Habíamos ido a la Plaza de Mayo a darle de comer a las palomas. Todavía hay una foto mía con mi pantalón jean lleno de pitucones y mamá y las garrapiñadas, que me permite acordarme. Para eso sirven las fotos, son las testigos de que en algún momento algo existió, que alguien hizo algo. Lo mismo con los textos escritos. Queda eso y el resto se puede olvidar y volver a llenar la memoria de otras cosas. Por eso hago el esfuerzo de escribir ahora, para permitirme olvidar después.
Ese fue mi primer paseo en el invierno argentino. No podía creer lo ricas que eran las pizzas y las facturas con dulce de leche. No podía creer que hubiera chicos tan lindos. Me había enamorado de uno que me presentaban como mi primo, pero que no podía ser mi primo porque mamá no tenía hermanos. Era un chico de trece y yo tenía ocho. Tenía rulos y jugaba al fútbol. Traté de convencerlo de que viniera a Francia a vivir con nosotros pero me decía que no podía dejar a su perro labrador solo acá. Entonces le decía que podía venir con su perro, que nosotros vivíamos en una casa gigante que se llamaba “La Mascota”. Él no quiso y yo volví con la idea de que los argentinos eran los hombres más lindos del mundo. No era solo mi Edipo, lo había visto con mis propios ojos.
Hubo sólo dos incidentes en el transcurso de las vacaciones. El primero tuvo que ver con el calefón del departamento que alquilábamos por esas tres semanas. Era un departamento de Almagro, un séptimo piso, de unos quince años. En el medio de la noche, mi madre se despertó gritando y nos despertó a todos. Decía que había olor a gas. Ninguno de nosotros sentía nada. Abrimos las ventanas por las dudas. Y decidimos que al día siguiente llamaríamos a un gasista de confianza de mis abuelos para que se fijase si había algún problema. El susto de mi mamá fue grande, pero no había pérdida de gas. No sé en qué pensaba ella cuando se despertó gritando, ni a qué pérdida se refería.
El segundo incidente fue con mi papá. Él había entrado al país con su nacionalidad argentina. Tenía que ir a buscar su pasaporte a Azopardo, unos días antes de salir, pero no se lo querían dar. Decían que había una causa contra él y que no tenía derecho a salir del país. Ahí mi papá se puso de color verde y empezó a gritar “Yo soy francés, déjenme salir del país, yo soy francés, vivo en Francia, trabajo allá”. Sacó su tarjeta de crédito francesa para mostrársela al policía que lo atendía. “¿Ves?, ese es mi nombre, y esa tarjeta es francesa. Yo soy francés. Me tienen que dejar salir del país”. Ahí sí me asusté. El policía estuvo haciendo más averiguaciones y le dijo a mi papá que volviera al día siguiente. No me dejaron acompañarlo, pero pudimos salir del país.
Cuando llegamos a Francia, mis padres decoraron la casa con todos los recuerdos que habían traído de Buenos Aires. Estaban los recuerdos que se veían, como el nido de hornero, las copas de café compradas en una tienda de productos del norte del país, un pingüino, muchos casetes de música folclórica, kilos de yerba mate y, para los niños, kilos de dulce de leche. También estaban los recuerdos que no se veían, o por lo menos yo no los vi, como el libro Nunca Más , la nostalgia, un poco de gusto amargo en el fondo de la garganta. Por suerte, no se les había dado por traer las cosas mersas que se vendían en Argentina en los noventa.
No quiero mentir. Mis padres después del viaje a Buenos Aires habían cambiado. No renegaban más del castellano. Empezaron una breve luna de miel con sus orígenes latinoamericanos. Para eso, abrieron una puerta de entrada más a nuestra casa para los latinos. El primero en entrar fue Sergio con su familia.
