José Soto Chica - Los visigodos. Hijos de un dios furioso

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Los visigodos. Hijos de un dios furioso: краткое содержание, описание и аннотация

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José Soto Chica, el autor del exitoso
Imperio y bárbaros. La guerra en la Edad Oscura, regresa con un volumen que aborda una época crucial en la historia de España, el tiempo que hace de bisagra entre la Antigüedad y el Medievo, el tiempo del primer reino que se enseñoreo sobre toda la península ibérica, el tiempo de los visigodos. Rastreando los nebulosos orígenes de los godos en Escandinavia, el libro acompaña a estos en una migración que los llevó a penetrar en el Imperio romano, a saquear por primera vez en siete siglos la Ciudad Eterna y a asentarse, por fin, en la Península.
Los visigodos. Hijos de un dios furioso explica cómo ese viaje convierte a los visigodos en un pueblo mestizo, impregnado de romanidad, un mestizaje y una romanidad que se acentuaron en Hispania, constituyendo la fértil semilla que la marea islámica no pudo agostar y que luego germinará con los primeros reinos cristianos, verdaderos epígonos espirituales del reino de Toledo. Si san Isidoro, el más destaco intelectual visigodo, cantaba «¡Tú eres, oh, España, sagrada y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas las tierras, en tu suelo campea alegre y florece con exuberancia la fecundidad gloriosa del pueblo godo!», en José Soto encontramos su digno continuador, que aúna al exhaustivo conocimiento del periodo una prosa ágil y capaz de transmitir toda la épica que tuvo
un Alarico poniendo de rodillas a Roma o un
rey Rodrigo defendiendo su reino en Guadalete, hasta el fin.

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Figura 16El Missorium de Kerch datado en la época del emperador Constancio II - фото 20

Figura 16:El Missorium de Kerch, datado en la época del emperador Constancio II ( reg . 337-361), hijo y sucesor de Constantino el Grande. A la izquierda vemos a un soldado elegantemente vestido y con un torques al cuello, lo que denotaría su condición de miembro de la guardia de palacio. En el centro destaca la figura del emperador Constancio, que viste una túnica corta decorada con segmenta , vaina de espada decorada, pantalones ajustados y calzado enjoyado. La cabeza tocada con una diadema, emblema inequívoco de realeza, y el nimbo que la rodea es un remanente de la iconografía pagana. Sobre el escudo del soldado vemos claramente marcado un crismón (las letras griegas ji, X, y ro, P, que aluden al nombre de Cristo en esa misma lengua, Xριστός) pero, al tiempo, el caballo del emperador aparece coronado por una tradicional Victoria alada, que extiende sobre su cabeza una corona de laurel, símbolo del triunfo militar. Con la mano opuesta sostiene una palma, representación asimismo de la victoria. El escudo que vemos bajo el caballo remacha la cualidad de triunfador del emperador. Museo del Hermitage, San Petersburgo.

La guerra de Juliano contra Persia fue un desastre. También lo fue para Procopio. Aislado en Armenia, no pudo intervenir en la sucesión de su infortunado e imperial primo y cuando se enteró de que Joviano había sido elegido nuevo augusto, temió por su vida. Tenía motivos. Juliano le había entregado, según se decía, un manto de púrpura imperial, un símbolo inequívoco de que le consideraba su heredero y ahora, con Joviano en el trono, Procopio podía ser considerado como un peligro potencial y ser ajusticiado sin más. Este último logró escapar del verdugo renunciando a la vida pública y marchando a sus fincas de Capadocia, pero cuando al poco murió Joviano y subió al trono Valentiniano (364-375), este consideró que no le convenía que un miembro de la familia de Constantino siguiera vivo y envió hombres a detenerlo. Procopio logró huir con su familia y tras alcanzar el Quersoneso Táurico, la actual Crimea, aprovechó que Valente, el coemperador nombrado por Valentiniano para gobernar Oriente, se hallaba preparando una campaña contra Persia, para plantarse en Constantinopla donde inició una sublevación en septiembre del 365. Apoyado por la guarnición de Constantinopla y por algunas tropas enviadas previamente por Valente a detener incursiones godas en la frontera danubiana, Procopio obtuvo además, y esto es lo que nos importa, el apoyo explícito de Atanarico, que acababa de suceder a su padre, Aorico, como juez de los tervingios y que le envió 10 000 guerreros godos.

