el parlamento, y es mi deber hacer que se cumplan sus peticiones. Han hablado. Y que así sea.

Y levantó la mano y los bendijo, y los hombres partieron.

Volvieron a sus viejos oficios, a los cascos de los caballos forjados con hierro, a la talabartería, a ocuparse de las flores, a atender las duras necesidades de la tierra; se apegaban a las tradiciones antiguas y estaban deseosos de algo nuevo. El viejo rey mandó llamar a su hijo mayor, ordenándole que se presentara ante él.

Muy pronto el joven estuvo de pie frente a él, frente a aquella silla tallada en madera de la cual no se había movido, donde la luz menguante que aún entraba por las altas ventanas revelaba el cansancio que derramaban aquellos ojos fijos en algún futuro más allá de los tiempos de aquel viejo lord. Y desde ahí dio la orden a su hijo.

—Ponte en marcha —dijo— antes de que mis días se terminen, y por ende date prisa: echa a andar hacia el este y cruza los campos que conocemos hasta que observes con toda claridad las tierras que a todas luces pertenecen a las hadas; y cruza su frontera, que está hecha de crepúsculo, y acércate al castillo del que sólo se habla en canciones.

—Eso es muy lejos de aquí —respondió el joven Álveric.

—Sí —respondió el rey—, muy lejos.

—Y más lejano aún —respondió el joven— quedará el regreso. Porque las distancias en esas tierras no son como las nuestras.

—Aun así has de ir.

—¿Y qué ordenas que haga cuando llegue al castillo? —preguntó el joven.

Y su padre respondió:

—Que desposes a la hija del rey del País de los Elfos.

El joven pensó en su belleza y su corona de hielo, y en la dulzura que le atribuían las runas fantásticas. En las colinas salvajes donde crecían las fresas, cuando anochecía y brillaba la luz de la luna, se podían escuchar canciones sobre ella. Sin embargo, si alguien buscaba al trovador, no encontraba a nadie. Algunas veces, sólo su nombre se escuchaba en un susurro: se llamaba Lirazel.

Era una princesa de linaje mágico. Los dioses enviaron a sus sombras al bautismo, y las hadas también habrían asistido si no hubieran temido el movimiento de las enormes y oscuras sombras de los dioses sobre los campos cubiertos de rocío, por lo cual permanecieron escondidas detrás de las pálidas anémonas rosas y desde ahí bendijeron a Lirazel.

—Mi pueblo exige que un rey mágico los gobierne. Se equivocan en su juicio —dijo el rey—, y sólo los Oscuros que no muestran su rostro saben todo lo que esto acarreará: pero nosotros, que no lo sabemos, seguimos la vieja costumbre y hacemos lo que el pueblo dicta a través del parlamento. Es probable que cierto espíritu sabio que aún no conocen pueda todavía salvarlos. Anda entonces con el rostro hacia esa luz que brota desde el país de las hadas y que débilmente ilumina el crepúsculo que brota entre la puesta del sol y el surgimiento de las primeras estrellas, y eso habrá de guiarte hasta que llegues a la frontera y hayas dejado atrás los campos que conocemos.

Luego el rey se desabrochó una correa y un cinturón de piel y le entregó a su hijo su enorme espada, diciéndole:

—Esta espada, que ha cuidado de nuestra familia desde el principio de los tiempos hasta el día de hoy, sin duda te protegerá a lo largo de tu camino, incluso aunque te adentres más allá de los campos que conocemos.

Y el joven la tomó entre sus manos, aunque sabía que ninguna espada así le sería útil.

Cerca del castillo de Erl vivía una bruja solitaria, en una tierra alta junto al trueno, que solía descender por las colinas en verano. Ahí moraba sola aquella bruja en una estrecha cabaña de paja y deambulaba por los campos altos a solas para recolectar los rayos. Con estos rayos, desprovistos de toda forja terrenal, se creaban, en combinación con las runas apropiadas, las armas con que era posible defenderse de las fuerzas del más allá.

Y sola vagaba esta bruja con ciertas corrientes de primavera, adquiriendo la forma de una joven en su esplendor, cantando entre las flores altas por los jardines de Erl. Salía a la hora en que las polillas halcón saltaban por vez primera de una campanilla a la otra. Y entre los pocos que la habían visto estaba este hijo del rey de Erl. Aunque era trágico enamorarse de ella, pues arrancaba toda verdad del pensamiento de los hombres, la belleza de esa forma que no le pertenecía lo tentó a contemplarla con sus jóvenes ojos profundos, hasta que —ningún mortal sabrá qué fue lo que la movió, si lástima o adulación— aquella bruja cuyas artes oscuras pudieron destruirlo decidió perdonarlo y, transformándose de inmediato en medio de aquel jardín, le mostró el aspecto legítimo de una bruja mortífera. Incluso después de aquella metamorfosis, no le quitó la mirada de encima ni por un instante y, en el momento en que la fijó en aquella silueta marchitada que aparecía entre las malvarrosas, el príncipe se hizo acreedor a la gratitud de la bruja de un modo que no se puede comprar ni adquirir de ninguna forma conocida por los cristianos. Ella lo llamó con un gesto y él atendió a su llamado y recibió en aquella colina encantada por el trueno la promesa de que, si llegase un día en que la necesitase, ella podría crear una espada hecha de materiales no surgidos de la Tierra, con runas que llevadas por la brisa resistirían los embates de cualquier espada terrenal y, con excepción de tres runas maestras, podría destruir todas las armas del País de los Elfos.

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