José Soto Chica - Los visigodos. Hijos de un dios furioso

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José Soto Chica, el autor del exitoso
Imperio y bárbaros. La guerra en la Edad Oscura, regresa con un volumen que aborda una época crucial en la historia de España, el tiempo que hace de bisagra entre la Antigüedad y el Medievo, el tiempo del primer reino que se enseñoreo sobre toda la península ibérica, el tiempo de los visigodos. Rastreando los nebulosos orígenes de los godos en Escandinavia, el libro acompaña a estos en una migración que los llevó a penetrar en el Imperio romano, a saquear por primera vez en siete siglos la Ciudad Eterna y a asentarse, por fin, en la Península.
Los visigodos. Hijos de un dios furioso explica cómo ese viaje convierte a los visigodos en un pueblo mestizo, impregnado de romanidad, un mestizaje y una romanidad que se acentuaron en Hispania, constituyendo la fértil semilla que la marea islámica no pudo agostar y que luego germinará con los primeros reinos cristianos, verdaderos epígonos espirituales del reino de Toledo. Si san Isidoro, el más destaco intelectual visigodo, cantaba «¡Tú eres, oh, España, sagrada y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas las tierras, en tu suelo campea alegre y florece con exuberancia la fecundidad gloriosa del pueblo godo!», en José Soto encontramos su digno continuador, que aúna al exhaustivo conocimiento del periodo una prosa ágil y capaz de transmitir toda la épica que tuvo
un Alarico poniendo de rodillas a Roma o un
rey Rodrigo defendiendo su reino en Guadalete, hasta el fin.

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Probo (276-282), Caro (282-283) y Carino (283-284) batallaron con éxito en Panonia, pero no contra los godos, sino contra sármatas y cuados.

Diocleciano, Maximiano y Galerio apenas si tuvieron que hacer frente a los godos, solo se registra una campaña en los años 294 y 295, pero sí tuvieron que combatir de forma reiterada a sármatas, carpos y bastarnos, señal inequívoca de que los godos, tras tantas derrotas, aflojaban la presión sobre el limes romano y de que, tras la cesión de Dacia, tenían un nuevo vector de expansión.

En efecto, cuando Diocleciano enfrentó a los sármatas roxolanos y yaciges en el año 285, estos se estaban viendo empujados por los godos y solicitaban, o bien ayuda contra sus enemigos para recuperar sus tierras, o bien derechos de pasto en las provincias romanas fronterizas que paliaran la pérdida de pastizales a manos de los godos. Diocleciano se negó a ambas reclamaciones y combatió, con éxito variable, a los sármatas en los años 285, 288-289 y 294-295, y contra los carpos en 295-297 sometiendo a gran número de ellos y deportándolos a Panonia Superior para asentarlos allí como colonos, y adjudicándose los títulos de sarmaticus maximus y carpicus maximus por sus victorias sobre estos pueblos. También Galerio tuvo que lidiar con carpos, sármatas y bastarnos entre los años 299 y 302 obteniendo señaladas victorias sobre los sármatas y carpos que, empujados por los godos, buscaban hacerse con nuevas tierras al sur del Danubio. 54

Los godos no solo no dieron excesivos problemas al Imperio en estos años, sino que precisamente en época de Diocleciano y Galerio miles de ellos se sumaron al ejército romano para alistarse en las campañas contra Persia del 295 al 298. 55

Por otra parte, Diocleciano logró reforzar la frontera danubiana y eso desalentó y contuvo a los godos. El augusto fundó nuevos fuertes al norte del río y destinó al sector danubiano del limes a 14 legiones, una fuerza imponente que, junto con el asentamiento de nuevos pobladores, por ejemplo, gentes de Asia Menor, y de colonos bárbaros sometidos al Imperio, mesogodos y carpos, y una mejora de las condiciones económicas, restableció y reactivó la seguridad y prosperidad de las provincias ilíricas y tracias del Imperio.

Por supuesto, los godos, en plena fase de expansión contra sármatas, bastarnos, carpos y vándalos, no tardaron mucho en reponerse de las terribles y continuas derrotas sufridas frente a los romanos entre el 267 y el 276. De modo que, en cuanto Diocleciano abdicó, y la muerte de uno de sus augustos sucesores, Constancio Cloro, trajo consigo la «ilegal» proclamación de su hijo Constantino en Britania como augusto, y con ello se abrió de nuevo «la caja de los truenos» de las guerras civiles, los godos trataron de sacar partido de la nueva situación de vulnerabilidad de los romanos, bien atacando de nuevo al Imperio, bien interviniendo no solo como mercenarios en los ejércitos romanos enfrentados entre sí, sino también como aliados de un bando o de otro y, por ende, tratando de sacar partido de la posible victoria obtenida con su concurso.