Procopio logró algunos éxitos iniciales en Nicea y Cícico, pero al cabo sus generales fueron derrotados en la batalla de Tiatira, en Frigia (en el oeste del Asia Menor turca), y el propio Procopio fue vencido en Nacolea el 26 de mayo del 366, capturado al día siguiente y ejecutado de inmediato. 37

La derrota de Procopio dejó a Atanarico en una posición delicada. Había apoyado al bando perdedor en la guerra civil romana y una parte considerable de su poder militar, 10 000 guerreros, alrededor de un tercio del total de sus tropas, había sido capturado por el augusto triunfante. Atanarico trató de salir del entuerto pretextando que él, como fiel aliado de Roma, se había limitado a enviar sus guerreros en demanda del augusto Procopio a quien creía legítimo soberano de los romanos. La excusa de Atanarico no coló. Valente le señaló que su hermano Valentiniano y él mismo, Valente, habían sido elevados como augustos meses antes de que Procopio se levantara en armas contra ellos y que el propio Atanarico, como juez de los tervingios, les había enviado la pertinente embajada de reconocimiento y renovación del foedus . Además, Valente recordó al juez tervingio que los godos habían lanzado incursiones contra territorio romano aun antes del alzamiento del debelado usurpador y que, simplemente, habían aprovechado la revuelta de este último para tratar de sacar partido de una guerra civil que parecía prometerles una mejora de su relación con el Imperio.

Pese a todo, Atanarico siguió tratando de zafarse de lo que parecía una inminente y desastrosa guerra contra el Imperio. Cuando el magister equitum Víctor se presentó ante él para exigirle explicaciones y reparaciones, Atanarico volvió a insistir en sus excusas y reclamó que Valente le devolviera sus guerreros pretextando que todo había sido fruto de la confusión que había reinado en el Imperio y de la que los «inocentes» tervingios habían sido víctimas. Él, Atanarico, era fiel a Roma y a sus augustos, Valentiniano y Valente.

Pero Valente no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad de aplastar a los godos. Preparaba una guerra contra Persia cuando precisamente las incursiones godas del verano del 365 le habían obligado a enviar tropas a Tracia y Mesia y esas incursiones y el posterior y casi inmediato apoyo de Atanarico al alzamiento de Procopio demostraban que el juez tervingio era todo menos un aliado fiable. Así que lo mejor, de acuerdo con la tradición romana, era aplastarlo y recordar a los bárbaros que jugar con Roma salía muy caro.

Tras distribuir a los 10 000 prisioneros godos por varias fortalezas y ciudades para que no constituyeran un peligro y quedaran bien vigilados, Valente comenzó a reunir y a abastecer un formidable ejército para, a la primavera siguiente, cruzar el Danubio y acabar con Atanarico y sus tervingios.

En el invierno del 366-367, sus preparativos estaban ultimados y el augusto y el núcleo de su ejército de maniobra invernaba en Marcianópolis, junto al limes .

En abril del 367, Valente cruzó el Danubio al frente de una impresionante fuerza bien adiestrada y abastecida. Controlaba el río y no tuvo problema alguno en construir un puente de barcos a la altura de la fortaleza de Dafne, punto estratégico fortificado por Constantino en el 328, y en avanzar por territorio tervingio quemando aldeas y talando sus campos.

Atanarico, temeroso de enfrentar directamente al ejército imperial y privado de un tercio de su fuerza, como ya señalamos, optó por la guerra de guerrillas, dispersando a sus bandas guerreras por los pantanos y bosques para desde ellos acosar al ejército romano. Pero Valente ofreció una cuantiosa suma por cada cabeza de godo que se le presentara y los soldados romanos y aun sus sirvientes se internaban en los pantanos y espesuras como cazadores de hombres y su deseo de oro logró lo que parecía imposible: expulsar a los godos de sus sombríos bosques y laberínticos lodazales.

Atanarico condujo entonces a sus gentes hacia las montañas de los Cárpatos, pues seguía rehuyendo una batalla campal y deseaba que Valente y su ejército, ante las aldeas vacías que encontraran en su avance, desistieran de la guerra y repasaran el Danubio.

Pero Valente no cejó. Envió por delante a Ariteo, magister peditum , para que, internándose en los bosques, cortara el paso a los refugiados godos y así fueron capturados varios miles de campesinos, mujeres y niños del pueblo de Atanarico, antes de que alcanzaran la seguridad de las montañas. Al llegar el otoño, sin haber logrado una gran victoria, pero arreando a docenas de miles de cabezas de ganado y arrastrando a miles de cautivos, las huestes romanas atravesaron el Danubio para aguardar el inicio de la siguiente campaña que esperaban fuera la definitiva.

En la primavera del 368 Valente volvió a cruzar el Danubio, pero el mal tiempo vino esta vez en auxilio de Atanarico y sus godos. Las lluvias, copiosísimas esa primavera, sacaron de madre a los ríos de la región y limitaron mucho las operaciones del ejército romano que terminó por acuartelarse en un poblado de los carpos, pueblo dacio que por entonces estaba sometido a los tervingios y que recibió bien a unos romanos que, sin embargo, al llegar el otoño volvieron a cruzar el Danubio para invernar en Marcianópolis.

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