Sergio era chileno y había venido a Francia junto con su mujer. En los suburbios de Francia dieron a luz a dos hijos que tenían la edad de mi hermana más chica y la mía. Sergio trabajaba en la basura. Era de los que pasaban con el camión gris y verde recolector de los contenedores de basura que cada uno tenía en su casa o su edificio. Su mujer era costurera. Mi mamá le llevaba nuestros pantalones jogging y los jeans para que los llenara de pitucones e hiciera los ruedos. Ana, se llamaba la mujer de Sergio. Tenía el pelo largo marrón oscuro y flequillo. Vestía siempre polleras negras largas y blusa blanca. Por lo menos, así se mostraba cuando íbamos a verla. Vivían en una casa mucho más chica que la nuestra. No tenía chimeneas, no sobraba una habitación para un visitante, era un solo piso y lo más importante: las escaleras de la entrada eran de cemento. No había jardín, los chicos jugaban en la vereda. Ana no manejaba autos y como nuestra casa quedaba lejos de las paradas de colectivo –quedaba en el medio de la nada– íbamos nosotros a verla. Mamá hablaba con Ana y papá, con Sergio, en castellano. Yo no le entendía nada a Ana, y cada vez que me quería medir una ropa, me agarraba pánico. Terminaba moviéndome mucho y los pantalones siempre me los dejaba muy cortos.
Una noche sonó el teléfono cuando todos ya estábamos dormidos. Atendió mi mamá. Era Ana, estaba llorando. Mamá se preocupó y despertó a papá. Sergio estaba internado. Eso escuché escondida en el pasillo al lado de la habitación de mis padres. La verdad la supe al día siguiente.
A Sergio le agarró el mismo virus que al arquitecto que construyó nuestra casa: el virus del suicidio. Se quiso ahorcar en la ducha chica de su casa chica. Lo que pasa es que Sergio era muy gordo y muy pesado y la ducha no soportó tanto peso. A veces pienso que los objetos son sabios. Hay pesos con los que no hay que cargar, como la muerte de una persona. Sergio cayó vivo en la ducha y se rompió la nariz, que pegó contra las cerámicas del baño, y también el tobillo. Tenía una depresión fuerte. Yo no entendía el significado de esa palabra. Me lo explicó mi mamá en estos términos: en Chile Sergio era guardiacárcel. Para mí era más simple. Era culpa de la ropa que le traíamos a Ana y que venía de nuestra casa, la que tenía la maldición del suicida. Algún día sin querer debíamos de haber llevado esa maldición a la casa chica de los chilenos. Yo no sabía todavía que había habido una dictadura en Chile y que Sergio había guardado celdas en esa época. Tampoco estaba al tanto de que mi papá había sido llevado también a la cárcel en Chile por un plan llamado Cóndor.
Después de Sergio y su familia entraron a nuestra casa Silvana y Eric. Eran una pareja mixta: ella era argentina y él francés. Ellos tenían muchos contactos con otros argentinos. Supieron armar una red. Un fin de semana de verano, trajeron a todos sus amigos argentinos y mixtos a nuestra casa. Instalamos dos carpas en el jardín, y varios colchones en el piso del living. Se hizo un asado gigante. Ese día dejé escapar de la jaula a mi mascota Miki. Era un hámster que me había regalado Douadi, un compañerito del colegio. Su mamá ya no quería que lo tuviera en la casa y yo quería una mascota sólo para mí. Les estaba mostrando a Miki a los otros niños hijos de los invitados cuando la bestia me mordió el dedo gordo de la mano, justo ahí donde se unen la uña con la carne. Por el susto, largué a Miki, que se fue corriendo lejos de su jaula. Estábamos en el garaje, el lugar donde vivía mi mascota.
Miki dio varias vueltas mientras lo corríamos para atraparlo. Se escondió detrás del lavarropas unos minutos hasta que salió corriendo por la puerta que daba al jardín. Ningún imbécil era ese hámster. El problema del jardín era que quedaba muy cerca de otros jardines donde vivían perros enormes. Nos preocupaba especialmente que Miki fuera en dirección de la casa del ovejero alemán de los vecinos de la derecha. Gritamos todo lo que pudimos para orientarlo hacia la izquierda pero el hámster seguía escapando hacía la derecha. Iba rápido y tenía la ventaja de que se podía esconder bajo los cipreses.
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