En el 319 los godos rompieron las defensas adelantadas que Diocleciano y Galerio habían construido en el Danubio durante sus campañas contra sármatas, carpos y bastarnos e irrumpieron en Mesia y Tracia. Constantino, a la sazón en Tesalónica y vencedor de Licinio en la primera de las dos guerras civiles que mantendrían, acudió de inmediato a taponar la brecha, pero en vez de enfrentarse en batalla con los invasores, los convenció de que para ellos sería mejor retirarse y liberar a los cautivos romanos que habían apresado durante su incursión. Puesto que buena parte de los destrozos y saqueos cometidos por los godos se habían perpetrado en Tracia y esta seguía bajo la autoridad de Licinio, este se mostró ofendido por semejante pacto. 56

Ofendido o no, Licinio buscó entonces el apoyo de los godos en su nueva guerra contra Constantino. El rey Alica, un jefe godo, le prestó todo su apoyo y sus guerreros se destacaron mucho en la defensa de Calcedonia y en la batalla de Crisópolis en el 324. 57

Pero Alica y sus godos no pudieron impedir la derrota de Licinio y el Imperio estuvo de nuevo unificado y de nuevo proyectó su poder hacia las fronteras. Estas estaban en alerta. Al otro lado del limes , en lo que antes del año 271 habían sido las tres provincias de la Dacia romana y en las estepas panónicas de los sármatas yaciges, los godos seguían presionando a los carpos y a los sármatas. Estos últimos que, tras haber sido derrotados por Constantino en el 323 se consideraban «clientes» del Imperio, recurrieron al augusto en demanda de auxilio. El emperador no podía permitir que los godos siguieran creciendo en poder. Ahora se estaban agrupando en una suerte de confederaciones tribales similares a las ya desarrolladas en el siglo anterior, el tercero, en las regiones renanas por las tribus germanas occidentales y que habían dado como resultado la aparición de francos y alamanes. Los godos, por su parte, divididos hasta finales del siglo III en unas doce tribus principales o reinos menores, se estaban coaligando, en su mayoría, en dos grandes agrupaciones tribales: los tervingios, entre el Dniéster, el Danubio y el Tisza y los greutungos, entre el Dniéster y el Don. Eran entidades muy laxas y complejas y, a menudo, volátiles en cuanto a su unidad política. Tampoco eran homogéneas en lo étnico, si bien es cierto que el elemento gótico era el que las encabezaba, pero, sin duda, tervingios y greutungos eran un salto cuantitativo en cuanto a la cantidad de poder militar que los godos podían reunir y proyectar y la evidencia visible, si se me permite la expresión, de que a finales del siglo III e inicios del IV se había operado entre ellos una transformación cualitativa notable en cuanto al progreso de su organización política y de su desarrollo social y económico.

Ambas confederaciones, tervingios y greutungos, estaban dominadas por clanes reales y tenían a su cabeza un jefe supremo. Los greutungos tenían un rey, Ermenrico, y los tervingios hegemones que suelen recibir el nombre de «jueces», pero también el de reyes. Pero fuera cual fuera el título de los jefes supremos de los tervingios, lo cierto es que esa jefatura suprema permaneció en la misma familia durante unos setenta años y se transmitió de padre a hijo durante tres generaciones: Ariarico, Aorico y Atanarico.

Eran los tervingios, los que se habían avecinado junto al limes danubiano, los que preocupaban a Constantino, ya que eran los que se estaban haciendo con el control de las tierras situadas entre el Dniéster y el Tisza y amenazaban con someter a los sármatas yaciges y roxolanos. Eso era demasiado peligroso e inaceptable para la idea que Roma tenía de su papel en el mundo. No, Roma tenía que dejar claro que era ella y no los godos, la que ejercía el control a un lado y a otro del limes .

En el año 323, tras una guerra con los sármatas, Constantino los puso bajo su protección en un claro intento de marcar los límites a la expansión tervingia hacia el limes panónico. En el 328, Constantino ordenó reforzar las defensas del limes frente a los godos y construir nuevas fortalezas. La tensión creció y en el año 331 la guerra estalló al fin. Fue una guerra dura. Constantino y su hijo del mismo nombre, el joven César Flavio Claudio Constantino (316-349) aprovecharon el punto débil de los godos: su carencia de logística. Las fuerzas romanas fueron aislando a las columnas godas y privándolas del acceso a los víveres. Mientras tanto, fuerzas romanas cruzaban el gigantesco puente de piedra que Constantino había mandado construir sobre el Danubio Inferior en Oestus en el 328, y penetraban en territorio godo talando y saqueando los campos. El dominio absoluto del gran río, patrullado por las liburnas y limbus romanas de la classis fluvial acantonada en Sirmio, Oestus, Istria y Novae dificultaba aún más los movimientos de las fuerzas bárbaras y aseguraban por completo la rapidez y solidez de las comunicaciones romanas. En el invierno, con un frío glacial, la situación de la confederación de los tervingios se hizo desesperada. Estaban hambrientos y muchas de sus aldeas habían sido arrasadas. La caballería romana y los jinetes sármatas aliados de Constantino mantenían la presión y las legiones y la flota impedían cualquier intento de escapar del gigantesco cerco que la estrategia romana había ido apretando sobre las bandas guerreras tervingias. Según el anónimo autor de la Origo Constantini Imperatoris , que escribía en la segunda mitad del siglo IV, 100 000 godos perecieron en el invierno del 331-332 por mor del hambre y del frío.

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